De infancia movida, Egoyan nació en Egipto y a los tres años pasó a la Columbia Británica (Canadá), de allí, a los 18, se trasladó a Toronto, en donde vive todavía y en donde estudió relaciones internacionales y guitarra clásica. Antes del cine pasó por el teatro. A finales de los setenta escribe piezas de fuerte carga dramática para ser representadas en los escenarios y guiones para cortos que él mismo realiza. De ahí, solo un paso hacia el cine de largo metraje y ya desde el primer momento concibiendo propuestas que ni pasan desapercibidas ni a nadie dejan impasible.
Siempre personal
En el 84, Parientes cercanos plantea desde un prisma desconcertante la historia de un joven adoptado en un entorno armenio. Después, La vida en vídeo, sobre las difíciles relaciones entre un hijo, su padre y su madrastra, y Papeles con frase. Tres películas que el propio director considera de aprendizaje hasta que en 1991 se abre al mundo con El liquidador y, tres años más tarde, la compleja relación entre un inspector de hacienda y una bailarina de striptease deriva en Exótica, una de las apuestas más inquietantes que haya dejado la cinematografía de la década.
Tortuoso a veces, plástico siempre y esteta e interesante, muy interesante en cada uno de sus envites, Atom Egoyan no duda en escarbar en temas de difícil abordaje pero que forman parte consustancial del ser humano, de modo que cuando nos los presenta, los hacemos nuestros y los vivimos con intensidad.
Así ha sido desde aquellas primeras cintas hasta hoy. Personajes originales que viven situaciones originales. Planteamientos atípicos, ambientes peculiares, soluciones desconcertantes. Seres humanos asomados a abismos en los que, todo hay que decirlo, en ocasiones el propio director se enreda, aunque saliendo airoso la inmensa mayoría de las veces.
Distinto, incluso cuando en 1997 bajo el título Sarabande rodó un capitulo de la serie para televisión Yo-Yo Ma: inspired by Bach, en la que describe las emociones que puede provocar en diferentes tipos de personas la Suite Nº 4 de Johann Sebastian Bach interpretada por el violonchelista asiático.
En la ya mencionada El dulce porvenir, también de 1997, nos instaló un nudo en la garganta. En El viaje de Felicia, (1999) asistimos al encuentro entre una joven embarazada y un maduro cocinero sanguinario; en Conducta excesiva (1992), y en clave de documental, vivimos los vaivenes de un deportista atrapado por las drogas. En Ararat (2002) nos cuenta las tribulaciones de un director de cine obsesionado con rodar una película sobre el genocidio armenio. De estrellas de Hollywood implicadas en el asesinato de un periodista va Where the truh lives, rodada en 2005, y en 2008, Adoratión, su muy personal y penúltima entrega hasta la fecha, que tuvo una fría acogida por parte de la crítica.
Y ahora Chloe
Se estrena ahora Chloe, realizada el pasado año y que por varias razones vuelve a constituir una sorpresa. Sorprende porque no es Egoyan autor de segundas partes y estamos ante un remake de Nathalie X, película francesa dirigida en 2003 por Anne Fontaine. Sorpresa porque el hecho de que haya aceptado este encargo puede hacer pensar que anda el director falto de ideas y tenga que apoyarse en guiones de otros. Sorpresa porque hasta ahora parecía huir de lo comercial y esta es la ocasión en la que más cerca está de esa derivada.
Pero ver la película y que las dudas se disipen es todo uno. Siendo un remake y, probablemente, un encargo comercial, Chloe guarda todo el aroma Egoyan, es una magnífica película y, auque más lineal que otras obras del autor, lleva dentro mucha originalidad.
Se nos cuenta la historia de Catherine (Julianne Moore), atractiva y madura ginecóloga que vive una monótona y acomodada existencia al lado de su marido David (Liam Neeson) del que empieza a desconfiar. Para probar la fidelidad de éste contrata los servicios de una prostituta, Chloe (Amanda Seyfried), que le relatará todos los detalles de sus encuentros sexuales con David. Como es lógico, y como consecuencia de este alto voltaje sexo-emocional, la cosa se complicará y Catherine pronto podrá comprobar que en familia no deben plantearse ciertos juegos.
Partiendo de este nada deslumbrante guión emerge una película muy personal que es inevitable comparar con aquella de la que surge. En esa comparación, Chloe sale muy bien parada, empezando por las interpretaciones. A sus casi 50 años, Julianne Moore, siempre enigmática pero irregular otras veces, da todo un recital, y Amanda Seyfried, próxima a los 25, no se queda muy atrás. Están por encima de Fanny Ardant y Emmanuelle Beart, actrices de la versión inicial. Por otra parte, Lian Neeson, que perdió a su mujer mientras rodaba esta película, vuelve a ser el actor, con mayúsculas, de tantas veces. En la primera versión, este papel lo ocupaba Gerard Depardieu.
Pero, además, se nota la mano de un director que, respetando el original, matiza aspectos esenciales, como el tormento y la inseguridad de Catherine o la amoralidad de Chloe. Estamos, pues, ante otra de Egoyan y eso supone estar ante un producto de altura.
Historias dentro de historias
Lo dicho, Atom Egoyan maneja en el conjunto de su obra un cine de múltiples recursos. Montajes paralelos. Tramas cruzadas. Historias dentro de historias que como en una cebolla a la que se le van eliminando capas acaba por aflorar el núcleo de la cuestión; su secreto mejor guardado.
Personajes atrapados entre el amor, el sexo, el azar, el destino… vapuleados por relaciones y encuentros sin salida. Gentes que se dejan jirones en eso de vivir.
Y en la oscuridad de la sala, nosotros. Espectadores entregados ante escenas que se quedan ya para siempre a vivir en la retina de quien las ha visto.