Según salió Adánez de casa, Ernesto se fue inmediatamente a su cuarto. Mientras cerraba la puerta le eché en cara:
–Así que también tú te dejas llevar a veces por la intuición, eh.
–No me molestes; voy a pensar –me dio con la puerta en las narices; pero de repente la volvió a abrir, porque alguna célula humana debe de tener y también le puede la curiosidad de vez en cuando–. ¿Qué dices?
–Pues eso, que también eres capaz de fiarte de la intuición. Y no me parece mal, eh –aclaré–, a mí también me ha dado la sensación de que este hombre es honrado. Llámale sexto sentido.
–Llámale imbécil. Anda, que eres más simple… –dejó caer con la mayor carga despectiva posible a sabiendas de que el caramelito que me guardaba endulzaría cualquier acritud–. Sabes de sobra que no creo en la intuición. No es que piense que es un tipo honesto, es que lo sé. Porque a pesar de lo mal que lo está pasando ha tenido la oportunidad de robar un poco de dinero y no lo ha hecho. He dejado la toalla de manos del aseo dentro del cajón, asomando por el borde, para que se viera pero fuera necesario abrir el cajón para cogerla. Y dentro del cajón 17 billetes de 50 euros, 14 monedas de 1 euro y otros 24 euros con treinta y cinco céntimos en pequeñas monedas. Podría haber cogido un solo billete, o unas monedillas para comprarse un bocadillo… ¡No! Todo el dinero estaba en su sitio –agradecí con la mirada su transparencia, que siempre me deja en evidencia por su simpleza–. Y ahora déjame trabajar –cerró la puerta y no volví a verle en varios días.
Tan ensimismado me quedé pensando en lo sencillo que se ve todo lo que hace Ernesto cuando me lo explica que ni reparé en por qué tenía 17 billetes de 50 euros. Desde que vivo y trabajo con Mendoza, no me falta el dinero en ningún momento; gano tres veces más al mes como chófer y ayudante de mi compañero de piso que como médico de atención primaria, pero no sé, llámenme raro, el caso es que no acostumbro a llevar casi 1.000 euros en el bolsillo.
Volviendo a la historia que nos ocupa, desgraciadamente Mendoza no me informó a priori de los detalles de su plan, de cómo articuló su estrategia y de qué ayuda necesitó para ello. Hasta el 29 de septiembre no volví a tener noticias sobre el caso; ese día me pidió que le acompañara a Jerez de la Frontera para ver a Zacarías Adánez instalado en su casa de nuevo. Recuerdo bien la fecha porque la denuncia de la Guardia Civil contra mí por atentado a la autoridad es del 30 de septiembre, al día siguiente de llegar a la provincia de Cádiz.
Durante el trayecto Madrid-Jerez de la Frontera, Ernesto me contó los detalles que quiso del caso y entre esa información sesgada y la que pude obtener de algunas personas in situ he construido el siguiente relato de los hechos que, si les soy sincero, he tenido que rellenar en algunos huecos con algo de imaginación; pero les garantizo que mis aportaciones no afectan a la esencia de la historia.
Creo que la resolución del caso comenzó así: Mendoza estuvo pensando durante toda la noche en qué opciones tenía para conseguir que Adánez recuperara su casa, ya en poder de un banco que, probablemente, la subastaría en cuanto pudiera. Descartó varias ideas descabelladas y al final se quedó con la única que realmente le suponía un reto atractivo: le quitaría la casa al banco, por las buenas o por las malas. Esa era la mejor opción, porque Ernesto odia a todas las entidades financieras, al sistema financiero en general, a los ministros de Economía de todo el mundo y también a los bancos centrales. Dice que son unos miserables que viven del aire, porque no aportan valor añadido, no producen nada, y encima engañan con el lenguaje (eso le irrita muchísimo). Mendoza sostiene que todo el mundo asume –equivocadamente– que los bancos prestan dinero cuando en realidad lo venden o lo alquilan. Y cobran bastante caro el dinero que venden. Quieren aparecer como cándidos bienhechores (¡no prestan nada!, insiste) cuando son unas sanguijuelas infectas.
Otra cosa, por cierto, que enoja mucho a mi compañero de piso es que digan que los bancos asumieron muchos riesgos y por eso llegó la crisis. ¡Ni hablar!, suele responder gritando, ¡no asumen riesgos, siempre ganan! Intento argumentarle que eso tiene mucho de demagogia, que hay bancos que quiebran, que presentan pérdidas, pero me sale con el discurso de que la entidad puede que cierre o que la “rescate” algún Estado (eufemismo de impuestos que pagamos todos, dice Ernesto); pero los banqueros siguen amontonando fortunas. Y son impunes.
–Yo cortaría un dedo al banquero por cada robo que haya cometido –propone–. ¡No podríamos colocar ni un anillo en todo el sistema financiero!
Intento exponerle mi punto de vista, algo más sensato, creo; más justo. Habrá banqueros golfos, como electricistas golfos o camareros golfos; en todas partes cuecen habas. No; él lo niega. El que está metido en el sistema financiero es malo por naturaleza y, si no lo es, se convierte; eso dice. En fin, sigo con el relato de los hechos.
Una vez decidido que iba a actuar contra el banco, Ernesto tenía varias opciones. Por un lado, por las buenas: podía tratar de renegociar la hipoteca apretando lo máximo posible al banco, sabedor de que necesita deshacerse de ese tipo de bienes, o hacer una oferta por la casa antes de la subasta. Podía ir por las malas: meter en algún tipo de trampa a la entidad financiera y terminar por presionar de tal manera que les saliera mejor devolverle la casa a Adánez que seguir peleando con Mendoza. Y había una opción intermedia: revisar todos los papeles y tratar de encontrar un resquicio legal para machacarles; casi siempre alguien hace algo mal, o entrega un papel tarde o pone una palabra que no debe o se olvida de un detalle en el procedimiento. Y ahí los buenos abogados son infalibles. Dos o tres de los mejores leguleyos de España han sido clientes nuestros y sé que pueden dedicar muchos de sus esfuerzos a ayudar a Ernesto si se lo pide.
Así que inició las tres vías: primero pidió a un experto en Economía que le preparara una oferta razonable y bien argumentada por la casa (para ello debían tasarla, conocer el valor de mercado de la zona y también valorar el estado del balance de aquel banco en general y de aquella oficina en concreto). Lo bueno de Mendoza es que no tiene escrúpulos y algunos de sus amigos (si es que puede considerar a alguien amigo suyo) tampoco, así que ni a uno ni a otros les importó mucho que para conseguir toda esa información hubiera que traspasar algún límite legal (hackear la intranet del banco, por ejemplo). Lo segundo que hizo fue pedir a uno de esos abogados de confianza que analizara la situación desde el punto de vista legal a ver por dónde podía agarrar al banco. Aprovecho para comentar que todo el odio que siente Ernesto por los banqueros se convierte en admiración por los abogados:
–Estos sí que trabajan a destajo y cumplen una función. ¿Tú sabes el mérito que tiene conseguir que un hijodelagrandísimaputa que ha matado a sus padres y a sus hermanos salga a la calle en dos años? Eso lo he visto yo. Un espectáculo –me dijo como si me hablara de un partido de fútbol o de un concierto de los Rolling–. A mí una vez me condenaron en primera instancia por un asuntillo sin importancia; eran cinco años de cárcel y además, como las leyes son una basura, pues sí, para este sistema podrido de ausencia de libertades individuales yo era claramente culpable. Pero contraté al abogado de la acusación para que se cambiara de bando y defendiera mi recurso en ese caso, y… ¿qué pasó? Me absolvieron en el Tribunal Supremo. Ese tío sí que aporta a la sociedad, no me digas que no.
Podría hacer varios comentarios al respecto sobre esta historia, pero no me quiero desviar más del caso que nos ocupa.
Además de pedir asesoramiento financiero y jurídico, Ernesto también empezó a trabajar en la tercera vía: organizar una trampa para engañar al banco. Para eso se sobraba él solito, como pueden imaginar. Envió a Cádiz a media docena de sus habituales colaboradores (indigentes, raterillos, camellos de barrio, confidentes de la Policía) para conseguir toda la información posible sobre las cuatro personas que trabajaban en aquella oficina del banco en cuestión.
Como consecuencia de esas tres líneas de trabajo, Mendoza consiguió extraordinarios resultados muy pronto. La valoración de la oferta con la que previsiblemente Mendoza podía hacerse con la casa era exactamente el importe de la deuda que había acumulado Zacarías Adánez, es decir, bastaría en teoría con pagar todas las letras de la hipoteca que no había pagado. No haría falta ni asumir los intereses de demora.
Pero lo mejor llegó por la vía legal y por la red de “investigadores”. El abogado le presentó en cuatro días un informe de 68 páginas, pero lo importante se resumía en una línea: el banco había incurrido en al menos cuatro graves errores y podía argumentarse con facilidad que el acuerdo de entrega de llaves era nulo; la casa seguía siendo de Adánez. Y cuando le llamó el jefe del pequeño grupo de indeseables que habían ido a recoger información a Cádiz, Ernesto debió de sentir uno de esos orgasmos que le provoca la resolución de un caso: la vivienda de Adánez y al menos otras cinco estaban siendo alquiladas de forma ilegal por el director de la oficina bancaria, que se lo estaba llevando crudo. ¡Le tenía! Eso explicaba todo: el director de la sucursal había engañado a Zacarías haciéndole creer que la casa era del banco, cuando en realidad seguía constando que era suya, para así poder alquilarla por su cuenta. Pero Ernesto debía preparar bien la estrategia. Si destapaba simplemente el escándalo, empapelaría al golfo ese, pero Adánez y su hijo probablemente seguirían sin casa porque no podían pagar la deuda ya acumulada.
Decidió organizar una reunión en la que un falso empresario de éxito quería ofrecer a la entidad financiera que nos ocupa una oferta por todo su patrimonio inmobiliario, fruto de embargos, desahucios y maldades similares; y no solo eso, también compraría toda la deuda de aquellos que habían presentado impagos pero todavía no habían perdido la casa. De acuerdo con los datos oficiales, éste era el caso de Zacarías Adánez y un mínimo de otras cinco familias.
Para hacer el papel del empresario Mendoza contrató, como de costumbre, a uno de sus actores favoritos, un chaval nicaragüense que igual hace de ex-guerrillero arrepentido que de enfermo de cáncer en estado terminal o de creativo publicitario homosexual. Ernesto sabía por las investigaciones previas que la oficina del estafador al que quería burlar era la que más morosidad acumulaba, como consecuencia de que muchos tipos, como Adánez, habían dejado de pagar pensando que la casa ya no era suya. Así que mi amigo habló primero con el jefe de zona del banco para explicarle por encima su oferta y pedirle una reunión con la oficina que tuviera más mora.
–Quiero ir poco a poco; sé que la operación es arriesgada y quiero probar primero con una de sus oficinas.
Después de un tira y afloja, Mendoza consiguió que la reunión se celebrara en la propia oficina, situada en la Avenida Cayetano del Toro de Cádiz, y que sólo estuviera el director de la sucursal. El nicaragüense se aprendió muy bien el papel y consiguió que se creara un clima de confianza para que el sinvergüenza en cuestión, un tal Jaime Vera, admitiera sin darse cuenta la comisión de varios pequeños delitos y encima presumiera de que en su entidad financiera incentivan a los directores de oficina a ejecutar desahucios. Por supuesto, la conversación estaba siendo grabada; al escucharla Ernesto decidió poner en marcha la segunda fase de su plan: el chantaje. Habló por teléfono con el director de comunicación y relaciones institucionales primero y después con el director general del banco y les explicó la situación: una golfada, un delincuente, una grabación de una indiscreta revelación; carnaza para la prensa.
–¿Es una amenaza? –le preguntaron ambos.
–Podemos hacer de esto un ejemplo de la corrupción y de la actitud de la banca que se aprovecha de la crisis –negoció Mendoza con el directivo del banco–, o podemos buscar una buena solución y arreglarlo sin necesidad de que nadie se entere.
Fue fácil conseguir un compromiso de la dirección de la entidad financiera; su primera oferta ya era mucho más de lo que Zacarías Adánez podía haber imaginado: devolución inmediata de la casa y dos años de carencia en los que pagar solo intereses. Mendoza se indignó. Quería que la hipoteca de Adánez se cancelara y que Jaime Vera fuera entregado a la Policía. Así es como se le ocurrió ligar esta situación con el movimiento 15M, con el que Ernesto había simpatizado desde el principio. Sospecho, por algunas conversaciones a medias que he podido escuchar, que Mendoza fue uno de los fundadores de uno de estos grupos satélite del movimiento de indignación nacional: Stop Desahucios. Así que uniendo una cosa con otra diseñó su gran jugada. Lo primero, no obstante, fue decir al banco que aceptaba la oferta, y aquella misma tarde le hicieron entrega de las llaves y Zacarías pudo regresar a su casa con su hijo.
En unos pocos días Mendoza había acumulado mucha información sobre la situación de decenas de inmuebles en toda la provincia de Cádiz. Además de la sinvergonzonería de Jaime Vera, el director de la oficina en la que Adánez tenía su hipoteca, había no menos de 30 familias afectadas por los embargos; algunos casos eran tan sangrantes como el de un matrimonio que trabajaba para una caja de ahorros; ambos habían sido despedidos y la hipoteca que tenían en esa misma entidad para la que habían trabajado durante años resultó un esfuerzo inasumible. Yo opino que las hipoteca son acuerdos entre dos partes y que ambas aceptan las condiciones, nadie pone una pistola en la sien a alguien para que firme una hipoteca de 30 años. Pero también es verdad que un caso como este muestra cómo la voracidad de los números acaba con cualquier humanidad en el implacable sistema capitalista. Mendoza contactó con la delegación de Stop Desahucios en Cádiz y les envió la información. Aprovechó para enviar a un periodista de un diario madrileño una documentación sobre los fondos de reptiles que había gestionado la Junta de Andalucía en los últimos años, información que ahora he podido comprobar que el diario se ha guardado hábilmente hasta la campaña electoral. Eso es lo que Ernesto llama un periodismo ojetivo, porque es más parecido al ojete (con perdón) que a la objetividad.
Una vez que Zacarías Adánez y su hijo estaban satisfactoriamente instalados de nuevo en su hogar, Ernesto Mendoza se dispuso a resolver otros casos de la zona, ya sólo por el simple placer de dar por el saco al banco. El más complicado de los procesos era el de Antonia y José, un padre de familia con una incapacidad reconocida del 100% que había dejado de pagar dos cuotas de la hipoteca y había perdido su casa en Jerez de la Frontera. El desalojo se iba a producir el 30 de septiembre, y allá que fuimos Ernesto Mendoza y un servidor. De todo esto me enteré en el viaje de ida. El plan de Ernesto era movilizar al barrio para evitar el desalojo y así, además, sortear también cualquier tentación de remover el caso de Zacarías. Había que meter al banco el miedo a las revueltas sociales.
–La violencia es una herramienta extraordinaria, la coerción, la prohibición… Eso es a lo que se dedican todos los Estados –le salió esa vena ácrata que le brota cuando la conversación apenas roza la Política– Hagamos uso nosotros de ella también.
Queda poco por contar. Mendoza se tomó una cerveza en una terracita mientras yo dirigía a dos docenas de gente diversa (piojosos okupas, licenciados comprometidos, profesionales liberales superados por la crisis y un par de amas de casa) en la defensa del hogar de Antonia y José. El que sí quiso estar conmigo fue Zacarías Adánez; al menos una cara amiga. La Policía nos avisó varias veces, traté de controlar la situación hasta que una señora de unos 60 años se enfrentó a un antidisturbios. Y si bien es cierto que la mujer no le llamó guapo ni le acarició la barbilla con ternura precisamente, la verdad es que la reacción fue tan desproporcionada (fuerte empujón que acabó con la señora por los suelos 4 o 5 metros más allá) que me salió el defensor de pleitos pobres que llevo dentro y me encaré con el policía hasta acabar primero aporreado (madre mía, lo que duele un porrazo, se lo garantizo) y después en el calabozo. Ernesto consiguió lo que quería: en la provincia no se habló de otra cosa durante días, la marea de simpatías y apoyos creció exponencialmente y Zacarías se convirtió, casi por casualidad, en un sólido líder de un movimiento de indignación de la zona.
Me satisface pensar que Mendoza fue, en esta ocasión, una especie de Robin Hood, protector de los débiles, azote de los poderosos… Le salió hasta cierto ramalazo de utópico luchador contra el sistema, pero con la excusa de sus problemas mentales y su necesidad de espacio vital limpio, como dice él, no sólo no se metió en la pelea con la Policía, sino que mientras yo dormía dos noches en un calabozo con otros tres detenidos él me esperaba en un hotel de El Rompido, disfrutando del spa y del minibar en compañía de un tal Francisco Javier, que había sido un alto cargo de la Junta y que parecía compartir con mi amigo algunos gustos, como meterse en la nariz algo más que el dedo índice en los semáforos. En esos dos días parece que Javi, como le llamaba Ernesto, le contó muchas cosas, demasiadas como para no entregárselas con un lacito a un periodista de confianza, que así le debería otra. Mendoza es muy hábil consiguiendo que casi cualquier persona del planeta le deba un favor.
Y mientras él invitaba a cocaína, fulanas y copas a su nuevo amigo, vaya dos días pasé yo en el calabozo; creo que ya no puedo oír más críticas contra el capitalismo el resto de mi vida, no puedo con más citas de Krugman (es el único que recuerdo, pero los chicos decían nombres alemanes y rusos sin parar). Vaya 48 horas me hicieron pasar; hasta querían organizar una comisión para decidir las quejas sobre la comida en el cuartelillo y uno sugirió que aprobáramos en asamblea un decálogo de reclamaciones sobre los derechos del detenido. Casi le parto la nariz al de las rastas más sucias cuando propuso coger mi sábana para hacer una pancarta con la bandera anarquista.
Al final volvimos Ernesto y yo a casa y Zacarías Adánez recibió una interesante oferta de trabajo para ser miembro del comité editorial de la edición sevillana de un diario nacional y articulista (bajo seudónimo) en el suplemento dominical. Nadie me ha confirmado lo que me parece obvio, y supongo que estarán ustedes conmigo en que la mano de Mendoza tuvo algo que ver en el fichaje de Zacarías por parte de un medio que luego vendió estos días está vendiendo más ejemplares gracias a cierta filtración. Sé que además, después de Navidades Adánez ha ocupado una plaza como profesor de Teoría de la Democracia en la Facultad de Filosofía y Letras de Cádiz.
Y hasta aquí la historia del recomendado de Juana «La Dolorosa». Lo peor es que he preguntado varias veces por la identidad y algún detalle más de esa mujer, pero Mendoza siempre se ha limitado a responderme:
–Esa es otra historia, Santi, ya te la contaré –y a día de hoy sigo sin conocerla.
Y ahora me vuelvo a enfrentar a la desagradable sensación de miedo y vacío que me impide escribir con fluidez. He acabado la historia prometida, algo que ustedes me han ayudado a escribir. ¿Y ahora? Podría hablarles de la soledad que me atenaza, una soledad fría y malencarada que me obliga a sentarme cada noche junto a la ventana, a oscuras, para observar la vida en el exterior; y siento que me difumino en el mundo y cada día que paso solo en esta casa se me nubla la memoria y se me borran un poco más las facciones, y me atemoriza pensar que me veré reducido a una simple silueta; sospecho que un día me quedaré petrificado, convertido en un cuadro de Munch. (imagen: Durante la noche en Saint-Cloud, de Edvard Munch). ¿Qué hacemos? ¿Se animan a proponerme más cosas? Lola, me ha sugerido un título que me ha encantado: Fantasmas en el alma. Y tengo pendiente un cuadro de Remedios Varó que me propuso Mercedes. El próximo martes volveré por aquí con esas dos referencias bajo el brazo, pero si tienen alguna otra idea, ya saben cómo localizarme. Mírense a ver…
Primera parte de