Dos días después, el incendio de la milenaria Biblioteca Nacional de la capital de Irak destruyó un millón de libros y, en las cenizas de su Archivo sucumbieron más de 10 -¡diez!- millones de documentos en los que aquella coletilla de «incalculable valor» es, era, una verdad irrefutable.
No fue todo. En días sucesivos ardió también la parte central de la biblioteca de la Universidad de Bagdad, la de Awqaf y, a través de bombardeos y saqueos minuciosamente planificados, casi una veintena de bibliotecas universitarias de todo el país. Con aquellos humos, en aquellas pavesas se perdió una parte sustancial de nuestra historia; del relato que a lo largo de los siglos registraba aspectos esenciales del paso del hombre sobre la tierra.
¡Qué pérdidas!
¡Qué pérdidas terribles! Con la muerte de cada libro se pierde una parte de lo que somos. Jorge Luis Borges lo dijo: «De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de su voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación».
Como apunta Fernando Báez en su documentada e interesantísima Nueva historia universal de la destrucción de libros, el libro es el que le da volumen a la memoria humana. Es una institución de la memoria para la consagración y permanencia, y por eso debe ser estudiado como pieza clave del patrimonio cultural de una sociedad. Debe entenderse que el patrimonio cultural existe en la medida en que lo cultural constituye el testimonio más representativo de cada pueblo… Una biblioteca, un archivo o un museo son patrimonios culturales y cada pueblo los asume como templos de la memoria.
Por estas reflexiones y por otro conjunto de razones que constituyen la tesis central de su Nueva historia universal de la destrucción de libros, concluye: «Creo que el libro no es destruido como objeto físico sino como vínculo de la memoria, esto es, como uno de los ejes de la identidad de un hombre o de una comunidad».
Báez, venezolano de San Félix de Guayana y reconocido experto en el área de la historia de las bibliotecas, habla desde una biensana pasión nacida en la infancia, cuando «supe que debía leer porque no podía no leer. Leía porque cada buena lectura me daba motivos más fuertes para continuar haciéndolo. Me interesaban demasiado los libros porque eran mis únicos amigos. No sé si entonces era feliz; al menos sé que cuando hojeaba tan entrañables páginas olvidaba el hambre y la miseria, lo que me salvó del resentimiento o del miedo. Mientras aprendía a leer desestimaba la soledad tremenda en que me encontraba hora tras hora porque sí y para nada”.
Itinerario de la aniquilación
Esa apasionada entrega y su papel como miembro de distintas comisiones internacionales encargadas de evaluar el fatídico peso de las destrucciones culturales consecuentes a conflictos y saqueos, fue gestando su minucioso recorrido por la historia de la aniquilación de los libros víctimas de la voracidad de los insectos, las inundaciones, las llamas, las guerras y, sobre todo, la dogmática obsesión de los censores y de los fanáticos políticos y religiosos.
Fernando Báez nos instala en un viaje por la desolación cuyo itinerario recorre épocas y lugares muy diversos. Asistimos como lectores a la desaparición de las tablillas sumerias, a la destrucción de la legendaria Biblioteca de Alejandría, los papiros quemados de Herculano, la pérdida de los grandes tratados clásicos griegos, los repugnantes desmanes de los inquisidores, el incendio de la biblioteca de El Escorial, el destino ignoto de valiosas colecciones en el curso de la Guerra Civil Española, la quema de libros por los nazis, la censura por motivos sexuales o de creencias de miles de autores a lo largo de la historia (ahí están, como tristes ejemplos, Lawrence, Joyce o Rushdie), o la tragedia de las Torres Gemelas.
El World Trade Center neoyorquino contaba con enormes bases de archivos y bibliotecas de gran interés en el campo de la economía. Algunas fotos muestran que las escaleras del vestíbulo del conjunto de edificios destruidos quedaron inundadas de libros y papeles arrasados. Además, se perdieron obras invalorables de Miró, Nagare, Nevelson y Calder. El Citigroup, con oficinas en las Torres, perdió 1.113 obras de arte.
En este repaso tremendo y deprimente, pero necesario, llegamos hasta la vergüenza de Irak, en dónde, relata de primera mano el autor como testigo presencial, además de los bombardeos e incendios, las bandas armadas destruían, rompían murales y robaban piezas arqueológicas y tratados que fueron llevados hasta Kuwait y Damasco y de allí transportados a Roma, Berlín, Nueva York y Londres, donde los coleccionistas privados pagaban lo que se les pedía.
¿Por qué este memoricidio en el lugar en donde nació el libro?, se pregunta un apesadumbrado Fernando Báez que nos deja entre las manos la larga historia de una tragedia, la de la destrucción, que en su opinión, está lejos de concluir porque, argumenta, «teóricamente un e-book es ilimitado, pero hay que pensar que por primera vez existirán más libros virtuales que reales en condiciones de riesgo inusual ante fallos de energía, interferencias electrónicas, procesadores experimentales y ciberguerras».
Nueva historia de la destrucción de libros
Fernando Báez