Ernesto Mendoza me ha pedido que no publique nada sobre los casos abiertos hasta que no se resuelvan. Me ha convencido enseguida: si vamos radiando nuestras averiguaciones podríamos estar dando información de más precisamente a quienes estamos buscando. Así que de momento no contaré nada nuevo sobre el caso que hemos llamado La falsa adivinanza para niños. Debo reconocer que me aventuré sin tener en cuenta que la realidad es a menudo más lenta que la ficción; no se resuelve un caso de estos en una semana.
Así pues, hoy les hablaré de las curiosas reflexiones de mi compañero de piso sobre la tecnología, un tema sobre el que hemos estado charlando gracias al email que nos envió Jorge, uno de nuestros lectores.
El sábado pasado amanecí con el bajón de la decisión del Gobierno de mantenernos en la Fase 1 y seguir encerrados en casa, sin poder salir del municipio, sin poder bajar a nuestras añoradas terrazas a tomar el aperitivo.
Desde la cama, remoloneando, buceaba con el móvil en las noticias del día, revisaba los memes que me enviaban por whatsapp y volvía a chequear el correo para ver si había recibido algún mensaje nuevo. Vi el de Jorge, que me enviaba una serie de preguntas para Mendoza. Le respondí a cada una de ellas dándole mi opinión, pero luego tuve la oportunidad de charlar con mi amigo y conocer directamente sus puntos de vista.
La pregunta de Jorge sobre el tema que nos ocupa era doble: ¿Mendoza considera los avances tecnológicos (internet, inteligencia artificial, telecomunicaciones…) como una ventaja para su trabajo o un inconveniente? ¿Hasta dónde cree que llegará el desarrollo de la tecnología?
Les confieso que consideraba a mi buen amigo como un nostálgico, crítico con el presente y temeroso del futuro, rival del big data y defensor de la pura observación humana. Así le contesté a Jorge, pero después Ernesto Mendoza se me presentó como un hombre adelantado a nuestro tiempo y ansioso por descubrir nuevos avances. Aquella mañana, después de salir a comprar algo de comida, volví a casa y me encontré a Mendoza tirado en el suelo del salón.
—¿Qué?, ¿haciendo unos abdominales? —bromeé.
—Sí, sí, justo —ni me miró al responder—. ¿Tú sabes por qué la vecina de arriba no quiere que sepa nadie que su novio está en casa?
—¿Ahora eres una portera?
—Es que me sorprende que un brillante estudiante de Ingeniería, seguro de sí mismo y sin necesidades económicas haya huido de la casa de sus padres para encerrarse y dejarse dominar de esta manera… Ni siquiera puede tocar la guitarra. Permíteme que me siga sorprendiendo que un ser humano elija voluntariamente vivir oprimido y carente de libertades.
—¿Pero a qué viene todo esto? ¿Y de qué conoces tú a la vecina? Ni siquiera sabía que tuviera novio.
—Santi, a menudo te digo que debes observar, pero en realidad cualquiera de los sentidos nos ayuda a conocer el entorno. El oído nos da mucha más información de la que crees.
Me resistí momentáneamente a preguntarle por la información que había obtenido su oído y que le había llevado a conocer tanto de nuestros vecinos de arriba. Llevaba en la cabeza la pregunta de Jorge y, después de dejar la compra en la cocina, le pregunté a bocajarro:
—¿Cuáles son tus principales razones para preferir que la tecnología no siga evolucionando?
—Renunciar a la evolución de la ciencia y la tecnología es como preferir que el hombre siguiera viviendo en las cavernas —me dijo—. ¿Acaso no tomo fotografías, no uso el microscopio, no vigilo las redes sociales, no aprovecho la enciclopedia mundial que es la red? Vaya estupidez. No soy un amish, Santi, aunque reconozco que respeto su coherencia.
—Pero, ¿te acuerdas del caso del neoludita que quemaba almacenes de ordenadores? Juraría que entonces decías que la tecnología era una amenaza. Pensaba que lo veías como algo peligroso porque tal vez pueda llegar a hacer lo que tú haces, incluso más rápido — admití.
—¿Lo que yo hago? —preguntó él con evidente desdén—. ¿Te refieres a pensar? ¿O acaso estás hablando de tomar las piezas de un puzzle y unirlas con cierta agilidad? Ah, no, espera, imagino que lo que querías decir es que yo puedo “a-di-vi-nar” el futuro, ¿no? Eso tan mágico que ahora puede hacer Google, “a-di-vi-nan-do” la publicidad que quieres ver o las noticias que quieres leer o el tiempo que hará mañana en tu pueblo o la duración del trayecto en coche hasta tu casa.
Reconozco que, después de tantos años de soledad, su soberbia hasta me agrada. Me irrita también, por supuesto, pero me alegra disfrutar y sufrir de nuevo a mi brillante amigo. Por momentos incluso renuncio a intentar corregirle o reprenderle.
—Llegará un momento en el que meteremos la información de un crimen en un ordenador y podrá darnos todos los detalles. ¿Qué será de nosotros? —insistí.
—Llegará un momento en el que dispondremos de información personal de cada individuo, como las huellas dactilares, y será casi imposible para los malos escapar de la justicia; eso dijeron, Santi. Y luego alguien apuntó: con el desarrollo de la investigación genética ningún criminal quedará libre. Un pelo, una gota de sangre, un poco de sudor, microscópicos restos de piel…
—Vale, vale, lo he entendido. Todo eso existe y aun así sigues siendo más preciso que la policía científica. Sin embargo —pensé en ese instante—, siempre has sido muy crítico con los avances tecnológicos que afectan a nuestra libertad.
—No, no, no, no —acompañó sus palabras con un movimiento de izquierda a derecha de su mano con el dedo índice estirado—, no te equivoques. Yo no soy contrario al desarrollo y fabricación de un cuchillo extraordinariamente bien afilado. Soy contrario a que alguien lo utilice para cortarme el cuello. Pero la culpa no es del cuchillo. El liberticidio no lo comete la tecnología sino los gobernantes que la utilizan para controlarnos.
Eterno debate sobre el uso que el ser humano hace de sus propias invenciones, claro. Vi una puerta abierta para conocer las previsiones de Mendoza de cara al futuro. ¿Cómo pensaba él que serían las cosas en unos años? Y me contó su teoría sobre el doble cerebro.
—Imagina la siguiente secuencia y dime si la ves factible y, más allá, probable.
—Venga.
—Una empresa tecnológica desarrolla un dispositivo con forma de gafas cuyas “lentes” son monitores que te muestran la información que quieres en cada momento.
—Vale, unas Google glass, ¿no?
—No sé qué es eso, pero el concepto encaja con ese nombre. Entonces tienes unas gafas que, digamos que conectadas por wifi o bluetooth, pueden servirte la información deseada. Imagina que, como un asistente de voz, un altavoz inteligente, le das órdenes a las gafas. “Gafas, dime el tiempo que hará mañana en Segovia”, y en la pantallita te muestra el resultado.
—Perfectamente factible. Igual ya existe —le dije.
—Bien. Vamos a avanzar. Imagina que en lugar de por voz, las gafas están conectadas directamente a tu cerebro, a tus pensamientos y…
—Hombre… —le corté—. Has dado un salto que no sé…
—Bueno, olvidé con quién estaba hablando; disculpa, Santi. Tengo que ir dando pasitos más pequeños para que me puedas seguir —no oculté un gesto de desprecio—. Veamos, imagina que las gafas, las Google glass como las has llamado, en lugar de reaccionar a tu voz, algo que hace unos pocos años te habría parecido tan imposible como lo que te acabo de decir, pero bueno… Eeehhh, ¡calla, que me pierdo! —yo no había abierto la boca—. Te decía: imagina que en lugar de reaccionar a tu voz, el dispositivo lo hace en función de los movimientos de tus ojos.
—Creo que ya hay cosas así.
—¡Bien! Entonces por ahí podemos pasar al siguiente punto. Esas gafas, como ocurre con las que corrigen la vista, también podrían tener su versión como lentes de contacto, ¿no? Unas lentillas que te muestran información directamente dentro del ojo.
—Supongo que sí —asentí.
—Me detengo ahí un momento. ¿No te parece ya eso revolucionario? ¿Cómo vas a hacer un examen? ¿Cómo vas a actuar sabiendo que cualquier cosa que hagas o digas puede ser grabada o rebatida al instante? ¿Cómo vas a enamorarte? Ya nunca sabrás en qué se basa lo que te dice el de enfrente: en sus convicciones o en lo que está viendo en redes sociales al tiempo que habla contigo. Si ahora tú tuvieras un cacharro de esos podrías decirme en tiempo real que yo hace 23 años dije no sé qué o que hay un estudio de la Universidad Johns Hopkins —me sonreí porque sabía que no escogía al azar la universidad— que contradice lo que te estoy contando.
—Sí, suena un poco a Black Mirror —empezaba a ser inquietante.
—Tampoco sé lo que es eso —olvidaba que mi amigo ha estado ocho años en coma—, pero da igual. Déjame ir más allá. Los gestores de la información que está disponible en Internet elegirán, como ya hacen, qué te muestran primero; es decir: elegirán qué verdad te muestran.
—Madre mía, qué distopía…
—Vamos más allá: esas lentes te permiten pagar en el supermercado, como ahora el móvil; te permiten abrir la puerta de tu casa, arrancar tu coche, enviar un mensaje… ¿Y si también te sirven como identificador? Imagina que es tu nuevo DNI y que siempre debes llevarlas puestas, bajo riesgo de ser acusado de un delito grave. Te geolocalizan y además queda grabado todo lo que pasa en tus ojos. “Ya no habrá delitos sin culpable”, nos dirán. Porque ese otro cerebro será, por un lado, la memoria oficial y, por otro, el que piense por ti y tome decisiones, aunque tengas la ilusión de que tú eres dueño de tus actos. Ni lo somos ahora ni lo seremos nunca, pero cada vez menos.
Desde luego, sí que podía ver la lógica que me presentaba Mendoza, y asusta.
—Lo que me preocupa no es el avance de la tecnología —me aclaró—, lo que me preocupa es la gigantesca estupidez humana que permitirá y aplaudirá la involución de derechos y libertades con la que van a esclavizarnos unos pocos hijos de puta con afán totalitario.
—¿Este gobierno? —aunque nunca hablamos de política, no pude reprimirme a conocer su opinión.
—Este, por supuesto. Está dando pasos de gigante ya. Y cualquier otro también. En general, ningún gobernante puede resistirse a un paraíso de control de la sociedad. Incluso los mejor intencionados se sentirían cómodos haciendo “lo que tienen que hacer” por el bien del pueblo, aunque el pueblo no se dé cuenta. El mejor concepto político, sociológico y filosófico de los últimos tiempos es el del pensamiento único. Lo único que diferencia a las dictaduras con las democracias hoy en día es que unas disimulan menos que otras su autoritarismo.
—Pero siempre nos quedará el arte y la cultura como refugios de la sensibilidad humana y… —traté de buscar pequeños territorios de optimismo.
—Y una mierda —sentenció Mendoza—. Y una mierda más grande que tú. Vaya por delante que yo no sé qué es el arte, pero hay algo que me intriga y me atrae del arte: a cada uno le puede gustar algo distinto, porque sus neuronas interactúan de diferente manera ante los mismos estímulos, y provocan la generación de más o menos hormonas: oxitocina, dopamina, serotonina… Miramos con distancia a Corea del Norte como mirábamos con distancia a los virus de los chinos, pero a donde vamos es a un mundo en el que el mismo cuadro generará en toda la sociedad la misma reacción; el mismo libro gustará o no a todos por igual; la misma pieza musical enamorará o no con la misma intensidad a cada uno de nosotros… Los que opinen distinto serán raros y tendrán problemas.
—Pues yo creo que el ser humano siempre tendrá la capacidad de discrepar y de encontrar aliados en la discrepancia. No creo que seamos todos tan borregos.
—Ah, ¿no? Muy interesante —se acarició la barbilla—. Santi, ¿te has dado cuenta de que la maquinaria informativa está logrando que en pocas semanas nuestra sociedad haya permitido el ataque a la libertad más brutal de la Historia y que la mayoría de la gente mire mal al que no lleva una mascarilla puesta?
La conversación fue derivando hacia la química del cerebro, el tema favorito de Mendoza. Pero en algún momento volvimos a la tecnología y me alertó sobre el poder de la inteligencia artificial, que podrá determinar a priori qué campañas de publicidad funcionarán, qué historias serán virales, qué películas, discos, libros, exposiciones… triunfarán. Y Mendoza lo describió de manera que me recordó la cita de Félix Rodríguez de la Fuente con la que hemos comenzado este capítulo.
—Si este confinamiento te parece una cárcel, no eres consciente de la prisión en la que nos están encerrando los políticos con ayuda de la tecnología: vivimos en cárceles mentales cada vez más pequeñas con la ilusión de libertad, una especie de Matrix muy sutil pero descabellado.
Y de ahí pasó a recordarme el caso de la galerista ninfómana, una aventura subida de tono que el Mendoza de los mejores tiempos resolvió con rapidez y lascivia. Mendoza me liberó de casi 24 horas encerrado y encadenado por una dominatrix adoradora del impresionismo. Era otro tipo de cárcel, sí.
Ahora, perdido en la improvisación semanal, y acariciando ya, por fin, el momento en el que Madrid pasará a la Fase 1, me pregunto por dónde avanzar: ¿qué les interesa a ustedes?
Una lectora me ha sugerido que volvamos a dar a elegir canciones para crear la banda sonora de este Misterio por entregas. Ya lo hicimos hace años, ¿recuerdan? Yo les daba tres opciones cada semana y ustedes elegían.
Pero tal vez prefieren saber más sobre el pensamiento de Ernesto Mendoza. Podría limitarme a conversar con él y transcribir semanalmente un resumen de nuestros diálogos. O también podría buscar mis notas del pasado y contarles casos resueltos que se quedaron sin contar en nuestra etapa anterior. Ayúdenme. ¿Qué opinan?
Les dejo aquí abajo tres opciones de cara a la semana que viene. Pueden darme sus opiniones aquí mismo, en los comentarios, o a través del correo electrónico: santiagolucano@gmail.com.
Escritor de ustedes. Para ustedes. Con ustedes.
Opción 1. Casos del pasado: El caso de la galerista ninfómana
Opción 2. Música: Sweet dreams are made of this (Marilyn Manson)
Opción 3. Pensamiento: La política según Ernesto Mendoza