Ningún artista vivo de la música popular desafía la paciencia del oyente como lo hace, como lo lleva haciendo desde hace muchos años, Scott Walker (Ohio, 1943), que el pasado enero cumplió 75 años; ninguno, además, con un pasado a su espalda jalonado de golosinas pop de fácil digestión para el público adolescente y genuinos melodramas sinfónicos de cuatro minutos con vocación de agradar todo tipo de paladares. Y así fue durante bastante tiempo, pongamos que desde sus primeros discos con los Walker Brothers en los sesenta hasta mediados de lo ochenta en que su inconfundible voz de barítono decidió, con algunos avisos previos, despedirse de lo que ahora cursimente llamamos su zona de confort y adentrarse en un universo oscuro y depresivo, de sonidos retadores, misteriosos e incómodos del que a fecha de hoy no parece que tenga intención de salir.
Envejece a escondidas cual Greta Garbo y no concede entrevistas ni recoge premios, ni sale de giras, ni da conciertos… pero sí entra en el estudio de vez en cuando. Fue todo un héroe para David Bowie, un ejemplo para Richard Hawley, un modelo para Radiohead. Todo eso y más es el misterioso Noel Scott Engel (nombre real), una figura de culto y el gran ermitaño del rock actual en cuya trayectoria hacemos diez paradas para todos los públicos en estricto orden cronológico.
Los tres Walker Brothers, que ni eran hermanos ni se apellidaban así, fue su primera banda importante. Llegaron de Estados Unidos a Londres a rivalizar con los Beatles. Con densos y poderosos arreglos a lo Phil Spector, atinadas versiones de algunos clásicos y un look que volvía loco a la muchachada, despacharon tres discos fabulosos entre 1965 y 1967 que dejaron algunas versiones definitivas; sin duda, The sun ain’t gonna shine anymore, que había estrenado poco antes Frankie Valli, es una de ellas.
Tenía que pasar: que el compositor más sofisticado de los sesenta entrara en el radar del trío y el encuentro fuera un éxito en toda regla. El Make it easy on your self de Burt Bacharach es, en la garganta de Scott, uno de los singles definitivos de los sesenta. Volvería a grabar otra versión inolvidable del cancionero de Bacharach unos años después, con Windows of the world.
En la primera triada de discos con los Walker Brothers predominan las canciones firmadas por otros, pero Scott ya va colando sus primeras composiciones y no hay que ser ningún lince para advertir que tiene un don para el baladón melancólico. Genevieve sin ir más lejos. La primera de tantas: Angelica, Mathilde, Joanna, Rosemary…
En 1967 clausura el grupo y con él su etapa de ídolo juvenil y abre la puerta a su carrera en solitario. En el proceso pierde la imaginación para titular elepés pero a cambio entrega, en menos de tres años, cuatro discos sin mácula –Scott, Scott 2, Scott 3 y Scott 4– que los fans escucharán mientras vivan incapaces de consensuar cuál es realmente el mejor. Elemento común a los tres primeros, es su amor sin fisuras a Jacques Brel. Caerán del genio francés todas sus clásicas (Amsterdam, Ne me quite pas…) y otras menos conocidas con lecturas grandilocuentes en el acompañamiento orquestal, de ésas que hoy solo se atreverían a emular Alex Turner y Miles Kane cuando se quitan el traje de roqueros y hacen sonar a The last shadow puppets. Jackie es la primera canción de la cara A del primero de esos discos. Una declaración de intenciones en toda regla. Brel le había cambiado la vida.
Pero nuestro hombre lleva dentro un compositor más que notable y en estos elepés con su nombre en la portada predominan cada vez más sus propias creaciones, la mayoría de ellas tan románticas y sensibles como tristes y emocionantes. Nunca fue tan grato engancharse a algo tan amargo y depresivo. Elegías pesimistas pero adictivas, escritas por un letrista que lee a Camus y a Sartre. De entre las mejores suyas de entonces es difícil quedarse con una. Podría ser Such a small love o Montague terrace o The amorous Humphrey Plugg o Big Louise. No lo pensemos más: The bridge es un Scott Walker de pura cepa. Un reserva por el que no pasa el tiempo. Imposible degustarlo haciendo otra cosa que no sea escucharlo mientras suena. Vocalmente huelga decir que Bowie o Brian Ferry directamente lo estudiaban.
Años setenta. No le sienta bien el cambio de década. El crooner está perdido y parece evaporarse. El público va dejando de comprar sus discos. No compone nada y cuando vuelve es para cantar lo que le echen que haya funcionado antes: de Jobim a Aznavour pasando por Legrand o Mancini. Definitivamente pasaron a mejor vida los fastuosos arreglos de Wally Stott y abundan las canciones vaqueras, los éxitos sacados de películas y de series de televisión. Así que en el 75 convoca a los (falsos) hermanos y entran de nuevo en el estudio para grabar muy seguidos tres nuevos discos (No regrets, Lines, Nite flights) como The Walker Brothers. Gastan el mismo o mayor pelazo que diez años atrás pero ya no desatan el entusiasmo hormonal de antaño ni colocan tantas canciones en las listas de éxitos. Es posible que eso les llevara a arriesgarse en el último plástico y a cerrar la banda para siempre con su disco más personal. Uno de los mejores temas, The electrician, lleva la firma y la voz de Scott: el primer aviso de que en el futuro la cosa atmosférica podía gustarle más que un estribillo con gancho.
Hace mutis por el foro en los ochenta y solo se pasa por el estudio para grabar Climate of hunter, un álbum que apenas alcanza los treinta minutos. Lo que viene siendo un disco de transición pero con algún momento que puede colocarse entre lo mejor de su repertorio, caso de Sleepwalker woman.
En plena mutación el músico bosnio Goran Bregovic le invita a participar cantando y poniendo letra a un tema de su banda sonora para la comedia francesa Mal de amores (1993). Abandona por unos minutos sus intenciones de convertirse en el Schönberg del pop para entregar una de sus canciones más accesibles de los noventa: Man from Reno.
Tilt en 1995 es el verdadero punto y aparte de su carrera. Ahora sí que sí ha dado con una nueva forma de expresión que es solo suya y de nadie más. Podrá ir aún más lejos en los siguientes años (The drift, Big Bosch, Soused) pero ya nunca dará marcha atrás ni para coger impulso. Y aún así, con la bellísima Farmer in the city, parece querer tener un último detalle de despedida para con sus viejos seguidores decididos a no seguirle en esta nueva etapa.
A falta de bibliografía en español sobre su música y su vida, bien está el documental 30 Century man, de Stephen Kijak, producido por Bowie. El título está sacado de una canción del 69 que apenas llega al minuto y medio. Solo voz y guitarra de palo pero ¡qué voz!