El cinematógrafo desarrollado por los hermanos Lumière tuvo sus antecedentes lejanos en aparatos como la cámara oscura y la linterna mágica y su precursor más inmediato en el kinetoscopio, cuyo diseño se debe a Thomas Alva Edison y su ayudante William K.L. Dickson, aunque por medio queda el misterio (a la altura del mejor guion policíaco) en torno a la desaparición de Louis Le Prince, el inventor francés que se había adelantado a Edison y los Lumière en la grabación de imágenes en movimiento.
Un prototipo del kinetoscopio se mostró por primera vez en mayo de 1891 en los laboratorios que la compañía de Edison tenía en Nueva Jersey; dos años después se llevaría a cabo la primera demostración pública en el Instituto de Artes y Ciencias de Brooklyn. El prolífico inventor mostraría al mundo entero la “máquina que podría hacer para los ojos aquello que el fonógrafo hace para los oídos” algunos meses después, durante la Exposición Universal de Chicago de 1893. Mientras en Francia se desarrollaba el cinematógrafo, en EE.UU. el kinetoscopio comenzó a hacerse popular en fiestas, exhibiciones y atracciones de feria, y su éxito hizo pensar a sus promotores en abrir salas especializadas donde el público pudiera contemplar el nuevo invento (el propio Edison abrió en Brodway el Kinetoscope Parlor en 1894).
El kinetoscopio era una especie de “caja negra” con un agujero destinado a la visión individual de escenas (bandas de imágenes sin fin). El aparato, construido en madera, tenía forma alargada vertical y en su interior disponía de una serie de bobinas sobre las que corrían 14 metros de película en un bucle continuo. La película (había sido inventada por George Eastman poco tiempo antes), en movimiento constante, pasaba ante una lámpara eléctrica y por debajo de un cristal ampliador colocado en la parte superior de la caja. Entre la lámpara y la película había un obturador de disco rotatorio, perforado con una estrecha ranura, que iluminaba cada fotograma tan brevemente que congelaba el movimiento de la película, proporcionando unas 40 imágenes por segundo.
Después de desarrollar el kinetoscopio y animado por las posibilidades comerciales que se le intuían como espectáculo de variedades, Edison decidió construir también un estudio en su centro de investigación y desarrollo de Nueva Jersey para poder elaborar sus cintas. El estudio, bautizado como Black Maria, terminó de construirse a principios del año 1893. La primera cinta se grabó ese mismo año, se tituló Blacksmith Scene (Escena de Herrería) y estuvo dirigida por Dickson, que previamente había realizado algún otro metraje de muy corta duración; en ella aparecían tres herreros martilleando un metal con sus mazos durante medio minuto. A principios de enero de 1894, Dickson filmó un corto de cuatro segundos de duración, titulado Fred Ott’s Sneeze (El estornudo de Fred Ott), que muestra a uno de los empleados de la factoría Edison estornudando tras esnifar una pizca de rapé. Pocas semanas después, a mediados de marzo de 1894, Dickson, en colaboración con William Heise, filmó Carmencita, cinta que durante 21 segundos ofrecía la ejecución de una danza por parte de una bailarina española del mismo nombre que balanceaba su graciosa figura y hacía piruetas con un torbellino de faldas voladoras.
De acuerdo con el historiador del cine Charles Musser, Carmencita es la primera mujer en aparecer en una película filmada en Estados Unidos; la cinta, que está catalogada actualmente en la Biblioteca del Congreso de EE.UU., se considera también el primer documental sobre danza andaluza de la historia y se conservó durante mucho tiempo en los archivos de Thomas Armat, otro de los pioneros del arte cinematográfico.
Pero, ¿quién era realmente Carmencita? Solo ha sido a partir del año 2006, fecha en la que los responsables del Archivo Nacional y de la Administración de Estados Unidos pusieron a disposición de Google buena parte de sus fondos, entre ellos la breve película en la que participaba Carmencita, cuando las investigaciones de Francisco (Kiko) Mora, José Luis Navarro y José Gelardo, así como las pesquisas de algunos otros interesados en el tema, como Antonio Sevillano, han permitido arrojar mucha más luz de la existente hasta entonces a la vida y obra de esta artista española, que no solo tuvo protagonismo en el naciente séptimo arte, sino que fue musa en la pintura impresionista de temática costumbrista y posó para los mejores fotógrafos de la época. Carmencita, que tuvo su momento de esplendor en los últimos años del siglo XIX, cayó luego en el más profundo de los olvidos durante casi una centuria.
De acuerdo con los datos disponibles en la actualidad, Carmencita habría nacido como Carmen Doucet Moreno (no Daucet o Dauset) en torno a 1868 en el barrio almeriense de Las Almadrabillas, una especie de segunda Chanca de la ciudad, situada junto al actual Cable Inglés y habitada entonces mayoritariamente por jabegotes del Golfo de Almería (Manuel León). Apenas se tienen noticias de su familia y de su infancia, aunque lo más seguro es que fuera hija de Antonia y de Manuel, que trabajaba de jornalero, y seguramente tuvo otras dos hermanas y dos hermanos.
Por su lugar de nacimiento debió criarse muy cerca de donde también lo hizo otro gran artista, Frasquito Segura, “El Ciego de la Playa”, poeta y trovero, guitarrista y cantaor, al que tanto alabó el gran maestro Antonio Chacón. En aquel tiempo primitivo del rompiente flamenco almeriense (recuérdese también a Pedro El Morato y a Juan Martín El Cabogatero), en el que no existía el corsé de la ortodoxia y todo era simplicidad tanto en el cante como en el baile flamenco (en aquel momento estaba evolucionando desde los pasos boleros), no es de extrañar que Carmencita sintiera pronto la llamada artística y que, desde una edad muy temprana, comenzara a interpretar rodazanes y vueltas giradas, vitos y fandangos con una gracia que llamaba la atención de sus vecinos. Por lo visto, su hermana María del Mar, casi veinte años mayor que ella, ya había apuntado también cualidades artísticas más que notables.
Al parecer, la familia Doucet-Moreno se trasladó a Málaga en 1877 y allí Carmen dio rienda suelta a su vocación, asistiendo a clases de danza en un estudio y aprendiendo de su hermana María del Mar los nacientes aires flamencos. Por lo que cuenta James Rodríguez, autor del libro biográfico La perla de Sevilla (publicado en Nueva York en 1890), la almeriense debutó con tan solo doce años de edad en el Teatro Cervantes de la capital malacitana. Después de su debut y de estar varios meses trabajando en el espectáculo musical del Cervantes, una adolescente Carmen actuó con cierto éxito en escenarios de distintas ciudades españolas, hasta que un buen día del verano de 1885 le ofrecieron un contrato para actuar en París en un café-concierto de los Campos Elíseos.
A pesar de su gracia y destreza, la bailarina almeriense no parece que fuera muy apreciada en su justo valor por el público francés, según la prensa de la época, y tras la experiencia parisina volvió a España, actuando en Madrid, Sevilla y otras capitales de provincia, a veces acompañada al cante y a la guitarra por su cuñado Antonio Grau, El Rojo Alpargatero, gran impulsor del cante de las minas (se había casado con su hermana María del Mar en el año 1882), y realizando intervenciones esporádicas con la afamada bailaora malagueña Trinidad Huertas, La Cuenca.
En diciembre de 1886, a Carmen se le sitúa en un espectáculo del Circo Price, en Madrid, en el que baila malagueñas, peteneras y, vestida de hombre, acompaña a otras bailaoras en la ejecución del baile de sevillanas. A principios de 1887 vuelve a la capital del Sena con un contrato para el espectáculo que se había montado en el Noveau Cirque parisino con el nombre de La Feria de Sevilla. Entre el elenco de artistas contratados estaban, además de Carmen, su cuñado Antonio Grau y La Cuenca.
Sin embargo, el paso de gigante en su carrera artística se produciría en el transcurso de la Exposición Universal de París, de 1889, que tuvo a la Torre Eiffel como puerta de entrada. Durante una de sus actuaciones con la pequeña compañía en la que actuaba fue vista por Edmund Gerson, agente del empresario norteamericano de origen húngaro Bolossy Kiralfy, quien le propuso un contrato para actuar en Antiope, un curioso espectáculo teatral, salpicado de números musicales, representado en el Broadway neoyorquino.
Carmen llegaría a Manhattan en agosto de 1889, debutando inmediatamente en el Niblos´s Garden. Aunque las críticas del “extravagante ballet” -en constante mutación- montado por Kiralfy no fueron demasiado benévolas, en cambio las “atractivas actuaciones” de Carmen tuvieron el reconocimiento tanto de la crítica como del público, encumbrándola a la fama en el mundo del espectáculo neoyorquino. Incluso, algún crítico llegó a comentar que solo por verla a ella merecía la pena pagar la entrada. Después, el empresario organizó una gira que cruzó el país de este a oeste, actuando en diez estados y una veintena de ciudades.
Tras la gira y su ruptura con Kiralfy, Carmencita fue contratada por una productora teatral para actuar en el Koster&Bial’s Concert Hall de la calle 23, considerado el mayor teatro de vodevil de todo Broadway, a partir de febrero de 1890. La bailarina permanecerá allí como cabeza de cartel durante un año y medio. No obstante, dos de sus actuaciones con mayor eco tuvieron lugar fuera de este recinto: una en el teatro Tremont de Boston y otra en el Madison Square Garden de Nueva York, que congregó a 8.000 personas, según las crónicas periodísticas (enero de 1891). Le había llegado el momento más dulce de su carrera y Carmen se vio envuelta en una intensa actividad: participa en reuniones sociales y cenáculos intelectuales, asiste a galas benéficas, baila en fiestas privadas y da clases a las hijas de la aristocracia neoyorquina, firma contratos publicitarios con varias empresas. Aunque siente el éxito y el dinero comienza a inundarle los bolsillos, la fama no se le sube a la cabeza, ni tampoco se olvida de su familia y de sus humildes orígenes.
Carmen Doucet fue inmortalizada por los pintores impresionistas John Singer Sargent y William Merritt Chase, que la reclamaron como modelo, y por algunos de los mejores fotógrafos de aquel tiempo, como el canadiense Napoleón Sarony, el estadounidense Aimé Dupont y el cubano Antonio E. Moreno, quienes contribuyeron con sus retratos a que cautivase a las gentes de Nueva York y a una buena parte del resto de Estados Unidos, pues a lo largo de los años siguientes estuvo recorriendo un gran número de teatros y locales de variedades dispersos por la geografía americana (más de treinta ciudades) con un espectáculo en el que estuvo convenientemente arropada por los músicos que la habían acompañado en el Koster&Bial’s y en el que dispuso de un repertorio variable, que incluía bailes boleros y danzas flamencas aderezadas, cuando no inventadas, con movimientos de su propia cosecha.
Los estadounidenses, entusiasmados con su manera de bailar, dieron su propio nombre, Carmencita, a la ejecución de su danza. Un periódico de la época la describió así: «Unas veces se retorcía con la sinuosidad de una serpiente; otras, su cabeza colgaba y sus brazos se movían con lentitud al compás de la música; y otras, su cuerpo se mecía con suavidad formando círculos. Luego la música iba más rápido y Carmencita parecía ser llevada por ella”.
No obstante, junto a los críticos que la consideraban como “una artista maravillosa”, también hubo quien la calificó de “bailarina extraña”. En una de las reseñas periodísticas se apuntaba que “tiene una belleza extraña, una apariencia que revela, como George Eliot dice de una de sus heroínas, un rastro de ascendencia demoníaca”. Según recoge Kiko Mora: “Sorprenden en el público y en la crítica las cabriolas, los giros y quiebros sinuosos de la cintura, el ritmo de las castañuelas, los golpes de cadera, la tremenda flexibilidad de su espalda, el uso del cuello, los hombros, los brazos y la gestualidad expresiva del rostro; en definitiva, el uso integral de un cuerpo que, para ahondar más en la diferencia, tiene una envergadura mayor que la media (1.70 cm) y que, en contra de la corriente del momento, esconde su desnudez bajo unos vestidos voluminosos que alcanzan hasta los tobillos”.
Durante la segunda mitad de 1892 Carmen realizó, contratada por diversos productores y en compañía de un grupo conocido como “Spanish Students”, una nueva gira por distintas ciudades, destacando especialmente el día de su estreno en Atlanta y los tres conciertos ofrecidos en el mes de octubre en el Chickering Hall de Nueva York, con motivo de los actos de celebración del cuarto centenario del descubrimiento de América. Se sabe que en estos conciertos estuvo acompañada por su cuñado Antonio Grau (probablemente el primer cantaor flamenco en actuar en Estados Unidos).
Carmen empieza a sentir nostalgia de su familia y de España y decide pasar un par de meses de vacaciones en nuestro país. A principios de 1893 ya está de regreso en Estados Unidos y durante meses alterna estancias en Nueva York (Manhattan y Brooklyn) con giras por ciudades de distintos estados (San Francisco, Boston, Filadelfia, Chicago…) hasta que en el otoño de ese mismo año es contratada para participar en la inauguración del nuevo Koster&Bial’s Music Hall, en la calle 34, continuador a lo grande del antiguo local de la calle 23. El éxito de Carmen en la ciudad que todavía no era conocida como la “Gran manzana” se extendería antes de acabar el año a poblaciones como Baltimore o se reforzaría en otras donde ya era conocida, como Boston. Su técnica se había perfeccionado tanto que parecía poseer un perfecto control de sí misma y su arte era calificado por alguno de sus seguidores como “poesía en movimiento”.
Fue en este tiempo cuando Thomas Alva Edison, atraído por su popularidad, le planteó rodar escenas de su baile para el kinetoscopio que acababa de desarrollar. De acuerdo con Kiko Mora, la grabación se produjo en la semana del 10 al 16 de marzo de 1894 en el Black Maria Studio de Nueva Jersey: Carmen posa para la cámara en plano fijo y ejecuta durante menos de medio minuto uno de sus bailes. Sus dotes interpretativas acaban de convertirla en la primera mujer protagonista de una película en la historia del cine americano. Sin embargo, las limitaciones del kinetoscopio para la proyección de las imágenes en una pantalla y su visión colectiva hizo que muy pronto el invento de Edison sucumbiera ante el avance del cinematógrafo.
En los años siguientes, Carmen Docucet combinó el protagonismo de representaciones artísticas, promovidas por ella misma como empresaria, con apariciones en espectáculos de otros promotores, apareciendo como cabeza de cartel o como número principal de refuerzo en grandes exhibiciones dramáticas. Su actividad no se limitó a Estados Unidos, sino que se tiene noticia de estancias suyas en Europa y en otros países del continente americano. A principios del siglo XX viajó por América del Sur, visitando Buenos Aires y Río de Janeiro. Parece que la primera mujer que fue vista por primera vez en una pantalla en los Estados Unidos de América fue vista por última vez en tierras de Pensilvania, en 1910. Después vino el silencio.
Quizás en la mirada definitiva de Carmen quedó grabado uno de aquellos arreboles crepusculares en el horizonte de la Bahía de Almería que tanto disfrutó en su infancia e imitó en sus interpretaciones flamencas.