― ¿Espera usted el tren?
― Pues sí, contestó Enrique encontrando la pregunta bastante tonta, mientras sonreía vagamente, por mera cortesía.
― ¿El de las 8.20?
― Sí, señor, el de las 8.20.
― Y… ¿ le importaría cederme su turno?
― ¿Mi turno? ¿Mi turno de qué?
― Ya me entiende…
A Enrique le pareció la pregunta impertinente, pero se trataba de un señor de edad y bien trajeado, y estas circunstancias influían siempre positivamente en las respuestas de Enrique.
― Pues no, no le entiendo. Yo tengo mi billete, aventuró al azar.
― ¡Ah!, que tiene usted billete…
Les interrumpió la llegada de un joven que caminaba apresuradamente. Vestía una chaqueta de terciopelo violeta y se anudaba un fular turquesa al cuello. Lucía una flor en el ojal, una especie de girasol, y llevaba el pelo largo. Intentaba parecer bohemio, pero solo lograba parecer desaliñado.
― ¿Están para el tren de las 8.20?
― Sí, contestó el señor mayor, pero este joven tiene billete.
Enrique no entendía nada.
― ¿Es que ustedes no tienen?
― Verá joven, continuó el señor del traje, mirando a su alrededor con disimulo, es que nosotros no vamos a montarnos. Nosotros venimos a tirarnos a la vía.
― ¿Qué me dice?, exclamó Enrique estupefacto. Pero, ¿los dos?
― Bueno…de momento sí. Si no viene nadie más….
Una señora de cierta edad apareció con paso vacilante. Llevaba un traje malva y un bolso marrón. Al llegar a su altura preguntó suavemente:
― ¿Esperan el tren de las 8.20? ¿El último, por favor?
― Soy yo, creo, dijo el joven bohemio.
― Pero, ¿usted también va a tirarse?, preguntó Enrique. Pero, ¡¿ por qué todos aquí?!
― La estación es más confortable que las de los alrededores, dijo el señor bien trajeado.
― Y el café es mejor, añadió la señora.
― No veo qué pueda importarles el café en sus circunstancias, dijo Enrique.
― Pues hombre, siempre reconforta tomarse uno antes…o incluso después, dijo la señora.
― ¿Cómo después?, repuso Enrique. ¿Es que hay un después?
― A veces ―dijo el señor trajeado― hay…accidentes…
― Pues a eso han venido, ¿no?, respondió Enrique, a un accidente…
― De eso nada, joven ―siguió el caballero― cuando las cosas se planean bien lo accidental es que no sucedan como estaba previsto.
Enrique tuvo que estar de acuerdo ante la lógica aplastante del caballero trajeado. Siempre le convencía.
― Bueno, ―siguió el señor del traje― ¿me cede usted el sitio o no?
― Pero ¡¿qué sitio?!, casi gritó Enrique.
― ¡Pues este!, en el que se ha puesto usted, que es el mejor. O al menos podría cedérselo a la señora. Va a tener que caminar por todo el andén con esos tacones…
― ¡Pues que no se los hubiera puesto! Es estúpido calzarse de ese modo para venir a esto. Las mujeres siempre haciendo tonterías.
― ¡Me está discriminando!, exclamó la señora casi al borde de las lágrimas.
Entretanto habían llegado tres personas más, pero en lugar de acercarse, hicieron corrillo un poco más lejos, mirándoles con aire suspicaz. Uno de ellos preguntó al bohemio:
― ¿Qué pasa por ahí?
― Nada, aquí… el señor, que se ha puesto nervioso.
― Yo no estoy nervioso, contestó Enrique, es que vienen ustedes con esto de los sitios y de los turnos y toda esta locura…
Otro del corrillo que se había acercado a escuchar volvió con su grupo.
― ¿Que pasa ahí?, le preguntaron sus compañeros.
― Nada ―respondió― uno…, que se quería colar.
Enrique empezó a preguntarse cómo iba a acabar aquello. Un hombre gordo, con abrigo de cheviot, se acercó resoplando.
― Buenas tardes, dijo.
Enrique se atrevió a preguntarle:
― Y usted, ¿por qué va a hacerlo?
― Oh, nada personal, solo negocios. Van mal, muy mal. Hoy mismo había quedado con un comisionista de Sabadell que me ha protestado tres letras. Así no tengo que darle explicaciones.
― ¿Y usted?, le dijo a la señora.
Esta bajó los ojos tímidamente y musitó:
― Un desengaño amoroso.
― ¿La dejó su novio?
― Peor. Después de cuatro años de amor apasionado, de hacerle feliz, de quererle como no quise a ningún hombre, va… y me propone que me case con él.
― ¿A eso llama usted un desengaño?
― Pues claro. Es evidente que ya no me quería, que se aburría conmigo, y que quería casarse solo para poder echarse una amante y engañarme, como hacen los demás. Una mujer sabe cuándo un hombre ha dejado de quererla.
― A lo mejor quería simplemente formar un hogar…
― ¡Ah! ¿Insinúa usted que además de no amarme lo que quería era una cocinera?
― Y ¿no se le ocurre otra forma más apacible de acabar? Barbitúricos, desangrarse en la bañera tranquilamente…
La señora enrojeció un poco y contestó:
― Es que a mí siempre me gustó Anna Karenina.
― ¿Y usted?, preguntó al señor trajeado.
― ¿ Yo? Tradición familiar. Mi tío abuelo se pegó un tiro en el casino de Montecarlo. ¡Aquellos eran tiempos! Pero dilapidó la fortuna familiar en la ruleta, y aquí me tiene usted, tirándome al tren en una estación de tercera categoría ¡Para esto hemos quedado!
Solo faltaba el joven bohemio. Enrique le miró interrogante. Él se sintió aludido.
― Yo es que soy poeta.
Enrique le sonrió compasivo.
― Claro, no vende usted un libro.
― ¡Qué va! Tengo un éxito más que regular. Pero este es el empujón que necesita mi carrera. Lo hago por consejo de mi editor.
Todos estuvieron de acuerdo en que sería un espaldarazo. El gordo volvió del corrillo frotándose las manos y mirando a Enrique:
― ¡Qué! ¿se anima usted?
― ¿Yo? ¡Ni hablar!
― ¡No me diga que no tiene usted problemas!
― Bueno, como todo el mundo…
― Pues mejor ocasión no va a encontrar, carita de nardo ―dijo guiñándole un ojo. Buen lugar, buena compañía…
― ¿Es usted casado?, quiso saber la señora que quería ser Anna Karenina.
― Pues sí. Y no quisiera hacerle esto a mi mujer.
― Pero, ¿cómo que no? ―dijo el gordo― ¡menudo peso le va a quitar usted de encima!
― ¿Hijos?, preguntó el señor trajeado.
― Sí, cuatro, ya mayorcitos.
― Uf, lo que le digo. Menudo favor les va a hacer. Además, parece usted una persona de orden. Probablemente hasta tiene un buen seguro de vida…
Enrique reconoció que así era.
― Pero no sé, todo esto me parece frío ―dijo Enrique―, y escandaloso, en un sitio público…si fuera en mi domicilio…
― Pero, ¿qué dice? ―terció el gordo― ¿le parece mejor ese lío? Los comentarios de los vecinos, la casa pateada por una cuadrilla de polis, el juez de guardia… Eso no se lo perdona su mujer en la vida. Ande, ande, capullito de alhelí, no se haga de rogar.
― Venga, no se hable más, nosotros le indicamos ―dijeron el gordo y el del traje cogiéndole cada uno por un brazo.
― ¿Aquí no hay empleados ni revisores ni nada?, dijo Enrique resistiéndose un poco y arrastrando los pies.
― Sí, sí, aquí hay de todo, dijeron empujándole hacia el borde del andén.
Como invocada por sus deseos apareció una tranquilizadora presencia uniformada: el jefe de estación. Llevaba un grueso abrigo abrochado hasta la barbilla, y la gorra reglamentaria de visera charolada. Un gran silbato dorado colgaba de su cuello.
― ¡A las buenas! ―saludó a todos alegremente. Veo caras nuevas.
― Sí, contestaron a coro, este señor, que se ha animado de repente.
― Muy bien, dijo el jefe de estación, eso falta aquí: sangre nueva. ¡Y nunca mejor dicho!
Riéndose por lo bajo se acercó a la campana dispuesto a dar entrada al tren.
Venga, venga, colóquese aquí, así, saque un poco las puntas de los pies del andén, un poquito más…
El señor trajeado le sujetaba firmemente por el codo. El gordo rodeaba sus hombros amistosamente. El tren entró con estrépito, un fragor de chatarra inundó la estación, los frenos chirriaron.
Lo último que oyó Enrique fue:
― ¡A la de tres!
Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocaron la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros y cuyo plazo de presentación de relatos concluyó el pasado 31 de mayo.
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