Lo que más me gusta de esta historia es la cara de su protagonista: Javier Pereira (Madrid, 1981). Quien quiera que le mire con detenimiento se dará cuenta de que tiene rostro de lo que siempre fue: un niño de San Ildefonso que cantaba ilusiones a las puertas de la Navidad (concretamente el primer premio, dos veces, en 1993 y 1994) para esa clase media deseosa de colgar la chaqueta de funcionario (después de pagar impuestos y tapar agujeros claro).
Él mismo lo confiesa en una entrevista con el director de este filme, Rodrigo Sorogoyen: “Le di mucha importancia al guion, pero éste es un personaje que no estoy acostumbrado a hacer o que no me han dado la oportunidad de hacer. Siempre he hecho personajes más entrañables o más simpáticos. Supongo que por la cara que tengo. Y en este caso era un cabrón”.
Sin lupa y a simple vista, Pereira luce como ese adolescente adormecido que se estrenó en las cámaras con series como Al salir de clase o Nada es para siempre. Se veía simpático, pero todas estábamos enamoradas del guapo de la serie (era lo que tocaba).
En Stockholm algo ha cambiado. Recurriendo a ese rebobinando que tantas alegrías da al ser humano surge una pregunta: ¿Dónde está el Javier Pereira que todos conocíamos? El niño bueno se desvanece y aparece el chico malo. Lo mejor de todo es que se ha convertido en un chico malo con cara de bueno. Combinación perfecta. La cara no ha mutado, pero pasamos de un cabrón que dice a una chica que conoce de un minuto “me he enamorado”, al tiempo que le entrega las llaves de su casa, a un asesino en serie en Qué Dios nos perdone (2016), también dirigida por Sorogoyen.
¿Hemos pasado de los malos con cara de psicópatas a los malos con cara de buenos? ¿Son ellos los que dan más miedo? Puede que la respuesta esté marcando no sólo un cambio de patrón en Pereira, sino en el mundo en general.
Quién podría afirmar que detrás de un chico con camiseta a rayas inofensivo no hay un hombre reprimido con ganas de matar a su madre. Quién podría afirmar, tras esa cara de no haber roto un plato, que hay un drogadicto como en Heroína (2005) de Gerardo Herrero. Sólo Javier Pereira lo sabe.
Cierro los ojos y pienso en todos esos chicos con cara de buenos que surcan las calles de Madrid, de España, del mundo entero… Que abiertos hay que tener los ojos. Detrás de un pellizco de bondad, de un cupón premiado, siempre puede estar ese Javier Pereira que se convierta en tu peor pesadilla. Sorogoyen ya lo ha visto.
Pereira ganó el Goya al Mejor Actor Revelación por Stockholm y en su discurso no pudo dejar de agradecer al director su confianza y buen ojo: “Los dos somos hijos únicos, pero tenemos al mejor hermano del mundo”. Qué gran verdad, afinemos la vista, abracemos al villano, el próximo éxito siempre está por venir.