Cuando entramos en el análisis de la obra de un pintor como Anton Van Dyck (1599-1641), cuyas primeras obras se pueden observar hasta el próximo 3 de marzo en el Museo del Prado (El joven Van Dyck), podemos desarrollar cierta dificultad en la percepción de la identidad propia del genio. Ante un hombre que ha pasado a la posteridad por su habilidad en el retrato cortesano, considerado siempre como el epígono especular de Rubens, la historiografía artística puede incurrir en el error de otorgarle lugares subsidiarios que, sin llegar a desmerecer, parecen ofrecer una visión epidérmica de la realidad pictórica.
A la hora de medir la grandeza de un artista, muchas consideraciones dispares parecen entrar en juego. Quizá la principal de ellas no sea otra que la comparación frente a otros creadores, cuestión clave en torno a la cual en diversos momentos de la historia del arte se han hecho y deshecho mitologías del todo particulares.
Sin embargo, no es menos cierto que para alcanzar una percepción aproximativa a la verdadera valía de un pintor, su posible importancia ha de ser calibrada en sí misma al margen del entorno. La esencia del genio, por establecer una denominación clásica, se puede percibir bien en estadios seminales menoscabados de toda permeabilidad a la influencia externa, ya que cuando ésta inevitablemente se produce, la genialidad encuentra pronto su propio camino.
Germen de genio
El precoz talento de Van Dyck, demostrado de una manera casi impúdica en la habilidad técnica y compositiva, que comienza a plasmar a los 15 años en más de un centenar de cuadros llevados a cabo antes de su marcha a Italia en 1621, es quizá lo que nos debería de otorgar un ámbito referencial en las aproximaciones a su pintura. Un germen de genio que tempranamente habría de hacerle descollar entre la turba de pintores flamencos de su tiempo, hasta conducirle hacia lo que podemos considerar como su gran legado a la historia del arte, léase sus numerosas obras enclavadas en el género de la retratística.
Y si bien es cierto que sus retratos, gestados estilísticamente en su etapa de Génova y cohesionados más adelante en Inglaterra, carecen del poder visual que podemos encontrar en Rembrandt o incluso en Velázquez, su identidad individual y su radio de impacto e influencia fue quizá mayor.
El entorno de un hombre
Retratista cortesano barroco por excelencia, Van Dyck era consciente del documento plenamente significativo sobre la conducta y el entorno de un hombre que implicaba el género, y se encontraba muy cómodo plasmando a una clase favorecida por la elegancia y el poder, con la que semejaba cómplice debido a la elevada conciencia que parecía tener de sí mismo y de sus orígenes.
Ciertamente, Van Dyck simpatizaba con sus patronos, y eso es algo que, confrontado con Velázquez, nos lo presenta en ocasiones como un pintor impostado y carente de objetividad. Intentar medir la entidad como creador del flamenco en implícita ponderación al español es buen ejemplo de cómo se puede perder la brújula de la valoración artística. No olvidemos que la inherente precisión en la caracterización velazqueña provenía de la distancia con sus modelos, algo que le obligaba a mostrar la personalidad como a través de un velo.
Más allá de sus querencias
El genio de Van Dyck va más allá de sus querencias aristocráticas, sin que debido a ellas se pueda establecer un menoscabo objetivo de su técnica artística. Su genuina manera de llevar a cabo las recreaciones individuales, marcadas por el concepto de documento propio sobre el carácter de un hombre en un entorno determinado, condicionará no ya la pintura de su tiempo, sino todo el retrato inglés del XVIII en pinceles cómo los de Reynolds o Lawrence. Sólo hace falta profundizar un poco, al margen de los tópicos, para percatarse de ello.
De forma independiente a las consideraciones aplicables al género pictórico que le otorgaría la fama, lo cierto es que para hacernos una idea de la medida del artista debemos ahondar en sus primeros compases como pintor. Van Dyck no empezó a pintar en Amberes como especialista en retratos; apenas abierto el taller, su interés habría de descollar más hacia las composiciones de figuras múltiples y los cuadros históricos.
Eficacia compositiva
En sus obras juveniles no duda en aceptar cuadros para retablos, enfocando sistemáticos estudios sobre el desnudo y mostrando una voluntad de eficacia compositiva que cohabita con una más que veraz ejecución expresiva. Y es en esos primeros atisbos de precocidad juvenil donde la valía individual de Van Dyck entra en liza frente a la arrolladora personalidad del que hubo de ser su maestro, Rubens.
Aún antes de trabajar con él ya había acusado en parte su influencia, sin limitarse a ser un mero epígono; su misma paleta cromática en esta etapa juvenil, fuerte y luminosa, encauzada mediante pinceladas vigorosas y llenas de temperamento, muestra su intencionalidad de superar a Rubens en la vitalidad de las imágenes, el dramatismo de la acción y la factura visual. Adoptó la costumbre del maestro en el caso de los dibujos preparatorios, estudios a carboncillo y bocetos anatómicos, en cuyo naturalismo podemos ver aún de manera más solvente la extraña dicotomía a la que se veía sometido Van Dyck; a la vez muy próximo y muy lejos de Rubens.
Será posteriormente, con su llegada a Italia, cuando su pintura cobrará una fuerte deuda con la escuela veneciana, oscureciendo la paleta y marcando una esencia más dúctil y rica en matices. Su forma de entender el color se hace más delicada, ganando en la atención y fluidez que demostrarán sus cuadros de tema religioso, dotados de la virtud de retrotraer de inmediato al espectador al intenso estilo del último Tiziano. Sin embargo, pierde parte del feroz dramatismo juvenil de su primera etapa en Amberes, cuando el lenguaje de Rubens cohabita con la esencia del genio adolescente y tempestuoso que no puede reprimir su propia identidad pese a los embates y devenires del tiempo.