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En su época solo la fama de un tal Napoleón podía hacerle sombra. Ríos, parques, cataratas, condados, ciudades, montañas, bahías o lagos llevan su nombre. Otro tanto sucede con casi 300 plantas y más de un centenar de animales. Y sin embargo, hoy en día Humboldt no goza de la fama que merece fuera de los países latinoamericanos. Una explicación puede ser que su nacionalidad alemana (nació y murió en Berlín) no le beneficiara en el siglo de las dos guerras mundiales. Otra razón de ese relativo olvido podría ser el carácter integral con que se acercó a las ciencias. Pretendía abarcar demasiado: con él el dato científico iba de la mano de la historia, la poesía, el arte o la política. Entre sus infinitos hallazgos e intuiciones, quizá le faltó uno de esos descubrimientos, teorías o inventos rotundos como el pararrayos de Franklin o la bombilla de Edison.
Quien no haya contraído aún la fiebre Humboldt la puede coger gustoso ahora gracias al libro de Andrea Wulf (Nueva Delhi, India, 1972) La invención de la naturaleza. En él están todas las facetas del sabio alemán: la vigencia de su trabajo tantos años después y su tremenda influencia en las grandes personalidades de su tiempo, de Darwin a Goethe, pasando por Simón Bolívar o Thomas Jefferson. Wulf hace el mejor homenaje posible a su héroe escribiendo una biografía que es a la vez un libro de lectura siempre accesible con sus dosis saludables de historia, de zoología, de botánica o geología.
El gran apóstol de la naturaleza
Nacido en el seno de una familia acomodada de Prusia pero decidido a salir huyendo de una vida de privilegios y conocer mundo, Humboldt fue un visionario capaz de concebir antes que nadie a nuestro planeta como un organismo vivo en el que todo estaba relacionado. La comparación era su metodología. Fue el primero en estudiar las plantas en función de su situación y clima, en explicar la capacidad de los bosques para enriquecer la atmósfera con su humedad y suyas son las isotermas, esas líneas de temperatura que figuran en los mapas del tiempo.
Nadie había subido tan alto una montaña ni se había pateado el mundo conocido como lo hizo él cuando era un treintañero. Wulf no ha querido contarnos su historia tirando exclusivamente de libros y archivos (pese al ingente bibliografía manejada); antes de todo ha procurado vivirla visitando la multitud de países, volcanes y lugares que frecuentó el tipo más curioso de su tiempo. “Vi las ruinas de la torre de la anatomía de Jena, Alemania, donde Humboldt pasó muchas semanas diseccionando animales, y en Ecuador, en el Antisana, a 3.600 metros de altura, con cuatro cóndores volando en círculo sobre mí y rodeada de una manada de caballos salvajes, encontré la choza desvencijada en la que durmió una noche de marzo de 1802”.
La vida y la obra de Humboldt estuvo profundamente marcada de forma muy especial por sus viajes, especialmente por aquella primera excusión transoceánica por Venezuela, Ecuador y Estados Unidos o por la arriesgada expedición a Rusia casi tres décadas después. Habiendo conocido los Andes, siempre le quedó la espinita de no haberse podido adentrar en la cordillera Himalaya. Sus estancias en Berlín o incluso en el algo más excitante París le resultaban terriblemente aburridas frente a la posibilidad de encontrar patrocinio para largarse a algún rincón remoto del planeta.
Ni reyes ni esclavos
A Humboldt le gustaban poco los reyes pese a que el monarca español Carlos IV le facilitó su primer viaje a Sudamérica y a que el prusiano le proporcionó un sueldo vitalicio. Tampoco le agradó nunca el mercadeo de esclavos. En Venezuela comprobó en primera línea el trato inhumano que recibían los esclavos que España importaba a sus colonias. Escribió que “la naturaleza es el terreno de la libertad” y esa frase fue una suerte de mantra político para él. La esclavitud iba en contra de la naturaleza y por eso era definitivamente injusta. Siempre que pudo hizo patente sus ideas abolicionistas pero no fue nunca su prioridad. Esa era el bosque, la selva, la jungla. Allí, entre rugidos de monos, descubría conmovido esas “voces que nos proclaman que toda la naturaleza respira”.
Su primera aventura americana a principios del siglo XIX fue una sucesión de epifanías para un hombre dispuesto a dejarse seducir por todo lo que se cruzaba a su paso, los indígenas, las plantas, los animales, las rocas, el agua. “Probaba el agua de los distintos ríos como un entendido en vinos”. Cuando luego volvía a la vieja Europa era recibido como un héroe. A los años de viaje les sucedían los años de escritura con colaboradores expertos y un enorme esfuerzo de verificación multidisciplinar. Humboldt no hacía libros, hacía hermosos artefactos que combinaban el conocimiento científico con la infografía, el dato objetivo con las descripciones líricas. La poesía como recurso imprescindible para comprender los misterios del mundo natural. Arte y ciencia en estado puro.
Todopoderosa influencia
En una admirable labor de rastreo, Wulf dedica muchas páginas a dar cuenta de cómo la visión y las ideas de Humboldt, sus viajes y diarios, cuajaron en la imaginación de los poetas ingleses Lord Byron, Wordsworth o Coleridge, en la del novelista Julio Verne, en la de los americanos Thoerau y Walt Whitman o en la de su amigo Goethe. Sus pensamientos y su actitud ante la vida fueron directamente esenciales en figuras tan revolucionarias como la del libertador Simón Bolívar, a quien conoció en París y que utilizó la naturaleza para estimular a sus compatriotas, o la de Charles Darwin, que siempre admitió su deuda con el genio alemán. “Mi admiración por su famoso relato personal me decidió a viajar a países lejanos y me hizo ofrecerme voluntario para ir como naturalista en el buque Beagle”, escribió el autor de El origen de las especies. En cambio, no acabó de conectar con Napoleón pese al gusto por las ciencias que siempre manifestó el emperador galo.
Padre del movimiento ecologista
Todos los que han venido después (Thoreau, Marsh, Muir…) haciendo bandera del ecologismo, la conservación y el preservacionismo de la naturaleza, incluso advirtiendo de las consecuencias del cambio climático, han bebido de la fuente inagotable que siguen siendo los escritos de Humboldt.
Gastaba una mordacidad que le costaba contener, pero también era enormemente generoso, sobre todo con los investigadores jóvenes. Cuánto habría disfrutado de las nuevas tecnologías un hombre como Humboldt, tan convencido de las bondades de intercambiar información entre científicos y tan desesperado por el tiempo que tardaba en llegar dicha información de un confín a otro.
Humboldt no puede perder vigencia en un momento en el que no pocas cuestiones sociales, económicas y políticas están y van a seguir estando estrechamente ligadas a problemas medioambientales. Así lo cree Wulf, cuyo libro está pidiendo a gritos una serie de dibujos o un tebeo que transmita cuanto antes el mensaje de Humboldt a las nuevas generaciones. Y sus aventuras, claro.
Andrea Wulf
Traducción: María Luisa Rodríguez Tapia
Editorial Taurus
584 páginas
23,90 euros
E-book: 12,99 euros
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