Es poco lo que se conoce de esta mujer que recorrió miles de kilómetros desde su Galicia natal (hay quien apunta que podría ser originaria de El Bierzo, comarca que formaba parte de la Galicia romana) hasta Tierra Santa no solo por el motivo religioso de visitar los Santos Lugares, sino también por un afán de conocimiento y el deseo de descubrir nuevos territorios: “Como soy bastante curiosa, quiero verlo todo”.
Algunos autores han sostenido su condición de monja, incluso de abadesa, y que el epistolario que narra las aventuras de su intrépido viaje está formado por cartas enviadas a sus “hermanas de Hispania”, aunque las investigaciones más recientes plantean su condición laica y el hecho de que las epístolas estarían dirigidas a contar las peripecias del viaje a unas ”queridas amigas”. De lo que no cabe duda es de que se trataba de una mujer de fuerte personalidad, valiente y curiosa, ya madura, aunque todavía no vieja en el tiempo que realizó el viaje, de ascendencia aristócrata, que disfrutaba de una buena posición económica y había adquirido una notable cultura, una mujer piadosa y profundamente religiosa, cuya fe no le impedía ser crítica, como demuestra el episodio en el que cuenta que el obispo de Segor les ha mostrado el lugar donde supuestamente se encontraba la mujer de Lot convertida en estatua de sal: “Pero creedme, (.,.) cuando nosotros inspeccionamos el paraje, no vimos la estatua de sal por ninguna parte, para qué vamos a engañarnos”.
Con un lenguaje sencillo y espontáneo, escrito en latín vulgar, Egeria relata de forma coloquial y con bastante frescura las dificultades y sacrificios para superar paisajes inhóspitos, la canícula del desierto, las fatigas de días interminables y noches a la intemperie, así como lo que sus asombrados ojos van encontrando al paso en ciudades, ríos, montañas y llanos, describiendo detalladamente lo que su curiosa mirada va descubriendo en los lugares por los que va pasando.
Noches al raso
Durante el viaje Egeria habría seguido la red de calzadas romanas para cruzar el sur de la Galia y el norte de Italia hasta llegar a alguno de los puertos del Adriático, desde el que puso rumbo por mar a Constantinopla. De allí a Jerusalén siguió la vía militar que surcaba Bitinia, Galacia y Capadocia, atravesó las montañas del Tauro, para dirigirse a Antioquia y, costeando el litoral, llegó a Jerusalén en la Pascua del año 381. Solía hospedarse en las posadas de los caminos o se acogía a la hospitalidad ofrecida en los monasterios o por huéspedes generosos, aunque no faltaron noches al raso. El manuscrito sugiere la posibilidad de que contara con algún tipo de salvoconducto oficial que le permitió recurrir a protección militar en determinados momentos, especialmente durante la travesía de los territorios más peligrosos.
Aunque pasó tres años en la Ciudad Santa, no pude decirse que estuviera quieta, sino todo lo contrario. Parece que no le pararon los pies, haciendo excursiones a otras ciudades de Israel, como Jericó, Nazaret, Belén, Cafarnaúm y Hebrón. Después partió hacia Egipto, visitando Alejandría, Tebas, el mar Rojo y el Sinaí, donde subió a la “montaña de Moisés”. Desde ahí se dirigió al monte Horeb, y regresó después a Jerusalén, atravesando el país de Gesén (parte de la tierra de Egipto en la que, según el relato bíblico, José había mandado asentarse a sus hermanos y su padre, Jacob). Luego cruzó el Jordán y las “fuentes de Moisés», subió al Monte Nebo y recorrió Samaria.
A los tres años de su llegada volvió de nuevo a Jerusalén y decidió iniciar el viaje de regreso a Hispania. Durante el periplo se dirige por la costa mediterránea a Tarso (la ciudad de san Pablo), con la intención de cruzar el Asia Menor en dirección a Constantinopla, pero en Antioquía siente deseos de visitar Edesa (la ciudad del famoso rey Abgar, quien mantuvo una supuesta relación epistolar con Jesús, y en donde predicó Tomás el apóstol) y demora su viaje al adentrarse en Siria y Mesopotamia. Finalmente, vuelve a Tarso y, desde allí, se desplaza a Constantinopla, lugar en el que se pierden sus narraciones. No hay constancia de la fecha, el lugar y las circunstancias de su muerte, ni tampoco de si llegó a cumplir su deseo de visitar Éfeso (ciudad en la que, según la leyenda, se habría establecido Juan el Evangelista con María), aunque lo más probable es que falleciera en la misma Constantinopla, pues en las últimas páginas del itinerario ya dice sentirse muy enferma.
Hazaña oculta
Egeria no fue ni la primera ni la única hispana que realizaba uno de aquellos viajes de peregrinación. Estaban de moda en su época, sobre todo para las clases pudientes. San Jerónimo, contemporáneo de Egeria, asegura que “es tal la aglomeración de uno y otro sexo que, lo que en otro sitio pretendías evitar, no era sino parte de todo lo que aquí tienes que aguantar”. Una década antes que ella otra noble de origen hispano, Melania, emprendió un viaje en compañía de Rufino de Aquileya para visitar a los anacoretas del desierto de Egipto. En el mismo año en el que Egeria comenzaba su regreso, otra mujer hispana, Poemenia, inició un viaje a Egipto y Palestina. La instigadora del viaje a los Santos Lugares fue Santa Helena, la madre del emperador Constantino, quien con su empeño en revitalizar los Santos Lugares provocó una auténtica fiebre viajera a la que no escaparon las mujeres. Lo distintivo de Egeria fue que narró sus peripecias, escribiendo lo que puede considerarse el primer libro de viajes español.
La hazaña de la peregrina gallega permaneció oculta durante siglos, pues la única referencia a Egeria se encontraba en una carta escrita por san Valerio (s. VII) al abad Donadeus (El Bierzo). En 1884, Gian Francesco Gamurrini descubrió el manuscrito que contiene el Itinerario a los Lugares Santos en la biblioteca de Santa María de Arezzo (Italia), proveniente de la abadía de Montecasino, y lo atribuyó inicialmente a Santa Silvia. Sin embargo, a principios del siglo XX, estudios más minuciosos llevaron al benedictino Mario Ferotin a atribuir definitivamente el texto a Egeria, Eteria o Etheria, tesis confirmada posteriormente por otros estudiosos.
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