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Me llamo Lucy Barton es una novela de amor imperfecto tan breve como intensa. Es también la carta de presentación de la escritora Elizabeth Strout (Portland, 1956) ante un público más amplio del que ha tenido por aquí hasta ahora y que la ha llevado a los puestos de cabeza entre los superventas del momento.
Autora de pocos y distinguidos libros (prácticamente todos con algún nombre propio en el título: Los hermanos Burguess, Amy e Isabelle), Strout tiene obra publicada en español y es premio Pulitzer 2008 por su novela Olive Kitteridge, que HBO convirtió en multipremiada serie seis años después. Sin embargo, es esta historia de Lucy Barton contada en primera persona la que parecer haberse ganado un merecido consenso crítico que a estas alturas ya lo sitúa como uno de los libros del año, curiosamente junto con el de otra escritora norteamericana, Lucia Berlin, autora del que es, sin lugar a dudas, el descubrimiento de lo que llevamos de curso: Manual para mujeres de la limpieza.
Llegada del pueblo para acompañar a su hija Lucy, que no acaba de recuperarse totalmente de una operación, el personaje de la madre irrumpe en ese hospital cuyas ventanas dan al cinematográfico edificio Chrysler (casi un personaje más). Las tiranteces no se hacen esperar: Lucy, casada y con dos hijas y sin problemas económicos que le quiten el sueño, es la única de una familia pobre y mal avenida que pudo dejar atrás su pasado de forma definitiva y que ha empezado a hacerse un nombre como autora de relatos. A diferencia de sus hermanos, solo Lucy tuvo la determinación y el carácter necesarios para poner rumbo a la gran ciudad y dejar atrás a un padre violento trastornado por experiencias de guerra y a una madre que podía ser más árida de lo tolerable.
Los saltos atrás y adelante en el tiempo permiten a la narradora presentarnos a unos cuantos personajes, perfilados con mano maestra en pocas líneas y que le permiten abordar asuntos tan variados como el adulterio, la soledad no buscada, los terrores infantiles, la creación literaria, el maltrato, la aversión al diferente, el sentimiento de culpa, el sida (estamos en los años ochenta) e incluso el nazismo. No está mal para una novela breve que suena a música de cámara; escritura seca y sin alardes que casa bien con una mirada poco complaciente con la realidad. Más bien, implacable.
La escritora Sarah Payne se lo dice a Lucy en un curso de redacción creativa cuando ésta le confiesa sus intenciones como autora de esta experiencia: “Esta es una historia de amor, tú lo sabes. Es la historia de una madre que quiere a su hija. De una manera imperfecta, porque todos amamos de una manera imperfecta. Pero si mientras escribes esta novela te das cuenta de que estas protegiendo a alguien, recuerda una cosa: que no lo estás haciendo bien”.
Entre confidencias y chismes, madre e hija dialogan y nos queda claro que pueden ser tan fuertes las ansias de no querer parecerte a tu madre como el de deseo de que, por una vez, te diga que te quiere. O que resultan compatibles las ganas de no volver nunca más a la casa miserable en que creciste con un terror atroz a que tu madre algún día te abandone para siempre.
Autora y narradora tienen algunas cosas en común y bastantes diferencias. La primera se llama Elizabeth Strout y si no la conocían, quédense con su nombre. Merece la pena.
Me llamo Lucy Barton
Elizabeth Strout
Traducción: Flora Casas
Duomo Ediciones
Primeras páginas
224 páginas
16,80 euros