“No me gusta nada eso de decir que el artista tiene que ser ésto o el artista tiene que ser aquello. Lo único que tiene que ser el artista es artista. Hay muchísimas formas de llegar a serlo. Y muchísimas más de no llegar”. Él, dueño de estas palabras, sin duda llegó a serlo, sin duda lo es, puede que hoy con más fuerza, es lo que sucede cuando uno llega por la mejor de las vías, la entrega.
Por y para el arte
“Todo arte es un remoto recordar: cosas oscuras, inmemoriales, cuyos fragmentos perduran en el alma del artista”. Nada más abrir Cuaderno de apuntes sobre la pintura y otras cosas aparece esta cita de Paul Klee, pero este maravilloso libro no es del pintor alemán sino de Zóbel, figura fundamental de la escena artística española, inolvidable.
Después de esta cita, encontraremos otras de Borges, Séneca, Motherwell… ¿Y por qué si el autor del libro es Fernando Zóbel, su voz, su firma, no está presente a lo largo del mismo? Sencillo, porque el pintor hace llegar su voz a través de la de aquellos a los que admiraba, un mostrarse sin ser visto, de primeras, claro, porque una vez el lector pasa la última página del libro, cuando la última cita ya ha sido leída, su figura se muestra más clara que nunca, nítida, llena de esa luz que inunda sus cuadros y que él buscó toda su vida, una vida vivida por y para el arte, de entrega, siempre atravesada por la generosidad.
La memoria de los demás
En la cita de Klee aparece mencionada la memoria, que tan presente estará siempre en la obra y vida de Zóbel, y en la de todos nosotros, claro está, porque el hombre sin memoria, sin recuerdos, deja simplemente de ser. “No pinto lo que veo, pinto lo que recuerdo de lo visto”, diría el pintor, el recuerdo y la memoria atravesando cada uno de sus pensamientos, cada una de sus palabras, de sus miradas.
Ahora, veinticinco años después de su muerte, su recuerdo permanece imborrable en la memoria de todos nosotros. Algunos tuvieron el placer de conocerle en persona, guardando esos fragmentos bien escondidos en “el alma”. Otros, han encontrado diferentes caminos para acercarse a su obra, a él. Los recuerdos de los que sí pudieron conocerle, sus propios recuerdos y la plasmación de ese remoto recordar, sus cuadros.
Cuando uno habla de Zóbel, la primera imagen que a éste le viene a la cabeza es el taller, su estudio, inmaculado, blanco e impecable. Se trataba más de un laboratorio, pero un laboratorio de luz, una luz cegadora que acabaría quedando atrapada en sus cuadros. O puede que fuesen sus cuadros los que desprendieran aquella blancura que Zóbel estaría toda su vida persiguiendo, desde que se levantaba con el alba, hasta que se metía de nuevo en la cama, ya fuese la que tenía en el taller de Cuenca, el de Sevilla o Madrid.
En estos tres talleres, todo era orden y pulcritud, y a la vez calor y hospitalidad, en ellas acogía siempre a sus amigos, que entraban con las manos vacías y salían siempre con un par de libros, un dibujo o algún magnifico ejemplar que Zóbel generosamente les regalaba. Una generosidad sin condición, sin esperar nada a cambio, aquella que es tan difícil de encontrar y que en su vida y en su obra está tan presente.
Generoso hasta el extremo
“Generoso hasta un extremo poco frecuente”, diría Bonet Correa. Generoso en su vida diaria, con sus amigos, a los que debía tratar de maravilla, como deja bien claro el que allá donde fuera, ahí se iban ellos también. Sucedió cuando se marchó a Cuenca, llevándose consigo o, mejor dicho, atrayendo hacia sí, a Gerardo Rueda, Gustavo Torner o Antonio Saura, y creando como remache final, el Museo de Arte Abstracto Español, que durante esta semana le ha rendido un merecido homenaje. Otro acto de generosidad, de generosidad y de cabezonería, porque cuando Zóbel creía en algo, y veía que podía con ello, se metía hasta el final, hasta que conseguía sacar de un lienzo, de un pueblo o de una cita, lo mejor que éste podía dar.
En el terreno artístico, su generosidad no fue sino en aumento, llevándola y llevándole casi a la extenuación. Al contemplar sus cuadros, abstractos, intuitivos, podría parecer que detrás no se esconden más que unas horas de creación, un proceso sencillo, coser y cantar. Pero en realidad sabemos que a partir del año 1964 Zóbel desarrollo un método pictórico basado en la aplicación de veladuras, que estaban formadas por diversas capas de pintura al óleo. Decía: “en un sentido mis cuadros pueden parecer sencillos de realización porque efectivamente son fáciles de realizar. Esta facilidad es el resultado de un esfuerzo que yo creo debe quedar escondido. Todos nos imaginamos lo difícil que debe ser tocar un concierto en público. Lo que no estamos dispuestos a soportar es la presencia de su esfuerzo”.
Memoria, ideas, obras
Estas palabras vuelven a estar atravesadas por la generosidad, mostrar al espectador el resultado de una tremenda lucha, evitando a toda costa que ese esfuerzo quede reflejado en la obra, que ni una gota de sudor empañe el blanco lienzo que se irá velando y velando hasta mostrar una nada llena de todo.
Antonio López comentó que existen dos tipos de artistas, los egocéntricos, que basan su obra en el yo y en la demostración constante y permanente de su valor y su dolor, los que sin duda grabarían el momento de creación y lo pondrían a modo de instalación al lado de la obra; y los verdaderos artistas, que crean de una forma generosa, para transmitir, para hacer llegar al espectador algún tipo de pregunta, respuesta, o posible solución, la suya, formulada a base de trabajo y sudor.
Cabe pensar en Zóbel y resulta curioso que Antonio López pusiera a Velázquez como ejemplo supremo de pintor real, el pintor de la luz, siendo Zóbel su continuador, el continuador de esta "España blanca" que se opone y a su vez complementa a la España que eligió representar Goya, la negra, y que estuvo también muy cerca de Zóbel, ya que su gran amigo, Antonio Saura, prefirió continuar esta vía. Esta vertiente de la pintura española que tan bien captó Velázquez, encuentra un perfecto continuador en Zóbel, en sus pinturas, abstractas en cuanto a forma y con un fondo que rebosa luz.
España blanca, luz blanca que nos devuelve una vez más a su taller, en el que el artista, “uno de los protagonistas más positivos de aquellas décadas”, como diría Antonio Saura, pasaba el día y las noches, trabajado, leyendo y compartiendo. De esas horas de lectura y de trabajo a que se dedicaba entre veladura y veladura, quedan muchas muestras, como el Cuaderno de apuntes sobre la pintura y otras cosas, un maravilloso libro, en el que se reúnen Borges, Aristóteles, Chao Mengfu… en una infinidad de citas, que demuestran su amplia cultura y sus continuas ganas de saber, de enseñar y de compartir, sin pedir nunca nada a cambio.
Con este libro, Zóbel regala el aprendizaje de toda una vida, todas las reflexiones y pensamientos de aquellos que a él le influyeron, colocadas una tras otra a lo largo de casi cien páginas. Un camino que deja a medio hacer, ya que si bien es cierto que está dando las citas que a él le resultan imprescindibles, también es verdad que no da todo el trabajo hecho, sino la llave para acceder a ese más allá, la clave, el columpio que sea capaz de impulsar al lector a otro lugar.