Pequeño árbol al final del otoño
Todo está en este lienzo, que es un paisaje de Schiele como los demás: una alegoría de sus autorretratos.
En este caso, el artista, no el artista como artista sino como hombre, el hombre es el árbol muerto que se el
eva sobre una montaña de nerviosa materia.
La naturaleza ya no se transforma por la mirada del hombre, caso de Van Gogh, ahora la naturaleza es sólo una excusa para la representación del hombre, un eufemismo.
El árbol es Schiele, solo ante una espesura paradójica (un vacío lleno de espesas pinceladas, es vacío pero también es materia, ese es el logro de su obra), pero no es el hombre, sino el árbol, es impersonal y universal. En eso reside su fuerza, pues todo el que mire puede ser el árbol, verse y sentirse ese árbol: solo, rodeado del mismo vacío en paradoja (la realidad, llena de otros hombres, pero hostil, es decir, productora de vacío) y a punto de
la disolución. Este lienzo es un inicio.
Es pintura de un hiperestésico pintada para hiperestésicos, la angustia que emite se traspasa al hombre que lo mira y se siente árbol, y, como el árbol, se ve rodeado de vacío y soledad, próximo al final al que parece próximo el árbol, tan endeble que está a punto de quebrarse. El final sería un final subjetivo (la locura, la muerte, dependiendo de quién mire), si el lienzo no tuviese un contexto terrible, que le da al final nombre, rostro y certeza histórica:
la Gran Guerra.
Paisaje Apocalíptico
En 1913 Ludwig Meidner (1844-1966) pinta Paisaje Apocalíptico. Una ciudad, es decir, menos el “yo” y mucho más el “todos”, la comunidad, la civilización occidental, d
evastada por una nerviosa aceleración que lo convulsiona y lo exalta todo en colores alucinados desde y hacia todas las direcciones. Un año después el cielo se abriría de la misma forma, la tierra estallaría de la misma forma y la muerte empezaría a poder aparecer desde cualquier punto, en cualquier momento, de la misma forma.
En 1914 estalla
la Gran Guerra. El 28 de julio, Georg Trakl (1887-1914), otro hiperestésico, farmacéutico y poeta austriaco, movilizado desde el primer momento, se suicida en Cracovia el 3 de noviembre de una sobredosis de cocaína.
La Guerra Santa
Ese mismo año, 1914, Ernst Barlach (1870-1938) graba
la litografía La Guerra Santa, un proyecto de escultura.
Sobre la mirada del espectador, ocupando todo el espacio del papel, se cierne un hombre a punto de asestar un golpe de espada.
A priori puede percibirse una dura crítica al mundo germánico que se lanza a una “guerra santa”, pero es mucho más agudo: el rostro del verdugo expresa una mueca de dolor. Casi parece apenarse por su acción asesina.
No es la sátira de los generales adiposos y embrutecidos, es la tristeza ante la inconsciencia del hombre. Barlach humaniza el horror y procura entenderlo desde la humanidad, pues lo ha producido ella.
En 1919, la escultura fruto de este boceto se llamará El Vengador, en curioso paralelismo. La misma figura expresa tanto el hecho como sus consecuencias. De ahí la humanización que hace el escultor, en la que la misma imagen simbólica sirve a la vez de metáfora de la guerra iniciada (relativamente) por el Imperio Alemán y de la “venganza” infligida a éste por la pérdida del conflicto, las imposiciones aliadas o la durísima posguerra.
Autorretrato como Diana
En 1915, Otto Dix (1891-1969) pinta su Autorretrato como Diana. El hombre inmerso en la guerra, se anula. Construye su identidad por medio de su labor bélica.
En sí mismo, es un instrumento de matar; para el otro, es una cosa que asesinar, un objetivo, una diana. Y viceversa. Es un “yo” construido mediante el asesinato, cometido o padecido, y su representación (el retrato, en este caso autorretrato) debe supeditarse al reflejo de este “yo”.
Para ello no hay rasgos particulares, ni personalidad, ni alegorías, ni sentimientos que describir. Este cuadro no es el autorretrato de un hombre, sino el de un instrumento de batalla, que unas veces es diana y otras veces disparo, y será por tanto más veraz cuanto más bestialice al representado, en función de su nu
eva personalidad, que no es humana.
En 1916 estalla la batalla de Verdún, de las más sangrientas de la guerra, y se funda en Zúrich el Cabaret Voltaire, con lo que nace el movimiento Dadá.
Verdún
En 1917, Félix Vallotton (1865-1925) pinta el lienzo Verdún, dándole la razón a Meidner. Sólo que esta vez no es la virulencia de la alucinada elucubración pesimista, sino la seca comprobación de una verdad. Por eso no es necesario desaforar la técnica o el colorido, basta representar la matanza en su quietud general. Es representarla en abstracto, se podría decir: no se ven víctimas ni combatientes, sólo una perspectiva general del suceso, más como espectador que como participante, más el concepto de batalla que su padecimiento. Por eso es tan estático el lienzo, comparado con el Meidner, pero no por ello es menos terrible. Pues lo estático sólo es lo impasible de la mecánica de la guerra, concebida sin reparar en damnificados, implacable y tan inevitable que no necesita acelerarse.
Cabeza de mujer en obús de latón
Al mismo tiempo, antes o después, no se sabe con certeza, alguien realiza la Cabeza de mujer en obús de latón.
El desconocimiento de las circunstancias de creación de la obra (por toda autoría se atribuye a Derain) es precisamente su mayor virtud, es lo que más atractiva la hace, pues ofrece multitud de significados posibles.
Puede ser una reflexión de esperanza: la posibilidad de encontrar belleza hasta en la muerte; igualmente puede ser una reflexión pesimista: la apropiación que de lo bello hace la barbarie de la guerra, las máquinas creadas para asesinar.
La ignorancia sobre la obra, unida al sintetismo con el que está tratado el rostro, le otorgan una espontaneidad y una insolencia cercanas al arte popular.
Es, y si no lo es no lo sabemos y por lo tanto no importa, una reflexión desde dentro, como una inscripción en un casco o uuna insignia en un fusil. Como un recuerdo amateur de la bestialidad del conflicto, pero mucho más retorcido, de una crueldad mucho más refinada.
Lo que sí se afirma es que fue hecha la durante la guerra.
Metrópolis
En 1918, el 11 de noviembre, termina una guerra que se calcula ha producido ocho millones de muertos y seis de lisiados. Sin embargo, el legado del conflicto quedó representado años antes de su final, cuando George Grosz (1893-1959) pinta Metrópolis hacia 1916-1917.
Este lienzo es un final, pues permite observar la nu
eva realidad que ha derivado de
la Gran Guerra: un mundo salvaje, nocturno, masivo, poblado por grotescas y frenéticas marionetas que, incapaces de controlarlo, viven en la catarsis permanente del que sabe que desde 1914 nadie estará a salvo en ninguna parte.
Obras expuestas en ¡1914¡ La Vanguardia y la Gran Guerra.
Madrid. Museo Thyssen-Bornemisza. Paseo del Prado, 8.
Fundación Caja Madrid. Plaza de San Martín.
Hasta el 11 de enero de 2009.
Comisario: Javier Arnaldo, conservador jefe de Investigación del Museo Thyssen.