Integrado por Pere Gimferrer, Olga Merino, Raquel Taranilla, Elena Ramírez y Enrique Vila Matas, el jurado del Premio Biblioteca Breve 2021, al que concurrieron más de mil originales, argumentaba su concesión por unanimidad a Trigo limpio, –al que ya dedicamos en hoyesarte.com el artículo Los pasadizos a la infancia y la fabulación literaria firmado por José González Núñez–, por ser “una novela que narra con asombrosa agilidad y desde el humor la fascinación por la infancia perdida en un barrio periférico, así como la naturaleza de la fabulación literaria a través de pasadizos que conectan las lecturas que todos llevamos dentro”.
En la presentación del libro premiado, la directora editorial de Seix Barral, Elena Ramírez, comentaba: “En un año en que los libros nos han acompañado, ayudándonos a vivir aquello que la pandemia nos negaba, tiene sentido que el jurado reconozca en Trigo limpio la capacidad de Juan Manuel Gil de devolvernos la sonrisa, de borrar las fronteras entre realidad y ficción, de contagiarnos la fascinación por la lectura del autor y sus personajes. Juan Manuel se ríe de lo literario desde un libro muy literario”.
[El narrador sin nombre de esta historia se encuentra con otros chavales jugando un partido de fútbol cuando se les escapa la pelota, salta una verja y rompe a correr por la pista de un aeropuerto justo en el momento en que un avión se dispone a aterrizar. Sucede un verano, a las puertas de su adolescencia, y persigue desesperadamente un balón que el viento de levante quiere arrebatarle para siempre mientras sus amigos le jalean.
Veinticinco años después de aquel frenético incidente que cambiará sus vidas, cuando aquellos hechos parecen ya doblados y ordenados en algún lugar de la memoria más lejana, el narrador recibe un inesperado y desconcertante mensaje. Simón, uno de sus mejores amigos en aquellos días, y del que no sabe nada desde entonces, le envía un correo electrónico para hacerle una propuesta: ¿Por qué no escribes sobre nosotros? Pero en un mensaje posterior Simón se arrepiente de su encargo y le pide que olvide. A partir de ese momento, el narrador, empujado por la obsesión de hallar la semilla de su próximo libro, se empecina en seguir el rastro de Simón y descubrir por qué ya no quiere que escriba su historia].
Como una falsa novela de detectives, Trigo limpio sigue los pasos de un escritor dispuesto a cualquier cosa para darle forma a la novela perfecta mientras investiga sobre un pasado que poco se parece a lo que recuerda de su infancia perdida en un barrio periférico. Un juego literario en el que el lector está invitado a conectar las piezas de un hábil rompecabezas.
“Lo peor que se le puede hacer a un escritor es invitarle al olvido porque le obliga a apelar a la memoria y en un escritor apelar a la memoria es apelar a la imaginación”, puntualiza Juan Manuel Gil. “A partir de ahí se inicia un proceso que podríamos llamar detectivesco en el que el narrador va a buscar a ese amigo del que no sabe nada para saber qué ha sido de él, cómo le ha ido la vida. Pero con un afán un tanto inquietante que le dé el material necesario para lo que intuye que va a ser una buena novela. En ese sentido, el narrador se muestra despiadado porque pone por encima de cualquier otra cosa el poder tener entre manos lo que más anhela, como es la escritura de una historia. Es pues una falsa novela de detectives pues no es una novela negra al uso, pero sí tira de algo que siempre me ha fascinado como es el suspense. Pongo delante del lector una serie de preguntas para que siga pasando páginas en busca de algunas de las respuestas”.
– Ha escrito usted una novela en la que los límites entre el narrador y el autor, entre la literatura y la vida están bastante diluidos, ¿no cree?
Sí. En realidad, al lector sólo tiene que ponerle un pedacito de realidad para que se sienta cómodo. A partir de ahí, si se cree todo lo que le cuentas, se convierte en un cómplice. La verdad está sobrevalorada en literatura cuando no es algo indispensable. Siempre se habla de ficción como si fuera un sinónimo de mentira, cuando la ficción es una verdad literaria. En periodismo la verdad es una exigencia, un compromiso, un añadido ético, pero en literatura la verdad no es necesaria. Otra cosa es la necesidad de crear una verdad literaria. Yo procuro contar una verdad literaria y le digo al lector qué le voy a contar y con qué reglas, que puede aceptar o no. En ese sentido, repito, la verdad me interesa en la vida, pero mucho menos en lo literario. La verdad me interesa como un material más del que puedo hacer uso en la confección del libro, pero no es un fin en sí mismo. Y, en efecto, se diluyen las fronteras entre el narrador, el autor, los personajes y entre la realidad y la ficción. Juego a borrar las fronteras entre unos y otros con el objetivo de que se genere una verdad literaria nueva. En ese afán intento llevar al lector a un espacio de alucinación. Es la sensación que yo tengo con aquellos libros que más me interesan y que consiguen abstraerme completamente. Que me alejan del espacio y el tiempo en el que estoy leyendo para zambullirme en el espacio y el tiempo de lo que estoy leyendo.
– ¿Quién es Huáscar, el personaje central de su libro, por el que usted confiesa una especial debilidad?
Es un personaje que todavía tiene cosas que decirme y del que puedo seguir aprendiendo. Huáscar representa en la novela la fascinación, el enigma. Esa gran pregunta que tiene que haber en todo libro y para la que necesitamos muchas páginas sin que tengamos la garantía de que vayamos a encontrar la respuesta. Huáscar simboliza eso y mi amor por la literatura escrita y también la oral. Esa etapa de la preadolescencia en la que cualquier relato oral supone una puerta a la aventura y a la imaginación. En ese sentido tiene para mí un poder metafórico muy importante, pues hace que el lector esté continuamente preguntando quién es ese personaje y qué reclama, qué quiere del lector. Cuando escribía el libro yo también me preguntaba qué quería Huáscar de mí. Me he divertido mucho confeccionando ese personaje.
– ¿Siente su literatura como una especie de juego con el lector?
La literatura tiene una parte muy importante de juego. En ese juego no pretendo zarandear al lector como un pelele, sino contar con su complicidad. Y la manera que tengo de contar con esa complicidad pasar por ofrecerle un libro de instrucciones. Le aviso al lector de cuestiones que van a venir en la historia. Es algo deliberado. Tenía muy claro cuando la escribía que me lo estaba pasando tan bien que, si en algún momento del proceso de escritura dejaba de divertirme, pararía. Tuve la fortuna de que ese pasármelo bien duró hasta el final y eso me hizo pensar que tenía alguna opción con el lector de cara a que también se lo pasase bien al leerla.
– Habla usted del ‘principio de asombro’, ¿a qué se refiere?
Me refiero a que necesito seguir asombrándome con lo que va a seguir ocurriendo en la novela. Tengo la sensación de que si yo supiese lo que va a ocurrir en la última página ese asombro desaparecería. Además de escritor, necesito ser el primer lector de mis libros.
– ¿Trigo limpio busca o rehúye la nostalgia?
La infancia está muy asociada a la nostalgia. La miramos con unos ojos a través de los que es fácil incurrir en la idealización y la idealización en literatura me interesa muy poquito. Me interesa mucho más la mala leche, el cinismo, la escala de grises, lo que está sucio, lo que está mezclado, lo que no es trigo limpio. La incomodidad es un ingrediente importante en literatura porque de ella nacen preguntas y considero que cada libro es una pregunta o un puñadito de preguntas. Como escritor también necesito incomodar. No me ha resultado muy difícil alejarme de la nostalgia porque además de no interesarme, tampoco tengo un recuerdo nostálgico de mi infancia. Mi infancia era vibrante, pero también violenta. Los niños siempre tienen esos duros códigos. La recuerdo salvaje y trepidante, a veces implacable. A veces corríamos para divertirnos, a veces para huir. Mi infancia no es un tiempo al que me gustaría volver y ese relato que guardo en mi memoria hace que de una manera natural no la pringue de la melaza de la nostalgia. Decir que aquellos tiempos son los mejores que los de ahora no sé si es incurrir en una mentira, pero desde luego es una imprecisión. En aquellos tiempos una tarde de verano podía ser más larga que un verano entero y teníamos que salvarla como fuera y hacer de aquello un episodio fascinante. No nos bastaba con que el día anterior hubiera sido bueno, lo que importaba era el ahora. Como escritor creo que sigo teniendo algo de aquello. Necesito que cada tarde sea en mi escritura mejor que la anterior.
– ¿Considera que se ha abusado de la autoficción?
No sé si se puede hablar de abuso. Pero si se abusa de algo es porque el lector lo demanda. Soy un gran lector de autoficción. Cervantes en El Quijote se sirve de la autoficción para escribir una parodia. He leído maravillosos libros de autoficción y considero el potencial paródico, humorístico, divertido, que ofrece un género que habla por naturaleza del mismo escritor. Prefiero un concepto de la literatura que está más cerca del sentido del humor que de la solemnidad. La solemnidad no me suele emocionar. Me suena a algo hueco, a cáscara, a armadura y, sin embargo, el humor me permite desnudar, aproximarme a preguntas que en mi vida resultan nucleares, me permite ser crítico y cariñoso. El humor es para mí fundamental porque considero que para ver llorar a alguien basta con darle un buen pisotón, pero para hacerle reír hay que armar algo más suspicaz. La autoficción me ofrece algo muy propio para ejercitar el humor.
– ¿A quién lee y por quién se siente influenciado?
En Trigo limpio he intentado rendir tributo a libros que me han marcado. Soy filólogo de formación y siempre he disfrutado con los grandes clásicos de la literatura que estaban cargados de humor. Como profesor de Lengua y Literatura me sigue fascinando contarle a los alumnos el poder que tiene la parodia y la ironía de libros como El lazarillo de Tormes o La Celestina, por supuesto El Quijote, o La familia de Pascual Duarte. Pero si tengo que mencionar a algún autor que me haya cautivado por su voz narrativa, en la que el humor es un elemento imprescindible, tengo que hablar de Antonio Orejudo, del que admiro su manera de mirar la vida a través de la literatura. Ese continuo alejarse de la solemnidad me ha marcado muchísimo.
(Así lo dice, así lo piensa quien transmite una irrefrenable pasión por la literatura. El hombre que asegura que cualquier persona que haga suyas las lecturas adecuadas es muy improbable que fracase en esto de vivir. Tomen nota. Acérquense a su Trigo limpio. No se arrepentirán).
Desde Almería
Juan Manuel Gil nació en Almería en 1979. Formó parte de la primera promoción de residentes de la Fundación Antonio Gala. Con su primer libro, Guía inútil de un naufragio (2004), obtuvo el Premio Andalucía Joven de Poesía. Desde entonces se ha centrado en la novela: Inopia (2008), Las islas vertebradas (2017) y Un hombre bajo el agua (2019). Es autor, además, de dos volúmenes de difícil clasificación: Mi padre y yo. Un western (2012), que le valió el Premio Argaria, e Hipstamatic 100 (2014), una recopilación de textos en los que mezcla vida y actualidad.