Su verdadero nombre era Jan, pero le llamábamos Honza el Checo. Estaba sentenciado a muerte, igual que todos nosotros, por espionaje y miembro de la Resistencia. Cuando no estábamos trabajando permanecía horas mirando al cielo por la única ventana de las cuatro paredes de nuestra barraca, discreto y silencioso como un lagarto, como si quisiera escaparse de su encierro, sin nadie que hablara su idioma ni poder entender el nuestro. No nos considerábamos amigos, simplemente compañeros de infortunio.
Esa galera se había convertido en nuestra casa desde hacía tres años. Éramos un pequeño grupo de franceses criminales, torpes e incultos, excepto el Sr. Meursault 1 quien era hijo de franceses, pero vivía en este país desde casi niño y trabajó en una oficina en el centro de Argel. Él también era un criminal. Había matado un hombre a sangre fría (a tiros), según se comentaba, pero era un hombre educado, tranquilo. Leía y esperaba su ejecución, mientras la Segunda Guerra Mundial aún continuaba.
Francia se había alineado con los nazis bajo el régimen de Vichy, por lo que a nosotros, los criminales, nos enviaron a África. Era preferible estar preso que en el frente, pensábamos todos. Al menos aquí no estábamos al alcance de una bala, y si bien era cierto que las jornadas de trabajo eran extenuantes, también cantábamos tonadas de Édith Piaf, comíamos ratatouille o soupe à l’oignon en las fiestas nacionales, bebíamos vino cuando se podía y teníamos nuestra bandera tricolor en la pared del fondo, ciertos lujos que en aquellos días no mucha gente se podía dar. La prisión parecía la torre de Babel, no todos éramos franceses, habían allí reclusos argelinos, polacos, alemanes, marroquíes, italianos y una gran legión de “rojos” españoles que iban trasladando progresivamente a los llamados campos de internamiento2.
El Sr. Mersault vivía obsesionado con la lectura, parecía como si no le importara otra cosa, incluso ni su propia muerte. Atesoraba entre sus pertenencias varias novelas francesas y un viejo trozo de periódico, amarillento y rasgado irregularmente, del tamaño de una página de diario, con la historia de un asesinato en la lejana Checoslovaquia poco antes de la guerra. Leía y releía ese relato con pasión, comentaba que le parecía un hecho inverosímil, pero al mismo tiempo natural. A veces usaba ese pedazo de diario como marcador para los libros que disfrutaba. La reseña hablaba de Jenik Wojciechowski , quién había salido de su ciudad natal, apenas sin un centavo, para hacer fortuna. Veinte años después regresó acaudalado y de incógnito a su ciudad, queriendo sorprender a su familia dejó a su mujer y su hijo en un hotel, fue al hostal de su madre y pagó por una noche sin revelar su identidad, pero mostrando su dinero.
Pensaba darles la sorpresa al amanecer, pero fue asesinado a martillazos durante la madrugada, mientras dormía, por su hermana y su madre para robarle. Estas se quitaron la vida al saber de la boca de la esposa de Jenik, al día siguiente, a quien habían matado3. Muchos fueron los debates sobre ese artículo en nuestra barraca. Casi siempre era el Sr. Mersault quien impulsaba aquellas tertulias, que no pocas veces se tornaban acaloradas, con relación a si la muerte del viajero había sido merecida o no. Honza nos miraba con ojos de asombro, ponía rostro de empatía al no entender una palabra, y sonreía mientras nos veía discutir.
El Sr. Mersault sentía compasión por Honza, trataba de comunicarse con lenguaje de señas y garabatos en forma de jeroglíficos para entablar diálogos con él mientras comían. Ambos eran muy parecidos, ermitaños, reservados y pensativos, solo que Honza lucía más joven. Muchas veces dijo el Sr. Mersault que le recordaba su infancia, cuando tuvo que aprender el árabe casi por obligación en medio de gente que no hablaba su lengua materna. Se propuso enseñar a Honza el francés como una meta personal para que pudiera entendernos y disfrutar de nuestras conversaciones.
– Será mi último acto de bondad en esta tierra, afirmaba.
Para Honza era un enorme esfuerzo aprender francés, el checo pertenece a una familia de lenguas muy distante de la nuestra, y su áspera pronunciación nada tiene que ver con nuestro musical y romántico acento. Su vocabulario y el nuestro no se acercaban, ni tenían palabras en común, por lo que debía aprender todo obligatoriamente de memoria.
Perdía el entusiasmo muy a menudo debido a la frustración de no pronunciar correctamente o confundir una conjugación, pero el Sr. Mersault era un hombre paciente y persuasivo, se había comprometido a enseñar al checo, no solo a hablar y entender nuestro idioma, sino también a leerlo y quizás hasta escribirlo, por lo que siempre se las ingeniaba para convencer a Honza de retomar las clases.
Poco a poco, el Checo comenzó a decir palabras en francés, y de paso el Sr. Mersault pronunciaba alguna que otra frase en su natal lengua eslava, como en una especie de intercambio lingüístico. Nos dio mucha alegría ver que el empeño del Sr. Mersault comenzaba por fin a rendir sus frutos. Honza ya saludaba en nuestro idioma, contaba hasta cien, describía paisajes y objetos, además de entablar conversaciones básicas con varios de los que compartíamos la barraca. También escuchaba nuestras historias con atención y preguntaba cuando no entendía alguna palabra.
Pasaron los meses y su francés comenzó a sentirse más fluido. Ya reía con nuestros chistes (cosa que me sorprendía) y se atrevía a contar relatos. De esa manera nos enteramos que llegó a Tobruk con un batallón de soldados checos que partió del puerto de Alejandría, que lo habían capturado herido en las cercanías de esa ciudad y esperaba, como todos nosotros, que lo ejecutaran sin previo aviso, si no moría primero de hambre o alguna enfermedad por el exceso de trabajo. Nos contaba orgulloso de su amada tierra, de las maravillosas vistas desde la cima de las teplické skály, un conjunto montañoso de rocas cercano a su ciudad, y cómo las singulares formas de las rocas dieron origen a sus curiosos nombres.
El Sr. Mersault se sentía orgulloso de su alumno, disfrutaba escucharlo narrar en el idioma que él le había enseñado. Honza parecía feliz. Ahora no estaba solo, ya podía compartir su mundo con nosotros. Él mismo le pidió al Sr. Mersault que le enseñara a leer y algunas semanas después hojeaba los libros de su maestro en busca de más vocabulario y sabiduría.
Una tarde en la barraca, después de nuestra jornada de trabajo, el Sr. Mersault quiso mostrarnos cuanto había avanzado su pupilo, en casi un alarde de su magisterio le cedió el fragmento de periódico viejo que guardaba como reliquia para que Honza lo leyera en voz alta.
– Es un relato de tu tierra, léenoslo en francés, dijo con brillo en los ojos. Honza, en su nuevo idioma ya no tan limitado, comenzó a leer el relato del hecho policial en su natal Checoslovaquia. A medida que avanzaban las oraciones, su voz se fue apagando paulatinamente y las palabras se le fueron ahogando en lágrimas, hasta quedar paralizado y sumido en un profundo llanto. Cayó quebrado sobre sus rodillas como si un peso celestial le hubiera golpeado de repente. Todos quedamos petrificados por los inconsolables sollozos de Honza quien solo repetía:
– Je m’apelle Jan Wojciechowski (me llamo Jan Wojciechowski)
Cuando recobró el aliento confirmó que era la historia de su vida. En efecto, era hijo de Jenik Wojciechowski, el hombre del relato. Se hizo un silencio sepulcral. Nos fundimos en un abrazo grupal con Honza para consolarlo. Él no paró de sorprendernos y confesó que no había sido un suicidio. Su francés se volvió tembloroso hasta mezclarse con algunas pinceladas de checo. Se había tomado la justicia por su mano aquella mañana vengando la muerte de su querido padre.
– ¡Perdón!, dijo en tono arrepentido. Yo era muy joven. Al darme cuenta que había matado a mi abuela y a mi tía hui desesperado al sur, abandonando a mi madre, a la que nunca más vi. Allí me sorprendió la guerra, el resto es parte de las historias que les he contado.
Respiró profundo, como quien se quita un inmenso peso de sus hombros y su conciencia, caminó silencioso hacía nuestra única ventana y volvió a contemplar el cielo a través de ella, como si hubiera finalmente escapado de su encierro.
Más sobre el II Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocaron la segunda edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 4.000 euros y cuyo plazo de presentación de relatos concluye el 7 de julio de 2021.
Durante la fase previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha. El relato seleccionado se publicará posteriormente en hoyesarte.com. Este procedimiento se repetirá cada semana, durante las 27 semanas (tantas como las letras del abecedario de la lengua española) comprendidas entre el 2 de enero de 2021 y el 7 de julio de 2021. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.
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Fechas clave
Apertura de admisión de originales: 2 de enero de 2021
Cierre: 7 de julio de 2021
Fallo: 6 de agosto de 2021
Acto de entrega: 21 de agosto de 2021
1. El personaje del Sr. Mersault está inspirado en la obra El Extranjero de Albert Camus.
2. Según los franceses Centres d’Hebergement.
3. La reseña también aparece en la obra de Camus, pero ha sido enriquecida con elementos de ficción.