Este apasionado y apasionante ensayo explora las motivaciones políticas y religiosas, las amistades y enemistades, y la sed de conocimiento y de poder que impulsaron a estos extraordinarios hombres, protagonistas de una auténtica revolución intelectual.
William Whewell, Charles Babbage, John Herschel y Richard Jones, investigadores de prestigio que llevaron a cabo importantes descubrimientos en distintos ámbitos, puntualiza la autora, “fueron los últimos filósofos naturales, que no sólo estuvieron a la vanguardia de la modernización de la ciencia, sino que engendraron una nueva especie: el científico”.
El pensamiento del escritor, filósofo, abogado y político inglés Francis Bacon (1561-1626), que llegaría a ser canciller de Inglaterra y que la historia acoge como uno de los padres de la concepción de la ciencia moderna, fue guía y motor de aquellos encuentros en los que se abordaba el papel de la observación y del razonamiento en la ciencia y, en definitiva, la necesidad de llevar a cabo las reformas que Bacon había previsto hacía más de dos siglos.
Los revolucionarios
Aunando erudición, rigor histórico y una atractiva capacidad divulgativa, Snyder escribe que en estas reuniones matutinas dominicales los cuatro estudiantes habían dirigido sus jóvenes miradas críticas a la ciencia tal como se practicaba en Inglaterra y les había parecido inaceptable. “Lo que veían era un área de investigación concebida como la tarea privada de hombres ricos y que ni estaba respaldada por la comunidad ni se transmitía a ella. No se pagaba a nadie por realizar investigación científica; las universidades apenas apoyaban los experimentos de sus profesores; los estudiantes no podían siquiera graduarse en ciencias naturales en Cambridge y en Oxford; no había honores, títulos nobiliarios ni recompensas monetarias que premiasen la innovación científica. Dentro de la propia ciencia, raras veces se conocían y se reunían los que la practicaban y nunca celebraban debates públicos sobre su trabajo. Los hombres de ciencia y el público apenas discutían sobre la clase de método científico que debería usarse”.
Para los cuatro amigos era como si el viejo sistema medieval de la alquimia, con sus métodos secretos y sus misterios, sus descubrimientos cifrados mediante códigos y guarismos, sus riquezas reservadas para sus practicantes, mantuviera apresado en sus garras el conocimiento del mundo físico. No tenía nada de sorprendente, pensaban ellos, que la ciencia se estuviese estancando.
Pero en buena medida gracias a aquellas reuniones se llegó a la convicción de que los científicos estaban obligados a reflexionar y comunicar sus métodos.
Los hombres que provocaron esta revolución eran lúcidos y estaban poseídos por el optimismo de la época. William Whewell, pese a su humilde origen, era hijo de un carpintero, se convirtió en uno de los hombres de ciencia más poderosos de la era victoriana. Charles Babbage, el inventor de la primera computadora, pasó la mayor parte de su vida intentando construirla pero murió frustrado sin lograrlo, a pesar de que el Gobierno británico había puesto a su disposición fondos equivalentes al coste de dos buques de guerra de aquellos tiempos.
John Herschel, hijo del astrónomo alemán William Herschel, llegó a eclipsar a su padre como el astrónomo más famoso de la época, siendo además uno de los inventores de la fotografía y un consumado matemático, químico y botánico, y Richard Jones –amante de la buena vida y pieza central de los debates sobre ciencia del grupo– ayudó a que la recién nacida economía política adquiriese el rango de respetable ciencia.
«Estos cuatro hombres consagraron sus vidas a transformar la ciencia –apostilla la autora– y lo consiguieron en una medida asombrosa. Gracias a sus esfuerzos, la ciencia empezó a parecerse mucho más a la materia esencial que en la actualidad es». El Club de los desayunos filosóficos lo demuestra.
El Club de los desayunos filosóficos
Laura J. Snyder
Traducción de José Manuel Álvarez-Flórez
Acantilado
640 páginas
29 euros