De Meurisse muchos tuvimos noticia por primera vez de ella al adentrarnos en las páginas de La levedad (2017). Por aquel trabajo inolvidable supimos que esta dibujante de la revista satírica Charlie Hebdo se salvó de ser asesinada como el resto de colaboradores de la publicación porque aquella mañana la alarma del despertador milagrosamente no sonó. Un año después decidió compartir en viñetas el impacto paralizante que siguió a la tragedia, el modo en que trató de superarla y la capacidad sanadora que tuvo el arte para una creadora como ella.

Ahora, Meurisse nos ofrece otro pedazo de vida pero muy diferente, lleno de luz y diversión para recordar y celebrar la fortuna que supuso para dos crías, ella y su hermana, que sus padres decidieran marcharse al campo, a un pueblo de doscientos habitantes y más concretamente a una granja en ruinas con todo por hacer. Allí entre vacas y huertos, gallinas y flores, árboles y mariposas, la mirada de la niña Meurisse encadena un descubrimiento tras otro. Y esa mirada poética y bien cargada de citas y guiños literarios (Montaigne, Zola, Proust…) no empalaga nunca porque sabemos que las ha puesto allí la Meurisse adulta y porque están siempre entreverados de humor; da igual que sea cuando juega a ser arqueóloga, ve nacer y morir a los animales de la hacienda (“en el campo una se acostumbra a la muerte”) o, en general, cuando se deja embriagar por los perfumes, los colores y los sonidos de una naturaleza que puede enfadarse pero que la autora idealiza y recuerda como un parque de atracciones para quien sabe apreciarlo (“el campo es una ludoteca y no lo vemos”).

Dice Meurisse que probablemente la palabra que más se usaba entonces en su casa fuera “esqueje”; coger un esqueje de un lado y confiar en que agarre bien en otro sitio distinto. Ojalá ella haga como hacían sus padres con ramas de hayas y rosales, y continúe seleccionando momentos de su vida para recrearlos en cómics tan redondos como éste.