No tiene el suyo demasiado que ver con el hiperrealismo, ni con el realismo cotidiano post-López García, ni con la neo-metafísica. Le debe no poco a los franceses, posee una dureza de factura que le lleva a veces a parecerse a Lucien Freud, y por momentos uno también tendería casi a verlo como un poco ruso, pero obviamente no ruso vanguardista ni revolucionario, sino ruso ochocentista, de samovar, de interior muelle, de personajes atormentados…
Pintor de interiores, de intimidades sorprendidas, por decirlo recurriendo al feliz título de su individual de 2009 en la desaparecida Sen, una galería que ya echamos de menos. Pintor que elige un escenario –el pazo familiar en la localidad coruñesa de Orto, una construcción que data del siglo XV, y que por desgracia todavía no he tenido ocasión de visitar, aunque lo he visitado gracias a su pintura, y a textos de mis amigos los poetas Marcos Ricardo Barnartán y Xavier Seoane– y prácticamente no sale de él. Pintor que en estos tiempos en que muchos consideran que ese tipo de planteamientos no tienen sentido, se mira en el espejo concreto de esa historia familiar de siglos, y en ese otro espejo más universal de la tradición figurativa.
Pintor cuya obra, ceñida a un único escenario, una y otra vez representado, interrogado, repensado, invita a una cierta topografía, a lo Daniel Spoerri. Intentémosla, enumerativamente, empezando por las cosas, por los objetos. Suelos de madera reluciente. Sobre ellos, una rama de caqui, u otra de naranjo. O la maqueta de un velero (La isla del Buxo), hermano de otro (O Serra de Ancares) que manejan dos niñas. Un avión miniatura en Vuelo de reconocimiento. Los trastos de pintar junto a una alfombra persa o estilo persa. Una escafandra. Cuadros dentro del cuadro: retratos al óleo –uno de ellos, de un fotógrafo con su cámara– apoyados sobre la pared. Más cuadros, estos vueltos contra ella. Una escalera empinada, con los peldaños siempre de la misma madera reluciente. Estanterías acristaladas repletas de libros: horror vacui. Espejos antiguos, que me recuerdan otros espejos, en ciertos óleos y gouaches del Ramón Gaya ya velazqueño del primer exilio, aunque el modo de pintar de uno y otro tengan poco que ver. Plantas tropicales. Una chimenea, y encima un reloj déco. Una silla caída, rompiendo el equilibrio, la calma de un interior. Una mesa con recipientes de cristal, y encima loza sobre una repisa. Otra mesa, en la casa, pero teatralmente convertida en la de un Restaurante. Vasos sobre una mesa camilla. Una cabeza de macho cabrío, disecada. Una bicicleta para adentrarse por caminos rurales. Unas botas de Chloé o unos zapatos de tacón de Christian Louboutin: el último grito también llega a esta aldea perdida. Libros, muchos libros, generalmente con láminas. Un biombo recubierto de reproducciones de paisajes urbanos de París, por Balthus.
En esos escenarios, evolucionan distintas figuras. Ya he evocado las dos niñas manipulando una maqueta de velero. Niños, también, jugando al Mah-Jong. Biombos, y tras ellos el juego infantil del escondite. Pero hay muchas más figuras. Una mujer de espaldas frente a la chimenea encendida, y a la derecha un hombre asomando la cabeza por la rendija de una puerta, un hombre calificado –en el título– de El curioso, y que viene cansado de subir la escalera empinada al pie de la cual, en otra escena, vemos a una niña. La mujer, sentada, manejando un estereoscopio, instrumento mágico y antañón donde los haya. Otras visiones de ascensiones por los mismos peldaños duchampianos: un guiño a Antonio Buero Vallejo el titularlas Historia de una escalera, aunque luego haya un juego de cuadro dentro del cuadro, y de espejo, que a lo que remite es directamente a las Meninas, a Velázquez que de alguna manera ya era el referente en el Autorretrato de 2000. La mujer y el hombre, en el escenario repetido hasta la saciedad del suelo de madera reluciente, y cerca, nuevamente, los trastos de pintar: el tema, clásico donde los haya, de El pintor y la modelo. La misma niña de la escalera, ya crecida, a medio vestir, en sostén, mirando un sms en su móvil, cuya luz fosforescente ilumina la escena: un detalle, de repente, muy siglo XXI, y habrá otros, por ejemplo el ordenador portátil que maneja El coleccionista de estampas, un título a lo Daumier para un cuadro en verdad complejo, fascinante…
SMS se titula, precisamente, otro cuadro de López-Rúa, de 2004, una composición que constituye un auténtico tour de force, porque en ella aparece representada, en el mismo escenario de siempre, habitualmente más tranquilo, una fiesta, con cinco personajes.
Mi amigo Francisco Carpio, que es quien me ha descubierto el trabajo de López-Rúa, lo relaciona pertinentemente con el de Édouard Vuillard, pero por supuesto no está hablando de un parecido formal, sino de una similitud en cuanto a la actitud intimista, de buceo en el propio entorno. Hace tropecientos años, pronuncié en el desaparecido MEAC una conferencia titulada Vuillard como pretexto. Viendo que banderas de este tipo la enarbola alguien de una generación más joven que la mía, como es López-Rúa, me digo que felizmente ciertas ideas siguen en el aire. Aunque también habrá quien, como André Fermigier en 1968, en un artículo de Le Nouvel Observateur, que se me quedó grabado, encuentre anticuado a Vuillard, como otros, del lado de la Sorbona, gritaban «Plus jamais Claudel».
Barnatán ha subrayado el côté proustiano del pintor gallego, al cual define como artista de la memoria. Proust-Vuillard: una ecuación lógica, casi inevitable, que uno ya proponía en aquella conferencia, aunque también se hizo referencia en ella a otra, del siempre recordado André Chastel esta, en un texto absolutamente memorable: Vuillard-Mallarmé.
Y Félix Vallotton cuya huella gustaba de detectar Carlos Alcolea en Manolo Quejido, y el danés Hammershoi que desde que lo descubrí en una colectiva del Reina (Luces del Norte) me pareció un eslabón entre Vermeer y Morandi, y nuestro José Gutiérrez Solana, y evidentemente Balthus, y Neo Rauch, y hasta Paula Rego, la rara portuguesa britanizada, en cuyo universo por mi parte nunca me he demorado mucho rato: estos son algunos otros de los faros de este gallego voraz de la pintura ajena, enumerados –no doy la lista completa– por Francisco Carpio.
López-Rúa, o una cierta narratividad creciente, patente en algunos de los cuadros últimos, por ejemplo en el nocturno titulado Retorno a Lacock Abbey, en el cual salimos, por una vez y sin que sirva de precedente, al exterior, o en El biombo verde, esa extrañísima, preciosa escena, ya aludida antes al paso, de las mujeres delante de los biombos con las inmortales escenas del París balthusiano, que es uno de los Parises más densos que uno pueda imaginarse.
Junto a la presencia de los objetos, y a las historias que se nos cuentan –o que se nos deja entrever: arte de la elipsis– sobre los personajes, me llama la atención, me parece central en esta pintura, y con esto termino, el papel de la luz, una luz que como no podía ser de otro modo ya era, en 2000, la principal protagonista de los dos Homenajes a Vermeer, y que lo era el año anterior de Homenaje a Hodler, el gran pintor suizo, una luz que entra desde el jardín frondoso –muy bien descrito por Barnatán, el narrador de Consulado general: «el gran jardín, el magnolio, los rododendros, las camelias, los altos tilos, el eucaliptos gigante y al fondo el inequívoco presentimiento del lago»–, una luz que hace relucir los suelos de madera y brillar el cristal, los metales, las hojas de las plantas, y también los cuadros en la escalera, cuadros que me recuerdan aquellos que, casi convertidos en espejo sin azogue, fotografió inmejorablemente, en 1953, Elliott Erwitt, en no recuerdo qué museo veneciano…
Madrid. Víctor López-Rúa. Superficies subterráneas. Sala El Águila.
Del 25 de noviembre de 2010 al 30 de enero de 2011.
Comisario: Francisco Carpio.