Efectivamente, al corazón de usted le falta un latido. ¿Ha notado usted…?
Y me dio a escuchar a mí y, efectivamente, mi doble aldabonazo de deportista aficionado pero constante se había convertido en un triste y único golpe sonoro escuálido y tímido. Siguió el especialista hablando de otros análisis y pruebas para determinar el origen de la lesión o lo que fuera y sus consecuencias pero yo ya sabía cuándo se había producido.
Dicen que las personas que pierden una extremidad o una parte de ella en una amputación traumática al despertar desorientadas de la anestesia en la cama de un hospital e incluso durante su convalecencia, siguen sintiendo dolor u hormigueo en la extinta pieza en contra de toda la información sobre la operación que le pueda proporcionar el personal médico o a pesar incluso de que le presenten la pieza mutilada ante las manos, los ojos o la nariz. Tiene que pasar mucho tiempo para que los más hondos rincones de la mente, allí donde se almacenan los recuerdos, las penas, las caricias y las heridas hagan suya la pérdida y la asimilen, la coloquen, como la pieza de puzle perdida bajo la mesa, en su lugar correspondiente.
A veces también pienso que el nogal debe tener memoria de todas las nueces que va criando poco a poco al sol de la primavera y va haciendo registro de su engorde, su endurecimiento, sus cambios de color y de humor, etc. Quizás anticipe el momento en el que la nuez más madura romperá su vínculo leñoso y se lanzará hacia la umbría, ya madura, lista para convertirse en semilla de nuevos nogales o en alimento de jabalíes o de orugas.
Pues con un pellizquito de lo uno y de lo otro, yo pienso ahora que quizás anticipé el momento en que mi sombra se desprendió de las huellas de mis pies y la vi perderse entre la multitud. Llevaba días notando su estar casi sin querer, su continua desgana y desacuerdo con mis rutas, su caminar resistiéndose a mi remolque, como si tuviera yo navegar arrastrándola hacia adelante, como si el alquitrán de las calles se me pegara y no me dejara avanzar. Pero las calles de Cádiz son de adoquines y no había vientos y supe que era ella la que ya empezaba a luchar por desprenderse como la vaina suicida de la que hablé antes.
Lo cierto es que sentí como un “clic”, como el ligero chasquido con el que se quiebra una nuez y pensé que quizás se me había roto un cordón, despegado la suela del zapato o había pisado un cacahuete. Pero al girar la cabeza, ¡ay!, la vi caminar sola por primera vez, al principio lenta y vacilante, luego alegre y saltarina, reptando por aceras y paredes para mi asombro y el de algún mantero cuya mercancía oscureció al cruzarla lenta pero decidida.
Cuando se perdió en una callejuela del Barrio Santa María, yo, que me había quedado paralizado en el mismo sitio donde la perdí, volví la mirada hacia el lugar que debía ocupar según la posición del sol y me hice consciente del vacío y a la vez entendí el dolor de la amputación del que me habían hablado. Miré al sol y lo acusé por haberme permitido el atropello, por haberme arrancado una parte de mi alma. Bastante hizo el sol con no cegarme, pero razones no me dio ninguna.
Empecé a caminar entre la gente envidiando su escolta oscura en la que nadie reparaba, sólo yo que, a veces, me colocaba al lado de alguien como para camuflarme compartiendo su sombra. Pero en cuanto la persona seguía su ruta, allí quedaba yo, a la luz, sin que mis gestos provocaran simetría oscura en el suelo ni en las paredes como si fuera un vampiro recién mordido que aun no conocía el reglamento de uso y disfrute de mi nueva y eterna condición.
Desde entonces vago desombrado, casi siempre en la oscuridad donde nadie puede percibir mi cruel mutilación. A veces, entre la confusión de la gente que ya me consideran otro orate, otro borracho más, piso desesperado las sombras de los otros esperando, anhelando que se me queden adheridas a las suelas de los zapatos o las manoseo contra las paredes esperando que obedezcan los gestos posteriores de mis brazos o de mi loca cabeza.
De vez en cuando me he cruzado con mi sombra ingrata pues suele rondar los mismos lugares donde me abandonó y corro asmático, ahogado, tras ella y la llamo y le pido perdón. Ella se para, me espera y juega conmigo y cuando me acerco arranca veloz de nuevo y repite su felonía hasta que se aburre y se pierde en las umbrías calles de Cádiz.
La última vez le preparé una emboscada y me llevé dos días entre unos cartones en un tejado esperando su paso en uno de los cruces que solía frecuentar. La vi pararse justo debajo de mi, negra, intensa pero cuando salté y ya estaba a punto de pisarla, un nimbo inoportuno tapó el sol y se esfumó.
Cuando pasó la nube viajera, la vi riendo con otras sombras liberadas al otro lado de la Plaza y con la pierna rota por la caída lloré. Creo que fue aquella la primera vez noté, por el ahogo, que al sístole de mi corazón también se le había escapado su sombra gemela y diastólica.
Nunca supe qué ocurrió en primer lugar pero me da igual. No sé si nos corresponde la eternidad como a los vampiros o si nuestro cupo vital se dividirá por dos.
Desde entonces, perdida la esperanza y huérfanos de simetría, mi corazón y yo nos arrastramos sofocados por la vida confundiéndonos en las sombras o camuflados entre las multitudes.
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