Hepburn dio el salto desde el teatro neoyorquino al cine californiano a principios de la década de los años 30, pero nunca dejó atrás sus raíces escénicas y durante una buena parte de su carrera de actriz pudo compaginar los escenarios teatrales con los platós de cine. Para Ángel Fernández-Santos, el que fuera uno de los más reconocidos críticos españoles, Kate tenía “una desarmante sinceridad, cercana a la insolencia, que daba aire, al mismo tiempo que a las de una ambición desatada, a las alas de una generosa inteligencia autocrítica: no se consideraba bella y, para lograr sentir que lo era, aprendió a construir de dentro a fuera su enorme y luminosa belleza con el misterioso ungüento de los grandes histriones: el genio de la mutación, que les convierte en dueños del don sagrado de la transfiguración. Y un rostro lleno de imperfecciones –flaco, huesudo, de ojos llorones hundidos, mentón tembloroso y pómulos de calavera– estalló de hermosura”. Ella misma pensaba que tenía “un rostro angular, un cuerpo angular y, supongo, una personalidad angular”, pero, al mismo tiempo, era una profunda conocedora de la técnica escénica y conseguía atraer la atención del espectador de una manera imantada, como muy pocas actrices lo han hecho a lo largo de la historia del cine.
A los 25 años de edad hizo su aparición en la galaxia cinematográfica de manera rutilante, mostrando desde el inicio de su carrera una personalidad distinta, firme y auténtica. Primero protagonizó junto a John Barrymore Doble sacrificio (1932), inicio de su larga colaboración con el director George Cukor, y luego interpretó a una singular aviadora en Christopher Strong (1933), pero, sobre todo, llamó la atención no solo de la crítica, sino también del público, interpretando a una aspirante a actriz en Gloria de un día (1933), por el que recibió el primero de sus Óscar, y en su papel de Jo, la hermana intrépida de Mujercitas (1933).
Madurez y perfección
Tras un período de cierto apagón, le llegó su momento de madurez y perfección artística con La fiera de mi niña (1938), trabajo dirigido por Howard Hawks, en el que compartió protagonismo con Cary Grant, Historias de Filadelfia (1940), protagonizada junto a Grant y James Stewart, y con La mujer del año (1942), en donde salió a relucir la extraordinaria química existente entre ella y Spencer Tracy, el magnífico actor con quien Kate mantuvo una más que interesante colaboración en la pantalla, con películas tan exitosas como La costilla de Adán (1949), y una peculiar relación sentimental durante más de 25 años, que se convirtió en uno de los romances más legendarios de Hollywood, a pesar de que nunca llegaron a convivir. Aun cuando esta relación le llenó de felicidad hasta la muerte del actor, según confesó ella misma en más de una ocasión, el placer del sexo desinhibido parece que lo experimentó no con Tracy, por quien lo habría dado todo, sino en su anterior idilio con Howard Hugues: “Teníamos la edad perfecta para la pasión (…). Fue el mejor amante de mi vida”.
A principios de los años 50, la Hepburn encarnó uno de los principales papeles de su vida, al dar vida a Rose Sayer la misionera solterona, puritana e impertinente, que se deja arrastrar por el río lleno de vida en el que navega La Reina de África (1951), cuyo timón maneja Charlie, personaje interpretado por un inspirado Humphrey Bogart; el rodaje de la película en el antiguo Congo belga parece haber sido uno de los más complicados de la historia del cine, salvado en algunos momentos gracias al sarcasmo y a la intuición de John Huston, así como a la buena relación entre Kate y Bogie.
A mediados de la década se puso a las órdenes de David Lean para dar vida a una turista cuarentona que visita Venecia en Locuras de verano (1955). En los años posteriores, De repente, el último verano (1959), Antonio y Cleopatra (1961 y Largo verano hacia la noche (1962), una de sus películas favoritas, supusieron otras tantas actuaciones desafiantes antes de recibir sus nuevos Óscar por Adivina quién viene esta noche (1968), película en la que además de ella y Spencer Tracy participaron un joven Sidney Poitier y su sobrina Katharine Houghton, bajo la dirección de Stanley Kramer; El león en invierno (1969), que protagonizó junto a Peter O’Toole, y la postrera En el estanque dorado (1981), en el que compartió reparto con Henry Fonda, cinta que marcó prácticamente el fin de su filmografía.
Adelantada a su tiempo
Fuera de la pantalla fue una mujer adelantada a su tiempo, que simbolizó como pocas la modernidad. Era una verdadera atleta, que nadaba en pleno invierno en las aguas heladas del estrecho de Long Island, jugaba al tenis, patinaba, montaba a caballo, paseaba en bicicleta y sabía pilotar un avión. Amante de la naturaleza, de espíritu progresista y segura de sí misma, mostró siempre una gran determinación para desafiar a las convenciones sociales, mostrarse sin tapujos y hacer lo que le apeteciera sin atender a otras voces que las de su instinto, su razón y su deseo. Y fue esa voluntad de hierro y esa actitud de rebeldía las que le permitieron sobreponerse en su juventud al suicidio de su hermano Tommy y a dedicarse al cine y al teatro en contra de la opinión de su familia. Quizás también son el motivo de un planteamiento disfrutón de la vida: “Estamos en pleno enero en el sur de Francia y cobrando por ello. Esta es la mejor vida, ¡aférrate a ella!”, cuenta Anthony Hopkins que le aconsejó durante el rodaje de El león en invierno, la primera película del gran actor británico. Durante mucho tiempo, Kate fue uno de los principales referentes de las mujeres estadounidenses independientes, aunque sus patrones de comportamiento no se atuvieron tampoco a los del feminismo militante.
Dentro del mundo del espectáculo no necesitó disfrazarse de nada para resultar siempre creíble. Mientras otras actrices trataron de sacarle partido a las curvas de sus caderas, a ella no le importó mostrar los ángulos, no solo los físicos de su cuerpo, sino incluso los más obtusos de su personalidad, lo que le creó más de un disgusto con la prensa y con los poderosos estudios de Hollywood, pero nunca se doblegó. Su manera tan resuelta de actuar permitió una nueva visión de los papeles femeninos por parte del público y propició la aparición de un nuevo tipo de actriz: la que no tenía necesidad de artificios.
Quizás su secreto fue el entusiasmo, esa fuerza o “dios interior” que ella convertía en una excitación estimulante tras la pantalla o sobre las tablas de un escenario. Stanley Kramer, que la tuvo por una actriz irrepetible, comentó al respecto: “Trabajo, trabajo, trabajo. Puede trabajar hasta que todos caigan rendidos”. Con más ironía, Luis García Berlanga la definió como “una mujer casi perfecta, de pesadilla”, tras haber leído su autobiografía, publicada en español con el título Yo misma, historias de mi vida (1991), a la que opuso algunos años más tarde un duro contrapunto William J. Mann, novelista y biógrafo de algunas estrellas de Hollywood, en Kate. El lado oscuro de Katherine Hepburn (2007). Entre una y otra quizás podamos encontrar a la actriz para ir avanzando hasta descubrir a la mujer que para actuar no necesitó disfraz.
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