La adaptación de Joan Yago y la dirección de Beatriz Jaén sobre el escenario la dotan de una intensidad y un ritmo casi frenéticos. Tres horas en las que el espectador asistirá al crecimiento emocional y madurez de esta ingenua y pletórica protagonista que llega a la Barcelona de 1939, recién terminada la Guerra Civil, para estudiar su primer año de universidad.
Todas sus ilusiones se ven cercenadas en el mismo momento en el que se abre la puerta de la casa familiar donde la esperan. La atmósfera se vuelve entonces irrespirable. Todo se nos presenta desordenado y descolorido, polvoriento. Ni rastro de la calidez y la alegría que Andrea recordaba de niña. Sus tíos Román y Juan, la mujer de este, la tía Angustias, la abuela y la criada viven en una tensión constante que asfixia al espectador y lo hace cómplice de brutales estallidos de violencia que terminan por dejarlo exhausto.
La casa que acoge a Andrea es el reflejo de esta familia perteneciente a una burguesía venida a menos que a duras penas sobrevive en una importante calle de la ciudad condal, Aribau, un nombre que se repite constantemente en un intento de aferrarse a lo que un día fue. Hoy, sin embargo, no hay un plato caliente que llevarse a la boca y la excesiva vanidad de los personajes, anclados en tiempos mejores y empeñados en negar la realidad, les impide buscar una salida.
La vía de escape de esta muchacha es la universidad. El ambiente estudiantil se presenta ante ella como un mundo lleno de osadas posibilidades y una libertad hasta entonces desconocida, donde las amistades, concretamente la de otra mujer, Ena, se convertirá en el eje de su existencia e intimidad. El mundo femenino adquiere aquí una presencia insólita para la época y la figura masculina se ve relegada a un segundo plano.
Julia Roch es la actriz que da vida a Andrea. Sobre ella el peso de una obra en la que se alternan el diálogo y la descripción de escenas, pensamientos y sensaciones. Una simbiosis difícil de llevar a cabo que esta joven actriz, diez años mayor que el personaje al que interpreta, ejecuta con maestría hasta el punto de que el espectador normalice lo que en otras manos podría llegar a resultar irritante.
Sorprende la similitud entre los conflictos internos a los que se enfrenta esa Andrea de la España de hace sesenta años y los de los jóvenes de hoy, como las miserias, vicios y pasiones de los oscuros personajes que la rodean, perfectamente reconocibles en la sociedad actual.
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Nota de la directora
Resulta emocionante imaginar sobre el escenario la adaptación teatral de la primera gran novela de Carmen Laforet. Estoy nerviosa y, a la vez, más viva que nunca. Este proyecto me ha sumergido de lleno en el universo de Carmen y ahí me he sentido a salvo. Ahí, en ese bosque del que hablaba su gran amiga Elena Fortún [la fôret], se han entremezclado mis temores con sus deseos y mi excitación con sus profundas contradicciones. Y en un susurro, y siempre con una sonrisa, me ha dado la vitalidad y la seguridad que necesitaba para abordar este reto. Nada es una novela perturbadora y oscura, nada complaciente; pero, a la vez, es una novela que desborda pasión y coraje. Su estilo seco y cortante, y sus minuciosas descripciones nos hablan de esa angustia existencial que todo lo invade en esos años de posguerra, y en esa alma algo nostálgica y triste de Andrea. Pero a la vez, encontramos a lo largo de la novela poderosos destellos de fantasía y deseo que no abandonan el espíritu soñador de la joven protagonista. Un espíritu que nos acerca al de la propia Carmen Laforet, a la que siempre le ha acompañado el deseo de amar (en todos los sentidos) apasionadamente:
“Esta alegría, yo lo sé, déjala correr, déjala llegar, refrescar, reverdecer, hacer más viva la sangre del alma. Besar como tú besas, loco, al paso…”
Para ti, Carmen.
(Beatriz Jaén)