Mito de Butades
La fascinación que ejerce un fenómeno físico que por otra parte se da absolutamente por sentado proviene del famoso mito de Butades y su asimilación con el origen de la capacidad humana de crear. Es lógico que los artistas se fascinen por una tradición que cuestiona la trascendencia de su trabajo, pues el arte entendido como sustitución siempre será incompleto si se basa en una sombra, algo que refleja sólo parcialmente lo que se quiere sustituir, por motivos obvios.
Sin embargo, a pesar de que cualquier interpretación artística posee la misma fuerza conceptual que el relato de Plinio, las obras de arte más interesantes no provienen de su lectura sino de la asimilación de la sombra como un fenómeno “natural” de la realidad que, como todos los demás, se inserta en la obra según sus posibilidades narrativas, expresivas o plásticas.
Ahora bien, hay que tener muy en cuenta el valor simbólico de la naturaleza en la vida humana, algo mucho más cercano de lo que pueda parecer. Todo el mundo asocia sin cuestionarse valores de luz a valores positivos y de oscuridad a valores negativos, se dice que a alguien se ilumina la cara cuando se siente repentinamente contento y si alguien se encuentra triste se dice que está ensombrecido.
Es evidente que la representación de las sombras ofrece muchas posibilidades en este sentido. Además, si a la asociación primigenia oscuridad-mal se le suman todas las concepciones del mal en occidente a lo largo de los siglos la sombra adquiere un valor polisémico que abarca muchísimas acepciones de lo negativo. Y como es lógico se filtra en la literatura, en las artes visuales, en las creencias populares, en la vida cotidiana, en todas partes, con un valor simbólico inmenso que siempre implica algún aspecto de negación.
Retratos y autorretratos modernos
Entonces, se puede afirmar que la obra de arte que alcance el mayor grado de calidad en la representación de las posibilidades narrativas, expresivas o plásticas de la sombra lo hará en cuanto a su papel de símbolo relacionado con lo negativo. Algo que se desarrolla con fuerza en diversos momentos de la historia del arte, como demuestran los lienzos de Caravaggio, por poner uno de los ejemplos más elocuentes, donde todo lo cubre una oscuridad que deja entrever puntos de dramatismo con cuentagotas. Pero hay otra parcela de la creación artística en la que el uso de la sombra puede alcanzar una enorme trascendencia estética: donde no sólo se relacione simbólicamente con la realidad sino, sobre todo, con la individualidad que está conformando esa realidad. Es decir, en retratos y autorretratos modernos.
En este tipo de obras la sombra amplía su campo de actuación y puede llegar a determinar la forma del retratado y de su escenario (su realidad), con lo que ofrece aún más datos sobre su personalidad de los que ofrece la obra a primera vista. Por la presencia o ausencia de luz que contenga un retrato se puede deducir si el retratado era transparente, turbio, lúcido, oscuro y muchas cosas más, cuya mejor manera de expresarse es a través de la importancia simbólica de la sombra. Y en el caso de los autorretratos la simbología es aún más extensa, pues se representa la identidad tanto del que protagoniza el retrato como del que lo realiza, pues son la misma persona.
Proyección de intimidad
Un buen primer caso es La Gran Sombra (1805), de H. W. Tischbein, una pequeña acuarela protagonizada no tanto por el retratado como por la proyección de su intimidad, cuya representación metafórica es la gran sombra. El tradicional gesto del personaje expresa a primera vista su melancolía, pero sólo es un punto de partida iconográfico, pues su ensombrecido estado de ánimo se manifiesta de manera mucho más vehemente a través de la sombra que proyecta.
La asociación es tan automática que el doble mensaje de abatimiento (el gesto y la sombra) no resulta redundante, al contrario, es una bella metáfora que esconde una declaración de intenciones: la sombra invade la totalidad de la habitación (un escenario de intimidad), y en su camino atraviesa un lienzo colgado en la pared. Es decir, tanto la realidad como su traducción artística están determinadas por percepciones subjetivas que dependen de estados anímicos.
La acuarela afirma la necesidad de deformar lo real y su representación mediante la proyección de una melancolía. Por eso es en los retratos y autorretratos modernos donde mejor se expresan los juegos de significados relacionados con la sombra. Porque la mayoría de los retratados y de los retratistas son personificaciones del héroe de la modernidad por excelencia: personas de temperamento melancólico, a partir de cuyo carácter se construirá toda una postura vital y estética que llegó a ser la base de gran parte de la cultura occidental hasta muy entrado el siglo XX.
Cómo no van a desarrollarse las posibilidades expresivas de la sombra con mayor amplitud en las representaciones de unos individuos cuyo ánimo ensombrecido es la principal seña de su identidad y mide por igual su concepción de la vida y del arte.
Y no importa si las melancolías son el reflejo de la personalidad real del retratado o si provienen de la mano del artista. Lo importante es el papel esencial que juega la sombra en la iconografía. Por ejemplo, en el dibujo de Goya El Gigante (1818), que no retrata a nadie real, se manejan elementos expresivos irrepresentables sin el uso de la sombra. Por razones elementales, pues los melancólicos o lunáticos se identifican por medio de lo nocturno, la oscuridad, lo desconocido, lo oculto… conceptos que nadie asociaría a la luz del día.
Expresión del luto
Pero la oscuridad no es el único escenario de la melancolía, por supuesto. Emile Bernard demostró en sus Funerales de Van Gogh (1893) que la sombra puede invadir y deformar la realidad del mundo a pleno sol. Los asistentes al entierro que representa el cuadro tienen los rostros al descubierto, con tonos cálidos que prueban la incidencia de luz. Pero sus cuerpos se hunden en una espesa negrura que se funde con una superficie extraña, supuestamente el suelo en el que caminan, en la que sin embargo se inscribe (¿se refleja?) un círculo dorado.
Sean cuales sean las explicaciones, está claro que la sombra ha transformado el mundo, ha trasladado el duelo del grupo a su realidad. Un melancólico también se ensombrece de día, obviamente, y Bernard lo demuestra de forma brutal: supeditando la apariencia del mundo a la expresión del luto mediante la sombra, aunque con ello se vuelva extraño e irreal.
Lo cierto es que la penumbra favorece en cierta medida la representación de la melancolía, aunque sólo sea porque la oscuridad es el extremo de la sombra, y la apariencia de un melancólico se extrema igualmente si en lugar de entreverse bajo un juego de sombras y luces se recorta sobre tinieblas. El melancólico se ensombrece aún más si se representa aislado en la oscuridad, como ocurre en Reunión (1904) de Vilhelm Hammershoi, donde si los retratados fueron en vida personas alegres (en el caso de existir realmente), han sido perpetuados como habitantes de un espacio crispante y entristecedor. Sus rasgos, personalidades e intenciones se ocultan bajo una oscuridad desoladora.
Mirada ensombrecida
La melancolía se ha exagerado hasta convertirse en dura desesperanza. Una transformación que genera una vertiente más dramática de la iconografía que se puede apreciar en el Autorretrato en el Infierno, de Edvard Munch, donde la sombra es ya una mancha densa que se agita con vida propia y el retratado ha evolucionado de la melancolía a la franca neurosis. Las manchas que hacen palpitar al escenario, la iluminación irreal del rostro del artista y su desnudez confieren al cuadro una atmósfera esquizofrénica que ha dejado muy atrás la tristeza.
Sin embargo, esta exageración de las construcciones visuales de la melancolía no es un proceso excluyente, es simplemente otra opción. Por las mismas fechas en que Munch produjo sus obras más emblemáticas la sombra sigue simbolizando seres inmersos en una realidad propia, que se define por la melancolía pero que no llega a la violencia. Así es la Muchacha Sentada de Seurat, disuelta en una nebulosa que le oculta la cara y recorta su silueta en medio de una nada angustiosa, poblada únicamente por débiles sombras. Su escenario y ella misma no son más que neblina, y en esa indeterminación está contenida toda la languidez de su melancolía, pues se funde en la nada en la que se ha convertido el mundo por medio de una mirada ensombrecida.
Inquietud interna
Claro que, las maneras de representar melancolías en base a los valores expresivos de la sombra pueden ser ilimitadas si se sigue su rastro hasta la actualidad y los casos anteriores son suficientes para apreciar la importancia del fenómeno.
Pero un buen punto final de este acercamiento a las imágenes sombrías que tanto proliferan en la modernidad son los numerosos Autorretratos de Léon Spilliaert. Estos cuadros exploran todos los extremos de su inquietud interna, en los que el artista se muestra bajo estados de ánimo que van de la nostalgia al histerismo.
Por ello, las imágenes de sí mismo que dejó Spilliaert constituyen una buena conclusión a todo lo dicho, porque compendian la mayoría de posibilidades de representación del tema y preparan el terreno a opciones posteriores capaces de crear una iconografía igualmente poderosa mediante el uso de las sombras. Algo que puede comprobarse en medios contemporáneos como el cine o el cómic.
Madrid. La sombra. Museo Thyssen-Bornemisza y Fundación CajaMadrid.
Hasta el 17 de mayo de 2009.
Comisario: Víctor I. Stoichita.