Dos bodas, un divorcio e innumerables infidelidades después, el elefante y la paloma, como se hacían llamar por razones evidentes, escribieron una de las historias de amor del mundo del arte más deslumbrantes y fértiles del siglo XX.
Lo hicieron muy bien. Se odiaron y se quisieron a partes (casi) iguales: “¿Qué buscabas, qué buscas, qué te dan y qué te dieron ellas que yo no te di? Porque no nos hagamos pendejos, Diego, yo todo lo humanamente posible te lo di y lo sabemos, ahora bien, cómo carajos le haces para conquistar a tanta mujer si estás tan feo hijo de la chingada”.
Y en esos viajes de ida y vuelta que tuvo su intensa aventura, regresaron de Estados Unidos para instalarse en el Barrio San Ángel, en una casa construida con dos edificios hechos a medida de los dos amantes y comunicados a través de la terraza. Un reflejo de esa vida autónoma y conectada al mismo tiempo que los acabó consumiendo, les hizo tremendamente desgraciados y astronómicamente dichosos. Aún lo pienso, qué suerte aquellas almas que llegan a encontrarse y, a pesar de los miedos y de todos los obstáculos, siguen regresando. No se cansan de reencontrarse, esa es su gasolina. Es lo que se llama efecto boomerang.
“No quiero volver a saber de ti ni que tú sepas de mí, si de algo quiero tener el gusto antes de morir es de no volver a ver tu horrible y bastarda cara de malnacido rondar por mi jardín. Es todo, ya puedo ir tranquila a que me mochen en paz. Se despide quien le ama con vehemente locura”, seguía Frida en esa carta que escribió en la cama de un hospital a las puertas del quirófano, a punto de que le amputaran una pierna.
Es ahí donde de verdad continúa la vida. De hecho, donde la verdad supera a la propia vida. Es cuando te das cuenta de que da lo mismo que te quiten un miembro de tu cuerpo. Sin esa persona ya estás incompleta.
Pero no sólo él fue infiel a Frida, hermana incluida. La pintora contó con un gran número de amantes y compañeros, hombres y mujeres, desde ese momento invisible en el que trazas la línea, ese acuerdo tácito por el que das tanta libertad al otro que te pierdes en tus propias prohibiciones.
En medio de la pérdida y la ganancia, Frida Kahlo murió el 13 de julio de 1954, sola, en la Casa Azul. Agarrándose a sus deseos y despojándose de la vida: “Espero alegre la salida y espero no volver jamás”.
Este es un escrito dedicado a todos aquellos que se atreven a querer y que deciden quedarse. A todos los que aceptan el error del otro como aliciente para aprender a seguir adelante, a seguir queriendo. Querer es un acto valiente.
Puede que el de Frida y Diego no fuera el matrimonio más digno de admiración, pero sí una prueba superada a base de resistencia. Este es un escrito, sin duda, para ellos que se quisieron siempre. Que vivan en su absoluta imperfección.