Nacido en Buenos Aires, Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo estudió en sus primeros años en Suiza e Inglaterra. Su familia se había trasladado a Europa en 1914 y residido en España entre 1919 y 1921, año en que todos regresaron a Argentina.
De regreso a su país de origen participa con Macedonio Fernández en la fundación de las revistas Prisma y Prosa y firma el primer manifiesto ultraísta. En 1923 publica su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires, y en 1935 Historia universal de la infamia, el volumen de relatos que lo ubica entre los autores a los que seguir.
Durante los años treinta su fama crece en Argentina. Por entonces su actividad se amplía con la crítica literaria y la traducción de autores como Virginia Woolf, Henri Michaux y William Faulkner.
Es bibliotecario en Buenos Aires de 1937 a 1945. Posteriormente conferenciante y profesor de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires, presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, miembro de la Academia Argentina de las Letras y director de la Biblioteca Nacional de su país desde 1955 hasta 1974. Dos años después de ese nombramiento perdió definitivamente la vista como consecuencia de un proceso congénito del que ya había sido víctima su padre.
Borges utiliza un personal estilo enraizado en la interpretación de conceptos como el tiempo, espacio, destino, sueño y realidad. La simbología que utiliza remite a los autores que más le influencian -Shakespeare, Thomas de Quincey, Rudyard Kipling o Joseph Conrad-, además de la Biblia, la Cábala judía, las primigenias literaturas europeas, la literatura clásica y la filosofía.
A pesar de ser más citado como prosista (Ficciones, El Aleph), la poesía forma parte esencial de la obra borgiana, con títulos como El otro, el mismo; Elogio de la sombra; El oro de los tigres, La rosa profunda o La moneda de hierro, y libros en los que se mezclan prosa y verso como La cifra y Los conjurados.
Eterno aspirante al Nobel que nunca le fue otorgado, su obra se vio reconocida en numerosas ocasiones, como en 1961, con el Premio Formentor otorgado por el Congreso Internacional de Escritores, que compartió con Samuel Beckett, y en 1979 con la concesión del Premio Miguel de Cervantes. Murió en Ginebra, donde está enterrado, en los días finales de la primavera de 1986.
En la obra de Borges, agnóstico declarado e hijo de padre ateo y madre católica, la figura de Cristo aparece con frecuencia desde una perspectiva doble: el Cristo histórico y el forjado por la tradición cultural. Como dejó escrito, no creía en el Cristo hijo de Dios, sino en el hombre que fue Cristo.
Días de Semana Santa apropiados para rescatar este conmovedor Cristo en la cruz, fechado en Kyoto en 1984 e integrado en el volumen Los conjurados publicado un año más tarde.
Cristo
en la cruz. Los pies tocan la tierra.
Los tres maderos son de igual altura.
Cristo no está en el medio. Es el tercero.
La negra barba pende sobre el pecho.
El rostro no es el rostro de las láminas.
Es áspero y judío. No lo veo
y seguiré buscándolo hasta el día
último de mis pasos por la tierra.
El hombre quebrantado sufre y calla.
La corona de espinas lo lastima.
No lo alcanza la befa de la plebe
que ha visto su agonía tantas veces.
La suya o la de otro. Da lo mismo.
Cristo en la cruz. Desordenadamente
piensa en el reino que tal vez lo espera,
piensa en una mujer que no fue suya.
No le está dado ver la teología,
la indescifrable Trinidad, los gnósticos,
las catedrales, la navaja de Occam,
la púrpura, la mitra, la liturgia,
la conversión de Guthrum por la espada,
la Inquisición, la sangre de los mártires,
las atroces Cruzadas, Juana de Arco,
el Vaticano que bendice ejércitos.
Sabe que no es un dios y que es un hombre
que muere con el día. No le importa.
Le importa el duro hierro de los clavos.
No es un romano. No es un griego. Gime.
Nos ha dejado espléndidas metáforas
y una doctrina del perdón que puede
anular el pasado. (Esa sentencia
la escribió un irlandés en una cárcel.)
El alma busca el fin, apresurada.
Ha oscurecido un poco. Ya se ha muerto.
Anda una mosca por la carne quieta.
¿De qué puede servirme que aquel hombre
haya sufrido, si yo sufro ahora?