Este admirador de Bruce Nauman, Gary Hill o, entre los españoles, Santiago Sierra, acumula un conocimiento enciclopédico sobre el genocidio y sobre el modo en que ha sido tratado por la literatura, el cine o el cómic.
¿Cómo se define? ¿Más artista que investigador o lo contrario?
Me considero artista plástico. No como hacedor de piezas plásticas o cuadros, sino más bien como investigador de una realidad para intentar no solo explicarla sino también modificarla, intentando aportar algo más.
¿Y cabe introducir la lírica cuando la materia prima es el horror? O apelando a Adorno, ¿se puede hacer poesía después de Auschwitz?
No solo se puede, se debe. Es cierto que ahí hay un conflicto abierto. Susan Sontag abordó este tema preguntándose si se puede hablar de cuestiones tremendas o mortuorias desde la belleza. Otros, como Mieke Bal, se plantean los límites del tráfico, del mercadeo del dolor, es decir de hasta qué punto cuando uno coge una imagen de alguien muerto o torturado y la expone no está, de alguna manera, contribuyendo a que esa tortura no cese. Claude Lanzmann, el director del documental Shoah, afirma que no se deben utilizar imágenes de archivo. Yo, en cambio, soy partidario de hacerlo y aplicarles arte, ficcionarlas. Y creo sinceramente que el propio Lanzmann también procede así desde el momento en que aplica su punto de vista y es responsable del montaje.
¿Por qué el genocidio como materia prima para aplicarle una mirada artística?
Más que el genocidio como delito de grandes dimensiones numéricas, me interesa, debido a mi formación de psicólogo, la historia individual, las vivencias particulares de la gente que lo sufre… Estos grandes dramas son realmente la historia de uno más uno más uno…
¿Cuándo y cómo arranca Genocide Project?
Fue en 2006, a la vuelta de mi primer viaje a Camboya. El Museo del Genocidio de Tuol Sleng me produce un impacto brutal; aquello me resulta fascinante en el sentido creativo de la palabra. Hasta entrar en ese museo, había visitado muchos lugares con un objetivo parecido pero en éste de repente me veo inmerso en un sitio diferente. El lugar era un antiguo colegio de niñas-bien francesas, elitista y llevado por monjas. Durante la guerra de Vietnam la escuela apenas experimenta cambios pero con la irrupción del Jemer Rojo, la organización guerrillera que tomó el poder en 1975, se vacía la capital, Phnom Penh, y el colegio se convierte en la prisión S21, el centro más importante de detención y tortura. Tiene la particularidad de que todas las fotos que allí se exponen son de personas ejecutadas. Personas que posan para la foto sabiendo a ciencia cierta que van a morir. Eso cambia la perspectiva. Hasta ese momento, lo que había encontrado eran fotos policiales, de archivo, documentos de desaparecidos, pasaportes, cédulas de identificación, imágenes de frente y perfil hechas por la policía estalinista o por los nazis… pero en todos estos casos los fotografiados bien no se huelen lo que les espera, bien si algo sospechan, poco o mucho, no pierden del todo la esperanza de poder salir de ese infierno. No es el caso de Camboya: aquello me produce un crujido que me lleva a meterme a fondo. Me planteo entonces el Genocide Project y retomo el contacto con la Universidad para dedicarle una tesis doctoral.
Le impacta aún más que Auschwitz.
Auschwitz lo conocemos como los taxis amarillos de Nueva York. Birkenau impresiona porque es monstruoso: un complejo de casi 40 kilómetros en los que te sientes como un gusanito. En S21 el horror está en esa mirada distinta de todos los que están allí fotografiados.
¿Es el genocidio que más le interesa?
Me interesan todos pero éste apenas se ha tocado, sobre todo en comparación con el holocausto, que tiene miles de libros, estudios, obras de arte, películas… Busco conflictos en los que pueda aportar algo nuevo. Genocide Project es un proyecto dual, con una parte de investigación pura, que legitima mi intervención y en la que he invertido los últimos seis años para entender cómo se construyen los acontecimientos. Porque siempre hay gente que te interpela preguntando quién eres tú para venir a contar un hecho que te pilla tan lejos.
¿Qué metodología sigue?
Viajo a un país y en él tomo imágenes de archivo de víctimas, que no tienen por qué ser violentas pero que contienen una violencia implícita: desde archivos policiales a fotos familiares de cualquier tipo. Luego acudo a los lugares de ese país donde sé que se han producido detenciones, torturas o ejecuciones y tomo imágenes de ese sitio tal cual está en este momento. Procuro además aprovechar mi estancia en ese país para exponer imágenes de otros conflictos.
¿Y por qué no mostrar imágenes de violencia allí donde se ha producido?
Esta decisión parte de una experiencia puntual: mi presencia en la guerra de Yugoslavia. Fui a conocer y ayudar y decidí empezar a tomar imágenes. Pensé que podía ser una buena idea montar allí una exposición. Tremendo error porque si muestras fotografías de un conflicto latente acabas provocando que el espectador se identifique de inmediato con una de las partes. Por tanto, lo que recopilo en Chile se verá en Sri Lanka o Camboya pero no en Chile. En ocasiones expongo en lugares privilegiados, como me pasó en Argentina o como el pasado mes de marzo en Chile en el Museo de la Memoria; y a veces en la calle como me sucedió en Líbano. Allí donde expongo siempre dono obra.
¿Y le resulta fácil conseguir el material de las víctimas a partir del cual trabaja?
Depende porque cada país es una historia completamente diferente. En Chile, por ejemplo, he contado con la colaboración del Museo de la Memoria y ha sido sencillo obtener imágenes de todas las víctimas. En Sri Lanka, en cambio, como oficialmente no existe el conflicto es más complicado y a eso suma que para hacer fotos tienes que pasar controles militares cada diez metros, por lo que debes simular que eres un turista.
¿Qué le dicen las víctimas que sobrevivieron a los conflictos sobre los que intervienes cuando ven sus exposiciones?
Hay de todo. En algunos países te ven más como un agente político que como un artista. Incluso en países como Chile, Argentina, Estados Unidos la opinión que me llega tampoco es unánime. Los hay que ven con recelo mi trabajo, que les parece de entrada sospechoso, pero también doy con mucha gente que no solo no pone impedimentos, sino que apoya y agradece el esfuerzo por visibilizar determinados temas.
¿Le consta la existencia de proyectos similares?
En España los que trabajan con temas parecidos suelen hacerlo desde el fotoperiodismo, si bien es cierto que hay algunos reporteros gráficos que reivindican su trabajo como arte.
¿Por qué trata de exponer en países y lugares que han vivido procesos violentos?
Hacerlo en estos sitios favorece que los espectadores estén más concienciados, o al menos más receptivos a determinadas propuestas.
¿Y esa receptividad la ha notado más en unos países que otros?
No se puede hablar de ello en bloque pero sí se puede afirmar que hay determinadas sociedades que han hecho los deberes y han trabajado mejor sus conflictos y otras que no.
¿Por ejemplo?
Francia tiene museos relacionados con el holocausto judío pero nada con el gitano o con Indochina o Argelia. En general, en Europa nadie ha hecho los deberes.
¿Cómo valora el papel divulgador que tiene el cine cuando retrata diferentes genocidios a la hora de visibilizar conflictos que de otra manera no llegarían nunca a tanta gente?
Tiene un aspecto perverso. Por ejemplo, en el caso de Camboya, todo lo que casi todo el mundo sabe sobre este asunto es por la película Los gritos del silencio (1984) de Roland Joffé. Pocos conocen a los jemeres rojos y de aquellos que sí saben algo, la mayoría es por esta película. Por tanto, esas imágenes son lo que ellos tienen por lo que en realidad allí ocurrió. Es, sin duda, una responsabilidad elevada porque eso es lo que va a quedar en el imaginario colectivo. Por ese motivo prefiero trabajar con imágenes de archivo.
¿Qué cuatro o cinco obras sobre estos asuntos le parecen imprescindibles?
Citaría las películas Shoah (1985), de Lanzman, y S-21, La máquina roja de matar (2002), de Rithy Panh. El libro de Imre Kertész Sin destino (1975). Desde la plástica destacaría la obra de Christian Boltanski y la de Alfredo Jaar sobre Ruanda. Boltanski es esencial pero no trabaja sobre un conflicto violento en concreto, sino sobre la violencia en general, utilizando fotografías de gente muerta y colocando sobre ellas lucecitas encima de 15 vatios para generar un ambiente muy sobrecogedor.
También hay buena novela gráfica…
Desde luego. De hecho, la ONU apuesta actualmente por una idea muy interesante: en sitios como África está fomentando que se haga novela gráfica de los conflictos y ya han salido un par, por ejemplo, de Ruanda, con la idea de llegar a más gente en este formato. En el cómic hay hitos como el Maus (1980), de Art Spiegelman, o todo lo que ha hecho Joe Sacco, que tiene una gran calidad.