En distintos momentos de su trayectoria, Picasso abordó apasionadamente este tema, pero evitó utilizar modelos profesionales prácticamente durante toda su madurez, prefiriendo pintar personas cercanas cuyas vidas le hubieran influido y, por tanto, tuvieran alguna significación real para la suya propia. Desde mediados de la década de 1950, el rostro omnipresente es el de Jacqueline, que aparece por primera vez en una serie de planchas dedicadas a las variaciones de Les femmes d’Alger, de Delacroix, de enero de 1955.
Según la crítica Hélène Parmelin, Jacqueline tenía cualidades que la hicieron a los ojos de Picasso «una mujer real, una mujer total, una mujer cálida, una mujer para reír y jugar y también para enfrentarse; una mujer para vivir con su bien y su mal naturales, una mujer de pintura». En este sentido, Jacqueline tiene en su imaginario el mismo papel que tuvo Saskia para Rembrandt: «Es la mujer del artista, su modelo obsesivo desde mediados de los años cincuenta, el perfil que amaba», apunta Castro Flórez, para quien «lo que modula Picasso con su modelo es, siempre, su deseo. En cierto sentido, en los obsesivos retratos de Jacqueline, Picasso expone su alma. Su mujer, llena de vida, le ‘reanimó’ e inspiró para pintar y grabar obras extraordinarias».
El pintor desplegó frenéticos ensayos tomando su semblante como pretexto, sometiendo su perfil a extraordinarias metamorfosis, siendo capaz de repetir el motivo para conseguir singulares diferencias. Picasso emplea diversas ópticas para plasmar su rostro, recurriendo a formas primitivistas, a la geometría poscubista o al jugueteo con el clasicismo. Las revisiones históricas también le permiten la representación de su mujer en las recreaciones que realiza de algunos de los pintores que más le influyeron, como Courbet, El Greco, Velázquez, Rembrandt, Ingres, Manet, Van Gogh, Matisse o el mismo Delacroix