La empuñadura era de madera tallada. Y aunque el dibujo era indescifrable después de haber pasado por tantas manos, siempre me había parecido muy bella.

Mi padre nunca me había permitido abrirla, pero en ese momento le dijo a Santi que intentara hacerlo. Los dedos regordetes de mi hermano no pudieron por más fuerza que hicieron. Entonces la abrió él. La hoja plateada apareció como un pequeño rayo sobre su mano. Mi hermano dio un respingo.

– Está bien que le tengas respeto, pero nunca miedo –dijo mi padre mientras guiaba el índice de mi hermano para que acariciara la hoja. –Nunca por aquí –le dijo enseñándole el filo.

– ¿Puedo tocarla? –pregunté ansiosa.

– No, esto es cosa de hombres –sentenció papá.

– ¡Santi no es un hombre! –protesté yo.

– Pero algún día lo será. Y entonces heredará esta navaja que yo heredé de mi padre y mi padre de mi abuelo.

Yo no entendía por qué las chicas no podíamos tocar las navajas ni heredarlas. Y cuando lo pregunté, papá me miró como si estuviera preguntando una tontería sin pies ni cabeza.

Desde aquel año, en cada uno de los cumpleaños de Santi, se repetía el ritual. Mi hermano intentaba abrir la navaja, no lo conseguía y entonces papá lo hacía por él y le enseñaba cómo acariciarla.

– Una navaja es como una mujer hermosa –le decía a veces–. Debes cuidarla mucho y debes acariciarla con cuidado porque te puede hacer daño.

El día en que Santi cumplió los doce, consiguió abrirla él solo. Papá se puso contento como si hubiera sido capaz de guardar el ganado sin ayuda, cosa que aún no sabía hacer. En cambio, yo llevaba haciéndolo desde los once sola y sin protestar.

– Ahora que puedes abrirla comenzaré a enseñarte a usarla.

Presencié cada una de las lecciones que mi padre le dio a Santi. Cómo cortar una soga, cómo conseguir un esqueje impecable para injertar las viñas. Cómo tallar una pieza de madera. Cómo rebanar un trozo perfecto de queso. Cómo limpiarse el barro de las botas. Cómo clavar con gracia su punta sobre la mesa de madera y dejarla allí junto a la mano derecha como signo de poder.

Era evidente que a mi hermano no le interesaba nada de todo aquello. Y además le daba bastante miedo intentar semejantes proezas. En cambio, a mí me fascinaba.

Papá nunca llegó a entregar su navaja formalmente a Santi. Murió el invierno anterior a que él cumpliera los dieciocho. Una neumonía lo acorraló en alguna madrugada de esas en que salía a trabajar pisando la escarcha con sus botas. Y él se negó a tratarse hasta que ya fue demasiado tarde.

Mi hermano, que nunca había querido llevar la vida que llevábamos, se marchó de casa en cuanto cumplió los dieciocho. Dejándome a mí el peso de una responsabilidad que no sabía cómo sobrellevar y llevándose la navaja, como si de verdad alguna vez le hubiera importado.

Han pasado cinco años desde entonces. Creo que he hecho un gran trabajo. He ido paso a paso, he aumentado la cantidad de cabezas, y estamos consiguiendo unas cosechas cada vez más solicitadas de nuestros viñedos.

Santi regresa de vez en cuando, y me mira con pena. No cuenta mucho de su vida en la ciudad, pero intenta convencerme de que lo deje todo y me vaya con él.

Me pregunto por qué siento que tengo que permanecer aquí, como un gesto de lealtad a papá, que en realidad nunca me tuvo en cuenta. Me lo pregunto más por costumbre que por otra cosa. Porque estar aquí es mi elección.

Últimamente noto a Santi muy desmejorado. Pálido, tan delgado que pareciera que apenas puede sostenerse en pie. Sé que está enfermo. Y sé que en el bar del pueblo rumorean sobre él y esa enfermedad nueva que ataca a los homosexuales. Pero no me animo a preguntarle.

Él, en cambio, me preguntó los otros días por mamá. Nunca lo había hecho. Y papá se cuidaba muy bien de no mencionar nunca lo ocurrido. Tuve que contarle que mamá había muerto durante el parto, el día en que él había nacido. No pude darle detalles. Yo tenía apenas cuatro años entonces. Pero había visto y escuchado lo suficiente como para saber lo ocurrido.

Santi lloró en silencio mientras me escuchaba. Siempre lo había sospechado, me dijo. Yo le cogí las manos. Las suyas suaves e impecables. Las mías agrietadas, llenas de heridas y con barro bajo las uñas.

Esa fue la última vez que vi a Santi. Un chaval joven de mirada triste vino a comunicarme su muerte unos meses después. Lo hizo con toda la dulzura y todo el dolor que solo una persona enamorada puede llevar dentro.

Traía la navaja de mi padre. Que Santi le había rogado que me la entregara, cuando llegara el momento.

– ¿El sabía que el momento iba a llegar?

El chaval asintió con tristeza.

– Ambos lo sabíamos

Cogí la navaja y la abrí sobre la mesa de madera. Su hoja brilló como un pequeño rayo entre mis dedos. Que parecían los dedos de papá.

– Él te admiraba mucho –dijo el chico.

Acaricié la hoja, la talla de la empuñadura, sopesé su figura. Como si fuera una mujer delicada a la que había que cuidar.

– ¿Te quedas a cenar conmigo? –le pregunté sacando una pieza de queso que guardaba en la alacena.

Tenía que empezar a poner en práctica tantas lecciones aprendidas.

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