Construido de un día para otro, el 13 de agosto de 1961 los berlineses asistieron con incredulidad al levantamiento de una frontera física que dividiría su ciudad durante casi treinta años. El documento audiovisual de estos niños jugando en una calle de Berlín es uno de los muchos que podemos encontrar en la muestra El Muro de Berlín. Un mundo dividido, en la Sala Castellana 214 de la Fundación Canal de Madrid. Más de 2.000 metros cuadrados para adentrarse en la historia y conocer no sólo los grandes acontecimientos sino también cómo estos afectaban a los ciudadanos de un lado y otro del Muro.
La exposición, de Musealia, ha sido desarrollada en colaboración con la Fundación Muro de Berlín, institución oficial alemana que vela por el legado histórico del Muro y la memoria de sus víctimas, aportando su asesoramiento histórico y el desarrollo de contenidos.
Acompañado por una audioguía, incluida en la entrada, el visitante debe saber que una vez cruce la puerta caerá rendido a una experiencia que le atrapará no menos de dos horas. El tiempo sugerido para ver toda la muestra es de 120 a 150 minutos, pero si se quiere aprovechar bien la experiencia, y merece la pena, puede llevar aún más.
El recorrido comienza mucho antes de la construcción del Muro, nos adentra en la Segunda Guerra Mundial y en las consecuencias que esta tuvo no sólo para los alemanes sino también para el resto del mundo.
La muestra incluye fotografías, documentos y objetos de este periodo, como la ropa y las pertenencias de una de las víctimas de las bombas nucleares que en 1945 Estados Unidos lanzó sobre Hiroshima y Nagasaki. Ataques que dejaron en torno a 200.000 muertos y aún más heridos, la mayoría civiles.
Asimismo, podemos ver tanto las imágenes en las que soldados soviéticos y americanos se abrazan movidos por la euforia del fin de la guerra como los carteles que llegarían poco después fruto de una desconfianza mutua entre potencias, desconfianza que se iría intensificando y que daría lugar a la Guerra Fría. Un enfrentamiento entre el bloque occidental, liderado por Estados Unidos, y el oriental, por la Unión Soviética. Ambas potencias medirían sus fuerzas y se mirarían desafiantes frente a frente en un pulso que atemorizaría al mundo ante el riesgo que suponían las armas nucleares.
La grabación del testimonio de trabajadores soviéticos que vivían en zonas donde se llevaban a cabo ensayos nucleares nos permite conocer de primera mano las consecuencias de estas pruebas sobre cuyos riesgos no sólo no eran advertidos, sino que tampoco recibían protección alguna. Aquella población asistió a un incremento de enfermedades como la leucemia, que se manifestaban con sangrados nasales repentinos, el despertar sobre una almohada cubierta de pelo que se desprendía a mechones o el nacimiento de bebés marcados por las malformaciones.
Mientras tanto, los estadounidenses celebraban sus éxitos en las pruebas con una tarta en forma de hongo nuclear. La escena, que también podemos ver, fue inmortalizada en una instantánea en blanco y negro difícil de creer. Como lo es también el cortometraje de dibujos animados Agáchate y cúbrete, de 1951, en el que una tortuga explica a los más pequeños qué hacer ante un ataque nuclear.
Se muestran también imágenes de niños en el colegio y en las calles escenificando cómo reaccionar si son sorprendidos por una bomba de este tipo. Cuesta imaginar esos momentos de máxima tensión en los que la amenaza nuclear llevaba a los padres a colgar del cuello de sus hijos placas con su nombre como si de soldados se tratara. El objetivo no era otro que facilitar su identificación si sucedía lo peor.
Y así vamos, poco a poco, caminando por distintas caras de la historia y asistiendo a otros episodios como las violaciones que acontecieron en Berlín con la entrada del Ejército Rojo. Se estima que más de 100.000 mujeres y niñas fueron violadas por los soldados soviéticos. Entre ellas, Ingeburg Menz, una berlinesa cuyo testimonio recoge esta muestra en un audio que transmite no sólo el horror de la agresión y el miedo a la muerte sino las consecuencias que este hecho tuvo para el resto de su vida.
No faltan alusiones a los hechos acontecidos en la calle Bernauer Strasse donde el Muro, primero de espino y luego de cemento, dividiría las viviendas en dos, dando en unos casos las puertas al Este y las ventanas al Oeste. Esto dio lugar a imágenes que darían la vuelta al mundo en las que hombres y mujeres de todas las edades e incluso embarazadas intentarían cruzar de Oriente a Occidente saltando por las ventanas. Para evitar las fugas, los soldados soviéticos tapiaron las casas. Esto llevaría a quienes tenían el valor para intentar escapar a buscar alternativas, inicialmente a través del alcantarillado de la ciudad y más tarde mediante la construcción de túneles subterráneos.
Llegamos así al día a día del Berlín dividido y lo hacemos a través de objetos como un carrito de bebé utilizado para el contrabando y la provisión de alimentos Oeste-Este; el tramo de un túnel de espionaje que atravesaba el Berlín subterráneo; archivos secretos de la Stassi, el servicio de inteligencia de Alemania del Este; ejemplares de las revistas de jazz que los ciudadanos de Berlín Este adquirían de forma ilegal, debido a la censura de este género en el sector soviético por su gran influencia occidental… y así hasta encontrar un simbólico martillo y un cincel empleados para acabar con el Muro ese histórico 9 de noviembre de 1989.
Se incluye también el relato de las víctimas que vivieron en primera persona este conflicto del que, aunque no lo parezca, no hace tanto tiempo. Testimonios que mueven a la reflexión sobre lo que acontece en el mundo actual.
Y para quien se lo esté preguntando desde el principio y no pueda resistirse al selfie para su Instagram, sí, sí hay restos del Muro original, ese que podía ser “grafiteado” desde un lado y al que no podían ni acercarse desde el otro. En total, 20 metros de Muro, de 3,5 metros de altura y 2,6 toneladas.