Cuando acabó, ya sin el ruido de las palomitas sonando en mi cabeza, sin el eco de la banda sonora, y sin todas esas cosas que juegan a distraernos, me vi sola, conmigo misma, en silencio, sin voz. Pánico, terror.Toda la casa sin un ruido, sólo se oía ese terrible tic tac del reloj que empieza siendo casi imperceptible y que termina por taladrarnos los oídos, volviéndose algo obsesivo, dejándonos nada más que una salida, buscarlo, coger un martillo, y destruirlo hasta que deje de sonar. ¿O puede que eso lo haya sacado de una película de mi infancia? Si, suena un poco literario, nuestra obsesión nunca llega hasta el punto de la del Capitán Hook, o por lo menos nos contenemos lo suficiente como para no parecer locos, a los ojos de los demás. Luego volveremos a esas películas de niños, y a esas miradas ajenas. Pero ahora, una pregunta, no, un miedo que me asalta ¿Y si nos quedásemos un día todos sin voz? ¿Si nos silenciasen? Si no nos permitiesen hablar, no podríamos expresar nuestros sentimientos, emociones, críticas. ¿Como cambiar algo sino podemos criticarlo? ¿Como se puede decir algo si nos ajustamos al discurso que prevalece y no nos dejamos ver? Aunque…

¿Acaso lo hacemos ahora? Yo creo que no.

Hablamos, sí, hablamos sin parar, si un día enciendes la televisión (cosa poco recomendable) verás programas llenos de famosos de palo, tertulianos parloteando y no diciendo nada, niente, cero. De golpe creo que sería mejor que todos nos quedásemos mudos, porque mudos estamos. En una sociedad como la nuestra, capitalista, globalizada, y que nos ha puesto los ojos como platos y con el símbolo del ansiado dólar en letras bien grandes y fluorescentes, resulta complicado salirse del sistema. Estar en él implica no tener voz, al menos no voz propia. Se trata de coger la voz de otro, la que el otro quiere que tengamos, y  meter la nuestra en la caracola que llevaba la bruja del mar al cuello, y como la sirenita, vendernos, nuestra voz por un par de piernas, por un coche, por una casa.

Vivimos tiempos difíciles, de continuo cambio, un mundo que se transforma cada cinco minutos, que inventa y se reinventa, sus modelos, sus  ídolos, y lo que es peor, sus ideas e ideales. En una sociedad capitalista como la nuestra, en la que la compra-venta y el mercado lo rigen todo, resulta complicado salirse de la rueda y conseguir tener una voz propia, la tuya, la mía. Ser capaces de pararnos, mirar, comprender, entender, y decir BASTA. El mundo nos quiere mudos, y si me apuras tontos, tontos de remate. Somos una pieza más del sistema, un objeto más del mercado. El calor se está yendo de las cosas, decía alarmado el pobre Walter Benjamin, sinceramente, señores, yo me estoy helando.
¿Y el arte? AY, el arte, por mucho que me pese, no se escapa.

¿El arte es un negocio?

Sí, lo es, como la música o el deporte. Y como cualquiera de ellos tiene grandes jugadores, cantantes brillantes, y estrellas del rock con grandes cuentas y canciones vacías, pero eso sí, vendibles y vendidas.

Pero no seamos negativos, todavía hay personas más interesadas en el arte y en realizar proyectos interesantes y sacar cosas a la luz, que en dirigir la próxima Bienal de Venecia o vender una calavera con diamantes por cifras millonarias. Hay voces que resisten a la presión, voces que no se arrastran por la fuerza de la corriente, voces que hablan, Mudito.
Y sí, digo Mudito, no porque me haya dado por las películas de Disney, sino porque esta editorial lleva años dando voz a los que el mundo desea mudos, no podía ser de otra manera, tendiendo detrás a Juan José Lahuerta. Esa, esa sí es una voz que suena. Detrás de estos maravillosos libros, pequeñitos, de colores, suenan, que casi atronan, voces sin igual, las voces de historiadores, pensadores, poetas, que tienen mucho que decir y que además lo dicen. Ángel González, Georges Didi-Huberman, Francesco Dal Co, Irving Lavin, Perejaume, María Vela y el propio Lahuerta.

Estas pequeñas obras de arte, que reflejan el amor de Juanjo por los libros y por las cosas bien hechas, son siempre lo primero que llama mi atención nada más entrar en la Central del Reina Sofía, así es como he descubierto su último libro, Bobaladas Babelíticas, del siempre brillante “Clavelinda Fuster”.

Resulta curioso que una editorial que tiene tanto que decir, se haya quedado muda, pero pensándolo bien es la mejor manera de darle importancia solo a lo que lo tiene, el escritor, el pensador que se encuentra detrás de la cubierta. Callemos todo lo demás, que hablen las palabras. Y por otro lado no me extraña que Juanjo haya elegido al enanito más joven para dirigir su editorial, quién se va a atrever a abrir el pico teniendo entre las manos voces tan potentes como la de Ángel González o Didi-Huberman, porque sino hay nada que decir, mejor no decir nada. Hablar por hablar, eso ya se hace demasiado.

Les recomiendo una visita a la Central o a otra librería de su agrado, miren bien por las estanterías, encima de las mesas, y cuando vean un librito pequeño, con una portada sencilla, discreta y a la vez de una fuerza arrolladora, cójanlo, si está mudito, entonces ese libro habla.