En el nacimiento y evolución de ambas disciplinas científicas tuvo un papel decisivo el establecimiento de la teoría microbiana o «teoría germinal de las enfermedades infecciosas» por parte del químico francés Louis Pasteur, apoyada en sus propios trabajos experimentales y en los del médico alemán Robert Koch.
La teoría microbiana establecía que toda enfermedad infecciosa tiene su causa (etiología) en un germen o microorganismo patógeno con capacidad para propagarse entre las personas, además de ser el causante de procesos químicos, como la descomposición y los procesos de fermentación.
Previamente, el investigador francés, aplicando de forma rigurosa el método científico, había refutado definitivamente la teoría de la generación espontánea de los organismos vivos, que se remontaba a los escritos aristotélicos y todavía seguía viva no solo en una buena parte de la población, sino también en la mente de muchos médicos.
Las principales consecuencias prácticas de la teoría microbiana de la infección fueron:
– el establecimiento de la mentalidad etiopatológica, junto a la anatomopatológica y la fisiopatológica, en la asistencia a los enfermos (definitivamente la etiología de las enfermedades infecciosas quedó centrada en los microbios),
– el rápido progreso de la higiene y la sanidad públicas,
– el avance de la asepsia y la antisepsia, que dio lugar a la profilaxis quirúrgica, el desarrollo de la terapéutica antimicrobiana (primero con Paul Ehrlich y más tarde con Alexander Fleming) y
– el progreso de la vacunación.
Sin embargo, la teoría microbiana de la enfermedad infectocontagiosa había sido intuida previamente por algunos perspicaces autores a lo largo de la historia, siendo los primeros testimonios de los que se dispone los correspondientes a los escritores grecorromanos del siglo I a. C. Marco Terencio Varrón y Tito Lucrecio Caro, quien en su obra eternamente viva De rerum natura dice:
“Hay gérmenes de numerosas sustancias que nos dan vida y, al contrario, es innegable que vuelan por el aire muchos gérmenes de enfermedad y de muerte. Cuando un azar o accidente ha reunido estos últimos e infectan el cielo, el aire se hace pestilente”.
Un salto histórico hasta el Renacimiento lleva hasta al médico italiano Girolamo Fracastoro, quien, a mediados del siglo XVI, defendió en su obra De Contagione et Contagiosis morbis que la sífilis y otras enfermedades infecciosas, como la peste, la viruela y el sarampión, eran causadas por diminutos “gérmenes” o “seminarias” y se transmitían de persona a persona.
No obstante, únicamente sería tras la invención del microscopio por Antoine van Leeuwenhoek en la última parte del siglo XVII cuando pudo comprobarse la existencia en el aire, en la tierra y en el agua de una asombrosa variedad de pequeñas formas de vida o criaturas a las que se denominó “animálculos”.
Entre la obra de Lucrecio y la de Fracastoro se sitúa la del polifacético médico andalusí Ibn Jatima, quien en la recta final del Medievo aventuró la teoría, compartida con su amigo y colega Ibn al-Jatib, de que la peste se transmite a través de “organismos minúsculos que pasan de un cuerpo a otro”, adelantándose a sus colegas de la Europa cristiana en la hipótesis del contagio microbiano y en la importancia del aislamiento y otra serie de medidas higiénicas y preventivas en el transcurso de las epidemias. Dice Ibn Jatima:
“El resultado de mi larga experiencia es que si una persona se pone en contacto con un paciente inmediatamente se ve atacada por la epidemia y experimenta los mismos síntomas”.
¿Quién fue Ibn Jatima?
Existen pocos datos biográficos acerca de Ahmad Ibn Jatima. Los comentarios más extensos acerca de su vida y quehacer se deben al polígrafo contemporáneo Ibn al-Jatib y a los historiadores árabes posteriores Ibn al-Qadi y Al-Maqqari. Su amigo y visir del reino de Granada, Ibn al-Jatib, le dedica grandes elogios en varias de sus obras y epístolas:
“Es un sabio al que todos piden consejo; conocedor de todas las ramas del saber, polifacético en su ciencia, de inteligencia aguda, justo en sus opiniones y penetrante en sus juicios. Frecuenta las reuniones de los intelectuales y se distingue por su buena escritura, su buen carácter y su facilidad para improvisar versos. Es la belleza de las bellezas del Al-Andalus (…). A su muerte se apagaron las estrellas brillantes; los que iban bien guiados, se vieron perdidos; a la viveza de espíritu, sucedió la somnolencia…”.
Aunque no existe un acuerdo general, los estudios más recientes señalan como la fecha más probable de su nacimiento en la ciudad de Almería la del año 1300; su muerte habría ocurrido en esa misma ciudad en el año 1369 (Jorge Lirola). No se tiene noticia de que tuviera descendencia, pero sí un hermano, Muhammad Ibn Jatima, excelente escritor muerto prematuramente.
Se sabe que tuvo como maestros a los también almerienses Ibn Luyun y Al-Balafiqui, que se dedicó a la enseñanza de la lengua árabe y de otras ciencias, fue secretario (katib) de los gobernadores de Almería, actuó como notario, formalizando contratos, y ejerció como lector del Corán y maestro de sus enseñanzas (muqrí) en la mezquita mayor de Almería. Su etapa de madurez personal, literaria y científica se produjo durante los reinados de Yusuf I y Muhammad V.
Se tiene constancia de su aversión a los viajes, pero frecuentó las tertulias literarias y las reuniones de intelectuales en la corte granadina, en las que era apreciado por su inteligencia y bondad. Además de gramático y filósofo, Ibn Jatima fue poeta, historiador, médico y compuso obras de los más variados géneros.
Como poeta, es autor de un Diwan de poesías, compuesto entre 1337 y 1338, en el que recurre al empleo de figuras retóricas, como la aliteración silábica al final de un verso, e incluye mecanismos tales como juegos de sonidos, caligramas, enigmas con números y letras, versos recortados del papel y otras aportaciones que parecen adelantarse no ya a su época, sino al surrealismo.
Según Soledad Gibert, las moaxajas constituyen lo más depurado de su obra poética, “por su musicalidad extraordinaria, su espontaneidad y dulzura”.
En el campo histórico, es autor de la obra titulada Ventajas de Almería respecto a los otros territorios de al-Andalus, que se encuentra perdida en la actualidad, aunque se tiene noticia de ella por Ibn al-Jatib, Ibn al-Qadi y Al-Maqqari.
Como médico, su obra principal y más importante es Logro del objetivo propuesto en la aclaración de la enfermedad de la peste (conocida como el Tratado de la peste de Ibn Jatima o el nombre reducido de Tahsil), dedicada a la famosa epidemia de peste bubónica del siglo XIV, cuyo azote él vivió personalmente en la ciudad de Almería entre 1348 y 1350.
Se conocen tres manuscritos de la obra, el principal de los cuales es el que se conserva en la biblioteca del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, que ha sido traducido recientemente al español por Luisa Mª Arvide Cambra.
Ibn Jatima conocía la doctrina hipocrática acerca de la salud y de la enfermedad y se muestra como un galenista convencido: el equilibrio humoral (sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra) es el principio de la salud y su desequilibrio es el causante de la enfermedad.
Asimismo bebió en las fuentes de Ibn Sina (Avicena), cuyo Canon fue desde el siglo XI el tratado de mayor autoridad en todo el mundo islámico y occidental, y hace suyos muchos de sus planteamientos acerca de la enfermedad en general y del contagio en particular, aunque no lo cite de manera explícita.
Sus principales relaciones fueron con otros dos médicos del reino de Granada: el ya mencionado Ibn al-Jatib y Muhammad al-Shaquri, con quienes compartió muchas de sus teorías acerca de las enfermedades epidémicas, los hábitos higiénicos y la alimentación y estilo de vida saludables.
La peste negra en Almería y el pensamiento de Ibn Jatima
La “peste negra” o “muerte negra”, a la que se atribuye el principio de la “unificación microbiana del mundo”, al asolar a los tres continentes hasta entonces conocidos: Europa, Asía y África, cambió el orden social, económico y político del mundo, marcando un nuevo rumbo en la historia de la humanidad. De acuerdo con el gran historiador árabe Ibn Jaldún:
“La terrible peste se desató contra la humanidad, tanto en Oriente como en Occidente, asolando los países y llevándose parte de nuestra generación. Su oleada destruyó numerosos logros de la civilización. (…) Pueblos y casas se vaciaron, las ciudades se despoblaron, dinastías y tribus se debilitaron. La faz del mundo habitado cambió”. Según los cronistas cristianos, “después del diluvio no hay noticia de una calamidad igual”.
Al parecer la epidemia, que bien podría haberse iniciado durante los años anteriores en la región central de Asia, se extendió rápida y despiadadamente a partir de 1347, a través de la llamada “ruta de la seda” hasta Constantinopla y, desde allí, por todo el territorio europeo, las islas mediterráneas y el norte de África. En los tres años siguientes mató a más de veinte millones de personas en el Viejo Mundo, aunque en China, India y Asia Menor el desastre demográfico seguramente fue todavía mayor. Como afirma Joaquín Villalba en su famosa Epidemiología, en muchos lugares por los que pasó la peste “no dejó la mitad de los vivientes”.
Considerando la opinión de Antonio Carreras y otros estudiosos del tema, la peste se habría introducido en España a finales del invierno de 1348 por los puertos del Mediterráneo, sobre todo de la costa catalana y balear (según las crónicas de la época, Barcelona perdió la mitad de la población y, en Mallorca, “de cien morían ochenta”); desde estos puntos geográficos se expandió rápidamente por todo el litoral y el interior de la península.
Corría el mes de junio de 1348 cuando la peste bubónica atracó en el puerto almeriense a bordo de alguna nave procedente de Mallorca o, quizás, de alguna de las ciudades del norte de África que mantenían relaciones comerciales con Almería. Pronto se propagó por calles y arrabales, atravesó las murallas de la ciudad y se extendió como un reguero de pólvora por todo el reino de Granada, mostrando toda su virulencia hasta finales del invierno siguiente de 1350.
Si tomamos prestadas las palabras de Boccaccio utilizadas en El Decamerón podemos decir que muchos valerosos almerienses, aparentemente sanos, desayunaron con sus parientes, compañeros y amigos, y, llegada la noche, cenaron con sus antepasados en el otro mundo.
La respuesta a la pestilencia fue absolutamente ineficaz en todas partes. Petrarca cuenta que: “Los médicos quedaban estupefactos, sin dar respuesta alguna, los historiadores permanecían mudos y los filósofos se encogían de hombros y guardaban silencio”.
Por eso, no es de extrañar que el refrán castellano que aseguraba que lo más prudente era “huir luego, lejos y largo tiempo” resonara con fuerza en los oídos de la gente.
Sin embargo, esta no fue la actitud de Ibn Jatima. Ni siquiera en los peores días de la epidemia se alejó de su ciudad, siempre trató de dar respuesta acerca de las causas del mal bubónico y, en base a sus agudas observaciones clínicas, propuso consejos prácticos para protegerse del mismo y evitar su propagación, aunque no pudo evitar la muerte de su propio hermano Muhammad.
En febrero de 1349, cuando todavía no se había producido el pico de la epidemia, escribió su Tratado de la peste o Tahsil, motivado, según él mismo cuenta en la introducción del libro, para dar respuesta a las preguntas que un amigo suyo, “al que no le puedo negar nada”, le planteó en relación a la epidemia pestífera.
Un observador agudo, un médico perspicaz
Ibn Jatima fue un adelantado a su tiempo y en varios aspectos predice algunas de las teorías y descubrimientos científicos que tuvieron lugar en los siglos XIX y XX. El más importante de ellos es su anticipación de la teoría microbiana de la enfermedad infecciosa, al plantear que “los vapores o vahos infectados por organismos minúsculos” invaden el cuerpo de la persona afectada causándole la enfermedad y que estos vapores se transmiten de unos individuos a otros a través del aire que se respira y del contacto con los enfermos.
El médico almeriense apostilla que tanto la ciencia como su propia experiencia testimonian todo esto, asegurando:
“El origen y la raíz de esta calamidad es la alteración del aire y su cambio o transformación a una segunda naturaleza. No hay nada que altere y cambie más el aire hacia la putrefacción y la corrupción que los vapores que se desprenden de los enfermos afectados por esta enfermedad, especialmente de la respiración de los enfermos cuando mueren por tener arraigados en sus cuerpos la corrupción y la putrefacción; pues se trata de vapores nocivos, putrefactos y tóxicos que, si algunos de los que tratan y tienen contacto con estos pacientes los inhalan con asiduidad, dejan huella en ellos y éstos se contagian con la misma enfermedad en la medida de su predisposición y la celeridad de su reacción y resistencia (…). Y, de la misma forma que el daño proviene de los alientos de los enfermos cuando respiran, así también proviene de los vapores que emanan de sus cuerpos, aunque no estén bajo su influencia ni sean susceptibles de ellos, y del uso de sus vestidos y de las ropas de las camas en las que pasan el periodo de la enfermedad…”.
De sus palabras se puede establecer una cierta idea del sistema inmunitario y de las diferentes respuestas individuales en función del mismo. Junto con lo anteriormente expuesto, en la respuesta a la cuestión cuatro puede leerse lo siguiente:
“A muchas personas con predisposición a los vapores han influido y han dejado huella con lentitud según la celeridad de reacción que hay en la naturaleza de esas personas y las fuerzas de su defensa y resistencia, y según también los alimentos apropiados e inapropiados que toman”.
Por otra parte realiza una precisa investigación epidemiológica, llevando a cabo un rastreo hasta llegar al lugar exacto de la ciudad por donde había comenzado la epidemia e identifica a la primera familia afectada (“caso cero”) y sitúa como el foco de mayor contagio el zoco de ropa usada:
“Primeramente empezó en un rincón de la ciudad dependiente del barrio de Yabalá, la morada de los pobres y de los indigentes, en una familia de allí conocida como los Banu Dinna. Más tarde afectó a sus vecinos y aumentó gradual y paulatinamente en número hasta alcanzar las afueras y los límites de la ciudad, extendiéndose después a sus confines. Me he enterado de que durante este periodo murieron cada día alrededor de 70 personas”.
En cuanto a la clínica hace una aproximación bastante cercana a la descripción actual de los diferentes tipos de peste: la peste bubónica, que él denomina “los bubones”; la peste pulmonar o neumónica, que describe como “el esputo de sangre”, y la peste septicémica, que nombra como “úlceras negras”. Asimismo, hace una descripción de la sintomatología que se ha podido comprobar como bastante acertada, y afirma que:
“Lo más asombroso que la reflexión y la consideración me han puesto de manifiesto es que quien trata y tiene contacto frecuente con algún enfermo afectado por esta desgracia, ciertamente enferma y aparecen en él los mismos síntomas: si aquel escupe sangre, él también escupirá sangre; si aquel tiene anginas, él también las tendrá; si a aquel le aparecen bubones en las axilas, a él le sucederá lo mismo; o si a aquel le salen úlceras en el cuerpo, él también las padecerá. Incluso sus familiares sufrirán en común la misma enfermedad y unos síntomas parecidos. Si la enfermedad es mortal, ellos también morirán y si se salvan, correrán la misma suerte”.
De acuerdo con las recientes conclusiones del doctor Manuel Herrera Carranza, otra de sus grandes aportaciones médicas es su anticipación al concepto fisiopatológico de fallo multiorgánico (FMO). Ibn Jatima describe la peste como la consecuencia de la corrupción del temperamento cardíaco, dependiente del humor sanguíneo, y considera que es una fiebre diferente de las demás: “se trata de una fiebre rara y nociva para las acciones naturales que llega al corazón y que luego desde el corazón se extiende invadiendo todo el cuerpo”.
Según Herrera: “Ibn Jatima describe las formas clínicas de la peste como consecuencia de una corrupción del temperamento cardíaco, lo que implica la difusión corporal de un excesivo y anómalo calor innato no atemperado por el pulmón, y de un humor sanguíneo excesivo y también patológico. Como consecuencia de ello se generan desechos y residuos tóxicos que producen una alteración en cadena de otros órganos, lo que bien pudiera considerarse un FMO con resultado final de muerte, interpretación fisiopatológica que se adelanta en siglos a la actual descripción del Síndrome de Disfunción Multiorgánico (SDMO)”.
En cuanto a las medidas para “guardarse y prevenirse de la peste”, Ibn Jatima recomienda el aislamiento, la buena ventilación, el movimiento moderado, el descanso nocturno (“lo mejor es dormir por las noches, como es costumbre, sin excederse”), una alimentación y bebidas sanas, con preferencia sobre determinadas frutas, verduras y legumbres, el pan de cebada, las “carnes jóvenes” de aves y el agua proveniente de fuentes limpias, la depuración del estómago, el vaciamiento de la sangre sobrante (en esto sigue la práctica de la sangría, práctica dominante en la medicina de su época) y evitar todo lo que entristece el alma y atrae la aflicción (“el ánimo triste es un terreno muy propicio para la enfermedad”), procurando “exponerse a la alegría, el gozo de espíritu y el despliegue de las esperanzas”.
En este sentido, Ibn Jatima parece haberse adelantado a las palabras del poeta Miguel Hernández: “¡Pobre cuerpo! (…) no sabe a ratos que postura tomar, y al fin toma la de la esperanza, que no se pierde nunca”.
– No se pierda el ciclo Historia de las vacunas organizado por la Fundación Ciencias de la Salud. Aquí puede consultar todas las conferencias celebradas y las próximas.
Bibliografía
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