Comisariada por Manuel Arias, jefe de Departamento de Escultura del Prado, la muestra reivindica la importancia de la escultura policromada para una comprensión integral del arte español y presenta por primera vez al público cinco importantes obras recientemente adquiridas por el Museo: Buen y Mal ladrón de Alonso Berruguete, San Juan Bautista de Juan de Mesa y José de Arimatea y Nicodemo, pertenecientes a un Descendimiento castellano bajomedieval.

Convencer y emocionar

Imagen de las salas de la exposición «Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro». Foto: © Museo Nacional del Prado.

El pintor y tratadista Antonio Palomino (1655-1726), al elogiar la escultura del Cristo del Perdón, que talló Manuel Pereira y policromó Francisco Camilo, concluía su comentario diciendo: «Así la pintura como la escultura, dándose las manos, componen un prodigioso espectáculo». La síntesis de volumen y color, que entroncaba con una tradición ininterrumpida desde la Antigüedad clásica, triunfó de manera especial en el mundo hispánico del Siglo de Oro y constituye uno de los capítulos más fascinantes de nuestra creación artística.

La escultura devocional, en la que lo divino cobraba una forma tangible y corpórea, aumentaba su eficacia comunicativa cuando se fusionaba con el color, entendido este como parte imprescindible de la pieza, al otorgarle una apariencia más cercana y verosímil.

Escultores y pintores trabajaron al unísono para crear unas obras en las que ambas labores se fundían con perfección, superando la rivalidad entre estas artes hermanas.

Al mismo tiempo, la escultura pintada se convirtió en un arma doctrinal cuya intensidad se incrementaba al sacar todo el partido a sus valores escénicos, ya fuera al formar parte de una procesión o al ser representada en un lienzo. Se erigió así en una herramienta ideal al servicio de la oratoria y la persuasión, un apoyo fundamental en la transmisión del mensaje sagrado.

El deslumbrante proyecto expositivo diseñado por Manuel Arias se expande a lo largo de siete ámbitos expositivos:

Dioses y hombres de bulto y de colores

El arte de la escultura y sus primeros materiales, como el barro, la piedra o el hueso, estuvieron presentes en los relatos sobre la creación de los seres humanos desde los tiempos más remotos, comenzando por los mitos griegos, en el primer hombre modelado por Prometeo o en las piedras arrojadas por Deucalión y Pirra tras el diluvio, y siguiendo por la historia bíblica de Adán y Eva. Emular la figura humana por medio de la escultura se vio pronto como algo necesario y natural. También la divinidad cobraría en esa forma una apariencia más carnal y protectora, que acrecentaba su veracidad cuando se cubría de color, atributo esencial de la vida frente a la palidez de la muerte.

Desde la Antigüedad, el color fue incorporado al volumen tanto mediante el uso de materiales de diverso cromatismo como aplicando pigmentos directamente sobre las superficies. Ambas posibilidades confluirían en el mundo hispánico de la Edad Moderna, donde, con la madera como protagonista, los postizos convivieron con refinadas labores de policromía. La unión de escultura y color no solo logró entonces elevadas cotas de excelencia, sino que potenció la eficacia devocional de las imágenes, su capacidad para convencer y emocionar.

Escultura para la persuasión

‘Los primeros pasos de Jesús’. Luisa Roldán, La Roldana. Terracota policromada, h. 1692-1704. Museo de Guadalajara.

La corporeidad de la escultura propiciaba una correspondencia directa y natural con la realidad, y al mismo tiempo dotaba a lo divino de una apariencia tangible y humana, que se hacía más creíble a través de la gestualidad. La literatura devota quiso que las imágenes más famosas hablaran, se movieran, cambiaran su tonalidad, se entristecieran o llorasen; en definitiva, que establecieran una comunicación directa con el fiel, como si estuvieran realmente vivas.

Teólogos y predicadores alimentaron estas historias prodigiosas y muchos defendieron la veracidad palpable de lo escultórico frente al ilusionismo de lo pictórico, cuya belleza era visible pero inasible. Las mayores posibilidades narrativas de la pintura sirvieron sin embargo para dejar testimonio de sucesos milagrosos, contribuyendo a fijar en la memoria historias en las que lo natural y lo sobrenatural se confundían.

También la estampa desempeñó un papel fundamental a la hora de difundir las principales devociones escultóricas. Gracias a la ligereza y la accesibilidad del papel, sus valores taumatúrgicos y sanadores se extendieron en el tiempo y el espacio.

Artífices y mediadores divinos y humanos

La singularidad y el prestigio de algunas esculturas devotas se apoyaba en leyendas que atribuían su creación a talleres angélicos o a personajes bíblicos como Nicodemo o san Lucas. No obstante, también los artífices convencionales de figuras sagradas debían ser virtuosos, porque su tarea trascendía el mero ejercicio artístico.

El culto a san José y a su oficio de carpintero cobró especial importancia. El taller donde transcurrió la infancia de Cristo sirvió como metáfora de su posterior martirio en la cruz, y la trabajosa labra de la madera por parte del escultor como imagen de la vida cristiana entendida como un ejercicio de privación y renuncia encaminado a alcanzar la eternidad.

Junto a la idea muy común del Dios pintor, los sermones también emplearon su imagen como supremo escultor. A él debía el ser humano su forma primera, pero correspondía a cada hombre o mujer, a través de sus actos, “policromar” la obra divina con mayor o menor fortuna. Escultura y pintura se fundían así en una síntesis perfecta al servicio del relato sagrado.

Imagen de las salas de la exposición «Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro». Foto: © Museo Nacional del Prado.

Volumen y policromía

La acción combinada de la escultura y la pintura perseguía la verosimilitud tanto de la anatomía como de su envoltura textil. La tercera dimensión hacía más creíble la humanidad de los santos, pero su efecto solo estaba completo cuando se incorporaba el color. «Cada figura, por perfecta que sea en la escultura, es un cadáver», escribía en 1677 el benedictino Gregorio de Argaiz, y añadía: «Quien le da vida, y alma, y espíritu, es el pincel que representa los afectos del alma. La escultura forma al hombre tangible y palpable en cuanto a todos los miembros y partes que pertenecen a la corporeidad; mas la pintura dale la vida».

Gracias a su bajo coste y a su arraigada tradición, la madera se alzó como el material por excelencia de la escultura, susceptible de colorearse para simular la piel, pero también vestidos que podían adaptarse a la moda de cada momento.

El trabajo de la policromía, ya fuera obra del autor de la talla o de un artista especializado, alcanzó una enorme sofisticación técnica y una gran consideración. El resultado podía realzarse con telas encoladas o reales, pero también con joyas, marfil, vidrio o pelo auténtico. Todo ello para crear representaciones familiares y cercanas, con las que los fieles se identificaban con naturalidad.

Negro de luto en un juego de espejos

La Virgen de la Soledad fotografiada en la Real Colegiata de San Isidro. Archivo Moreno. Anterior a 1936.

La imagen de la Virgen de la Soledad, venerada en el convento de la Victoria de Madrid desde 1568 y perdida en un incendio en 1936, constituye un paradigma de la interrelación entre pintura y escultura. Nacida en el contexto tridentino, como enseña de una cofradía penitencial bajo la protección de la reina Isabel de Valois, se concibió con una intención que le proporcionaba un valor añadido: ser llevada en procesión.

Su singularidad se fundaba asimismo en su hechura milagrosa. La leyenda presentaría a su artífice, Gaspar Becerra, como una suerte de médium en contacto con la divinidad, que le daría las instrucciones para crear la obra, una escultura de vestir cubierta con un sencillo atuendo de luto blanco y negro, un nuevo vínculo con la Antigüedad, donde el negro ya era expresión visual del dolor y la muerte.

La Soledad ejemplifica además el potencial de la interacción entre escultura, pintura y estampa. Reproducida y copiada hasta la extenuación, recreada e interpretada por los artistas más famosos y en todos los medios, como en un juego de espejos, se convirtió en una de las devociones más netamente hispánicas, difundida desde Filipinas hasta Nueva España y desde Sicilia hasta Flandes.

Escultura, teatro y procesión

Animadas por la fuerza vivificadora del color, las esculturas en madera dieron alas al fenómeno procesional, que a su vez les otorgaría un nuevo poder: la conquista del espacio urbano. Los pasos procesionales, ya fueran de figuras individuales o de grupo, como escenas congeladas, potenciaron los valores dramáticos por medio de las actitudes contrastadas, el vivo cromatismo o el dinamismo de las composiciones. A su expresividad y capacidad comunicadora contribuiría asimismo el atractivo de su contemplación en movimiento. Algunas figuras, incluso, se articulaban para aumentar su efecto y su influencia sobre los fieles.

San Juan Bautista. Juan de Mesa. Madera policromada, 1623-27. Madrid, Museo Nacional del Prado.

Estas formas de religiosidad popular serían cuestionadas por los ilustrados. Uno de ellos, el padre Isla, llegó a calificar esas imágenes y sus representaciones escénicas de “títeres espirituales”.

La policromía también desempeñó un papel fundamental en esa búsqueda de la verosimilitud, tanto la de los atuendos como la de la anatomía. La tonalidad de la piel seguía códigos muy concretos para diferenciar el origen o el temperamento de los distintos personajes, y en definitiva para adoctrinar a quienes los contemplaban.

El círculo cerrado, de la traza al trampantojo a lo divino

La interrelación entre escultura y pintura tuvo en los proyectos dibujados para los altares y retablos una de sus más interesantes manifestaciones. Durante los oficios sagrados, la palabra y la música se fundían con estas espectaculares estructuras para crear una obra total, al modo de una gran ópera.

Para ocasiones especiales, como la Semana Santa, se idearon los velos de Pasión, grandes telones que reproducían el retablo que ocultaban con los tonos pálidos de la muerte. Eran pinturas a imitación de la escultura y la arquitectura, que aportaban una nueva apariencia a la obra tridimensional, en un sugestivo juego entre lo plano y lo volumétrico.

Una idea similar se escondía tras los “verdaderos retratos” que se pintaron de las esculturas con una mayor fortuna devocional, trampantojos a lo divino que las mostraban en sus propios altares, a menudo flanqueadas por cortinas que, si en la realidad solían permanecer cerradas, velando el misterio, en estas pinturas se mostraban permanentemente abiertas, permitiendo una contemplación más íntima y cercana, porque “así la pintura como la escultura, dándose las manos componen un prodigioso espectáculo”.

Arma doctrinal


La singularidad que alcanzó en la Edad Moderna la síntesis de volumen y el color en la escultura sólo se explica por el papel que desempeñó como instrumento de persuasión. Esta exposición reflexiona sobre el fenómeno y el éxito de la escultura policromada, que inundó iglesias y conventos en el siglo XVII y que jugó un papel fundamental como apoyo en la predicación. La estrecha y perfecta colaboración entre escultores y pintores nos habla del elevado valor del color, que lejos de ser un mero acabado superficial de la pieza, era una parte esencial de ella sin la cual no se daba por concluida. El color también contribuyó de manera decisiva a acentuar los valores dramáticos de estas creaciones, tanto las destinadas a los retablos como a los pasos procesionales. La gestualidad teatral, unida a la vistosidad de los ropajes, ya fueran esculpidos, de telas encoladas o de textiles reales, convirtieron estos conjuntos en unidades escénicas llenas de significados.