Pongamos por caso que me llamo Ernesto Ferrero y me dispongo a escribir sobre un viajero, que también se llama Ernesto, y que va a tomar un autocar que le llevará a su pueblo natal.
El tal Ernesto saluda al conductor y le enseña el billete. Mira dentro y ve que no hay demasiada gente. Busca un asiento libre y se acomoda.
El autocar emprende la marcha y Ernesto empieza a leer un libro de relatos de un tal Ernesto Ferrero. Lo adquirió en una librería cercana a la parada. El viajero Ernesto Ferrero se lo compró porque le pareció curioso que él y el escritor Ernesto se llamaran exactamente igual.
El libro tiene un título que tiene algo de críptico: Vidas incompletas.
Empieza a leer el primer relato:
Un tal Ernesto
Ernesto Ferrero nació en el bonito pueblo de Granda, con sus casas encaladas y sus callejuelas empinadas. Tuvo una infancia más o menos feliz y una adolescencia nada brusca, repleta de amigotes y también de diversos amoríos en forma de bonitas y agradables muchachas.
Ernesto piensa que hay dos coincidencias que le sorprenden: que el nombre del pueblo sea el mismo, Granda, y que tanto él, como el escritor y el protagonista se llamen todos igual. Extrañado, echa una ojeada al libro y comprueba que sólo tiene siete relatos. Los seis primeros empiezan igual, aunque con títulos diferentes. Sólo el último relato empieza diferente.
Pero todo cambió cuando a los dieciocho años decidió no trabajar nunca más. Sus padres se desesperaron con él. Se dedicó a pequeños (y después grandes) robos, extorsiones y algún secuestro, hasta que la Guardia Civil le pilló. Le cayeron cincuenta años. Quizás antes la justicia era más estricta con los pobres. Se marchó llevándose tan sólo un poco de ropa y una fotografía ajada de sus padres. Cuando llegó a la prisión tardó poco en acostumbrarse a esa vida rutinaria, no sin antes tener una importante reyerta con el principal preso capitoste, el de la cara rajada. Sin embargo salió bastante airoso y le dejaron en paz. Ernesto hizo suyas las largas noches insomnes. Al principio llenas de alcohol y al final sólo de libros.
Pronto se ha hecho de noche y Ernesto se prepara para el largo viaje. Se acomoda mejor en el asiento y vuelve a mirar a la gente del autocar. La mayoría se prepara para dormir. Pero él enciende la lucecita para continuar leyendo, mientras el autocar atraviesa las tinieblas sin parar, como un topo.
La verdad era que había un factor crucial que le diferenciaba de todos sus compañeros de celda: Ernesto conocía perfectamente la vida y las obras del gran escritor japonés Hiraoka Kimitake, más conocido por Yukio Mishima. La desmesurada influencia que el autor de El marinero que perdió la gracia del mar ejerció sobre Ernesto hizo que éste tomara una decisión muy importante: se suicidaría el día que cumpliera cincuenta años. Ahora sólo tenía veinticinco. Si se portaba bien, saldría de la cárcel antes de los cincuenta.
Muchos días y muchas noches pensó sobre la muerte de Mishima: le impactaba que este hombre se hubiera practicado el rito ancestral del seppuku (vulgarmente llamado hara-kiri) ante un numeroso público. Le fascinaba también como había sido capaz de moldear un cuerpo perfecto y musculoso a partir del que tenía y del que siempre se avergonzó. Ernesto se maravillaba también de su literatura y de la defensa encarnizada de los valores tradicionales japoneses. El tal Ernesto pensó entonces que él también haría lo mismo que Mishima. Pero lo tendría más fácil que él: se daba un plazo de veinticinco años para elegir qué muerte deseaba. Estaba convencido de que el declive de las personas empezaba a los cincuenta años. Obsesionado por esta idea y por su continuo rechazo a la vida, leyó un montón de libros que le informaban sobre métodos de quitarse la vida, sobre las motivaciones, sobre las creencias en la otra vida y sobre personas famosas que se habían ido por propia voluntad. Se informó sobre el rápido suicidio de Hemingway, sobre el ahogamiento de la Woolf y también muchos otros: London, Árguedas, Montherlant. También se interesó sobre la sífilis consentida que cogió Nietzsche habiendo elegido una chica infectada de un prostíbulo, lo que le llevaría a la locura y a la muerte. Tampoco se cansó de leer a Emil Cioran, el más teórico de los suicidas y el más práctico anti-suicida de todos.
Ernesto se ha quedado dormido el resto de la noche. Ahora, que ya ha amanecido, el autocar se ha detenido en un buen restaurante de carretera para que la gente desayune. Pasada media hora, el autocar reemprende la marcha con un nuevo conductor. Ernesto se vuelve a sentar en el mismo sitio y continúa el relato.
Los años pasaron rápidos y rutinarios. Sin ningún tipo de sorpresa. Sólo se rompió la monotonía de la prisión el día que su padre le comunicó por teléfono la muerte de la madre, su querida madre. Lo sintió mucho, pero no quiso ir al velatorio ni al entierro.
Él sólo pensaba de qué manera se quitaría la vida: ¿un rápido disparo en la boca?, ¿correr en sentido contrario al tren que le vendría de cara? ¿o tirarse de un octavo piso simulando que volaba? Planificó más de cien maneras de morir. Pensó en tantas que llegó a amar la muerte tanto como a despreciar la vida, su vida. Por fin ésta cambió cuando, por buena conducta, hicieron que tuviera que abandonar la cárcel. Le soltaron. Tenía cuarenta y nueve años, sólo le quedaba su padre y sólo sabía robar o leer. No quiso volver a Granda y prefirió quedarse en la gran ciudad. Allí buscó trabajo. Sólo encontró una faena de peón de albañil. Luego alquiló un piso bastante cochambroso, pero que era más que suficiente para él. Sin embargo añoraba la cárcel: allí estaba seguro y su territorio estaba bien delimitado.
El primer autocar ha llegado perfectamente a su destino: la capital de la provincia. Ahora Ernesto debe coger el segundo que le llevará directamente a Granda. Sube, paga, busca un nuevo asiento y continúa leyendo.
El tal Ernesto esperó pacientemente el gran día de su muerte durante casi un larguísimo año, aunque todavía no tenía decidida del todo la forma de morir. La obsesión de Ernesto se volvió más frenética a medida que se iba acercando el gran día. Finalmente decidió como moriría: iría a la Plaza del Ayuntamiento, insultaría a la alcaldesa y cuando ésta saliera al balcón se rociaría de gasolina y se prendería fuego, a lo bonzo. Sería una muerte impactante que, seguramente, saldría en la prensa. A él, sin embargo, le daría igual.
El día antes del gran día, Ernesto estaba muy nervioso. Era un día muy caluroso del mes de octubre. Acabó de preparar el mortero para los albañiles con la hormigonera, mientras pensaba que nada de este mundo podría impedir que se suicidara mañana. Miró el sol y pensó que se reía de él. Pasó la mañana trabajando y se fue a almorzar. Comió poco: una ensalada César y poco de lomo de cerdo asado. Por la tarde, volvió a ir a trabajar. Preparó una nueva argamasa para los albañiles que estaban arreglando la fachada. Pero toda una serie de desgraciadas coincidencias hicieron que un ladrillo resbalara de la mano de un albañil, que rebotara contra la red del andamio, luego contra un tablón, de nuevo a la red y que, finalmente, fuera a parar justo al centro de la cabeza de Ernesto, que estaba debajo y que se acababa de quitar el casco, porque el sol apretaba mucho. La muerte fue fulminante: quedó tendido en el suelo con la cabeza destrozada. La sangre salía a borbotones e insultaba al sol. La finalidad obsesiva de Ernesto, sin embargo, había sido alcanzada: sólo habían variado las circunstancias, un pequeño error de cálculo de tiempo y, evidentemente, la motivación.
El tal Ernesto pega un brinco en su asiento. Le ha sorprendido el final del relato. Él sabe que ese relato que acaba de leer es casi una descripción de su propia vida, solo que con el final cambiado. Está muy aturdido e intrigado. El autocar llegará pronto a Granda y se encontrará con su padre, que le espera. Sin embargo, sabe que tiene el tiempo justo para comenzar el último relato, que dice así:
Usos de la máquina del tiempo
Un viaje se vive 3 veces:
cuando lo soñamos,
cuando lo vivimos,
y cuando lo recordamos.
ANÓNIMO
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El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el Comité de Lectura selecciona los relatos finalistas de entre los recibidos antes del 31 de mayo, que se irán publicando en hoyesarte.com. Este es el caso de Un tal Ernesto, nonagésimo sexto cuento preseleccionado.
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