Compuesta por más de cien piezas procedentes en su mayor parte de la Biblioteca del propio Museo –una de las más importantes en este ámbito gracias a la adquisición de la colección de cartillas de Juan Bordes, que se sumó a las de las bibliotecas Madrazo y Cervelló y a otras compras individuales–, la muestra propone un recorrido por estas cartillas de estampas basadas en la figura humana que revolucionaron el sistema de enseñanza del dibujo en los talleres de los artistas, las Academias de Bellas Artes y los hogares de los aficionados al arte.
Las cartillas de dibujo, también conocidas como cartillas de principios, surgieron en Italia en los primeros años del siglo XVII y se expandieron rápidamente por el resto de Europa. Su novedad consistía en el empleo del grabado como medio para compilar diferentes modelos que permitieran a los alumnos aprender a dibujar sin la presencia y la supervisión directa del maestro. El cuerpo humano se convirtió en el principal objetivo a plasmar, y para hacerlo con la mayor corrección se pensó en un método de fragmentación de la figura en múltiples elementos que permitiría a los aprendices progresar desde lo particular a lo general, de lo sencillo a lo complejo y de la línea de contorno al volumen.
Las cartillas comenzaban con las partes del rostro –ojos, boca o nariz– para continuar con los brazos, manos, piernas y pies, y finalizar con los estudios de figuras completas. Esta herramienta didáctica se convirtió en un material pedagógico de gran alcance capaz de transmitir un método y unos prototipos determinados, a la par que el estilo concreto de algunos artistas.
Su condición material, el papel, unida a su uso intensivo en los talleres, academias y hogares particulares, ha motivado que sean pocos los ejemplares que hayan llegado a nuestros días y su propia consideración como instrumentos formativos no ha reconocido su mérito artístico, por lo que frecuentemente han pasado desapercibidos, aun cuando en muchas ocasiones sus autores sean renombrados pintores, escultores y grabadores.
Maestros y discípulos
Cualquier aspirante a artista, fuera de la disciplina que fuera, inevitablemente debía comenzar sus estudios por la práctica del dibujo. Gracias a algunos escasos ejemplos visuales presentes en singulares estampas de mediados del siglo XVI, en las que se representan distintas escenas de taller, sabemos que los aprendices de más corta edad eran aquellos que empleaban sus horas en memorizar y copiar de forma repetitiva los modelos de principios facilitados por sus maestros –bien fueran en forma de dibujos o de estampas. Y así, a medida que los discípulos avanzaban en destreza y cualidades, pasaban a ejercitarse por medio de la copia de vaciados en yesos y del natural.
Con la llegada de las cartillas de dibujo esta praxis se vio parcialmente alterada, puesto que la supervisión por parte del maestro dejó de ser tan directa y presencial y, lo que es más interesante, el número de aspirantes a aprender a dibujar se incrementó considerablemente, ya que el aprendizaje no quedó limitado al entorno de los artistas y los talleres, sino que se extendió tanto a aficionados como a particulares que desde sus hogares podían aprender a dibujar siguiendo tan solo las directrices e instrucciones presentes en las cartillas. De esta manera, la premisa de “aprender a dibujar sin maestro” se vio cumplida.