La soledad y la nostalgia vertebran la producción poética de Ernestina de Champourcin y Morán de Loredo. Largo nombre y apellidos para la hija del barón de Champourcin, abogado y aristócrata monárquico y tradicionalista pero de claras tendencias liberales que transmitió esa sensibilidad a aquella niña indistintamente educada en español, inglés y francés, tres lenguas que manejó con soltura desde la infancia, algo entonces muy poco frecuente. De hecho, los primeros escritos fruto de una creatividad precoz surgieron en francés como consecuencia de las lecturas de Víctor Hugo, Lamartine, Musset y Paul Verlaine.
Ya en Madrid, donde la familia se había trasladado en 1915, Ernestina publica a los 18 años sus primeros poemas en las revistas Manantial y La libertad y tres años después participa muy activamente en el Lyceum Club Femenino creado por María de Maeztu y Concha Méndez con el objetivo de integrar a la mujer en la vida política, social y cultural de aquella España.
Se autocalificaba “lectora compulsiva empapada de Rubén Darío, San Juan de la Cruz, Concha Espina, Amado Nervo, Teresa de Jesús, Valle-Inclán y, sobre todo, Juan Ramón”. La lectura de Platero y yo le convirtió en una incondicional del poeta de Moguer, al que tras enviarle un ejemplar de su incipiente En silencio sin que éste respondiera, acabaría por conocer en unas jornadas en La Granja de San Ildefonso, iniciando con él y con Zenobia Camprubí una amistad de por vida. Pronto Juan Ramón se convertiría en el fundamental valedor de la escritora.
Casada el 6 de noviembre de 1936 con Juan José Domenchina, también poeta, que actuó como secretario de Manuel Azaña durante la guerra, Ernestina había entrado en contacto con buena parte de los integrantes de la Generación del 27, entre ellos García Lorca, Salinas, Cernuda, Guillén, Alonso y Aleixandre, y en ese ambiente entró de lleno en la obra de autores que hasta entonces desconocía, como Keats, Shelley, Blake y, posteriormente, Yeats.
Como crítica literaria colaboradora habitual en los periódicos El Herado de Madrid y La Época, en 1926 publica En silencio (1926), al que seguirán Ahora (1928), La voz en el viento (1931) y Cántico inútil (1936). Da idea de que su obra tiene eco el que fuera, con Josefina de la Torre, las dos únicas mujeres incluidas por Gerardo Diego en su Antología de Poesía Española publicada en 1934.
Pocos meses antes de julio de 1936 publicó La casa de enfrente, su única novela completa, pues no llegó a concluir Mientras allí se muere, interesante obra que describe su experiencia como enfermera en la Guerra de España, una contienda que marcaría un antes y un después en su existencia.
Siguiendo a su marido en sus funciones de secretario político de Azaña, abandonó Madrid y, en sucesivos saltos, viajó a Valencia, Barcelona, París y Toulouse, hasta que en 1939 el escritor y diplomático Alfonso Reyes, director de la Casa de España en México, invitó al matrimonio a instalarse en aquel país, en donde fijaron el definitivo lugar de su exilio y Ernestina trabajó como traductora e intérprete para el Fondo de Cultura Económica y la Asociación de Conferencias Internacionales.
En México, en donde Domenchina falleció en 1959, Ernestina se sintió como en casa y no regresaría a España hasta 1972. Allí daría a imprenta Presencias oscuras; Cárcel de los sentidos; El nombre que me diste; Hai-kais espirituales; Cartas cerradas y, el mismo año de su retorno, Poemas del ser y del estar.
Ya en España publicaría poemarios cargados de nostalgia en los que no pocas veces asoma el sentimiento de la vejez que se le aproxima. Es el caso de Primer exilio; La pared transparente; Huyeron todas las islas; Los encuentros frustrados; Del vacío y sus dones y Presencia del pasado, publicado tres años antes de su fallecimiento en Madrid el 27 de marzo de 1999 a los 93 años.
Honda, musical y contenida, su obra cubre diferentes etapas que van de una inicial exaltación de la solidaridad y el compromiso con lo social, a una fase media profundamente mística que coincide con su estancia mexicana. Y un ciclo final, acaso el más intenso de su poesía, en el que el amor se sitúa siempre en primer plano, marcado por la nostalgia, las pérdidas, el paso del tiempo y la visión de un futuro al que, pese a la inminencia del final, no deja de mirar con esperanza y serenidad.
Rescatamos, por ser un
ejemplo muy claro de la hondura de su voz, Sólo
allí:
Tú no sabes qué lejos.
¡Nadie sabe qué lejos!
Encima de las nubes, detrás de las estrellas,
al fondo del abismo en que se arroja el día,
sobre el monte invisible donde duerme la luz.
Sólo allí podrá ser. Sólo allí tocaremos
la verdad que tortura nuestras frentes selladas.
Sólo allí se abrirán como flores de aurora
aquellas lentas noches de amor en desvarío.
Nuestras manos lo piden tendidas al espacio
en un sordo anhelar que no engendra clamores,
nuestras plantas lo exigen tercamente aferradas
a las huellas que el viento indómito destroza.
El horizonte huye robando a cada hora
la secreta delicia que presagia el milagro.
Hay briznas de prodigio en todos los instantes
y el mundo, ciego, arde con vibración de altar.
Arrodilla tu fuerza. No hay glorias presentidas.
Palpita en certidumbre la carne de los sueños.
Si acunas la belleza que tu fervor concibe
florecerá en tu muerte su exacta encarnación.