En Falsestuff es todo mentira: una gigantesca farsa llevada hasta el límite, y sin embargo, si no dejas de creer en todo lo que proponen las actrices y los actores es, sin duda, porque hacen muy bien su trabajo. Durante casi tres horas llevan a cabo diferentes convenciones que hemos visto en repetidas ocasiones sobre las tablas, y también en pantalla, pero estiran el juego de una manera muy peculiar: haciendo que traspase barreras a las que no estamos acostumbradas, llevándote a lugares que te hacen reír, sorprenderte y enfadarte, porque en un momento crees en lo que están haciendo y al siguiente te sientes engañada y dices ¡qué cabrones! (pero cabrones en plan bien, en plan ¡yo quiero hacer eso!).
Hablamos con Marcel Borras, Nao Albert (dramaturgos y directores) y Laura Weissmahr (actriz) sobre los entresijos del montaje (las intervenciones entrecomilladas son parte de sus reflexiones, extraídas de una interesante charla que tuvo lugar en el vestíbulo del teatro). Pero antes pongámonos en contexto.
Lentamente se sube el telón y vemos a una bailarina estirando en el escenario de un teatro, una escenografía imponente la rodea, escaleras que crean una doble y triple altura, bambalinas, focos, calles… Un gran teatro dentro del teatro, y en el extremo derecho de éste, una especie de cubo rojo que permanece tapado. De pronto aparece, con actitud de resentimiento, un tal Boris en escena, buscando a André Fêikiêvich; es entonces cuando empezamos a saber de este personaje, sobre el que girará toda la trama.
La bailarina, que venía a realizar una prueba para la obra de Fêikiêvich, se convierte en él mismo de pequeño, atravesando un mercado en el que ha caído una bomba y refugiándose después en la casa de una restauradora que ha copiado algunas de las obras del museo nacional para evitar que desaparecieran. Es así como nuestro protagonista aprende el arte de la falsificación.
Sucede, entre toda esta trama, algo muy interesante: la pintora, Fêikiêvich y el padre hablan cada uno en un idioma diferente, pero todos se entienden, como si el lenguaje del dolor y la guerra fuera el mismo, como si no hicieran falta subtítulos para entender la herida.
“Es una obra en la que hay muchos idiomas, idiomas que la mayoría de nosotros no hablábamos y que hemos aprendido (con trabajo de memorización fonética) para la obra”
(Nao Albert)
No queda nada claro de dónde es Fêikiêvich, pero no importa, no es necesario, él es de todos los lados y de ninguno, él es todos y no es nadie: “¿Quién soy yo sino otro?”.
“¿Quién eres tú sino todos los demás?”, dirá el propio personaje.
Volvemos súbitamente al teatro dentro del teatro, salimos de la historia sin salir, volvemos del pasado al presente pero seguimos permaneciendo en el pasado, porque la búsqueda de Fêikiêvich es en el pasado y nunca se muestra en el presente. Puede que parezca complejo, pero lo cuentan de una manera que resulta sencilla, de una manera que no hace que esas incógnitas sean lo más importante, porque estás atrapada en el instante presente, con ganas de saber más.
Entonces el cubo rojo se abre, y nos metemos de lleno en un juego de mesa: a través del teatro de objetos y personajes de rol, nos enteramos de que Fêikiêvich perfeccionó el arte de la estafa en la universidad y que después terminó en la cárcel.
Aquí empezamos a darnos cuenta de que la obra parece ser un juego de diferentes estilos teatrales, cada cual diferente, como si la pieza fuese la mítica Four Rooms y cada escena llevase la marca de una directora diferente; pero no, no lo es, todas las escenas están escritas y dirigidas por Marcel y Nao, quienes además están en las tablas, engañándonos como quieren.
“Casi siempre nuestra creación parte de los juegos formales, en este caso queríamos hacer un juego de estilos, nos fascinaba la figura del falsificador, y a partir de ahí surgió: si creábamos a un «falsificador de obras de teatro» nos permitiría jugar con diferentes estilos, hacer ese ejercicio formal. Después, a medida que creamos la obra, fue surgiendo ese marco más teórico, reflexivo: la originalidad como algo caduco, el reproductivismo (que ya habíamos tocado en nuestra obra Atraco, paliza y muerte), el espejismo de la unicidad o de la autoría…”
(Marcel Borrás)
Justo antes del descanso, la obra termina degenerando en una especie de musical western, que logra la entrega total del público, la carcajada y el aplauso. Sin desvelar más de los estilos que se van intercalando, y de la trama rocambolesca que va ligándolos, diremos que hacia el final tiene lugar una interesante crítica metateatral, donde un magnate de la industria decide el siguiente montaje de éxito de la cartelera a través de una moneda. Visualizamos así un mundo en el que impera la mentira, los espejos, el brillo y “la compadrería”, mientras por debajo hay una insistente búsqueda de una verdad que no llega. Aquí intuimos cierta crítica al show bussiness que se esconde tras la industria teatral, y nos interesa conocer la opinión de Laura, Marcel y Nao acerca de la situación del teatro en nuestro país, que encuentran más bien “anquilosada”, anclada en cierto conservadurismo y sufriendo de una clara falta de inversión y de variedad.
“Si hay algo que cambiaría de la industria teatral en España serían las condiciones laborales, que se cuidan mucho más en otros países europeos”
(Laura Weissmahr)
“Cruzas los Pirineos y te encuentras con muchos teatros, con más inversión en cultura…También, a nivel de contenido, estamos muy instalados en programaciones bastante más tradicionales y conservadoras que en otros teatros del mundo”
(Marcel Borras)
“Nosotros somos una excepción dentro de un tejido cultural poco poroso; tuvimos suerte, pero sería bueno que hubiera una política cultural que diera más espacio a los jóvenes”
(Nao Albert)
Después de tres horas de un disfrute que raya el delirio, habiendo escuchado más de diez lenguas, bailado con música de western o tratado de seguir con la mirada todos los juegos de cámaras y perspectivas, salimos de Falsestuff dudando de todo y afinando nuestra capacidad crítica, casi con ganas de volver a verla de inmediato, de pasar de nuevo por la experiencia pero siendo más astutos, pues sentimos que la obra –como toda buena obra– ya nos ha cambiado.