Mendoza se enamoró de Adah, una voluptuosa belleza hebrea que conoció (incluido el sentido bíblico del verbo) en la residencia psiquiátrica en la que en varias épocas de su vida ha vivido mi compañero de piso por voluntad propia. Como suele ocurrir en los asuntos del amor, pasó sin darse cuenta, sin provocarlo, sin suponerlo. Y de repente se vio atrapado por un sentimiento incontrolado, por una necesidad permanente de pensar en ella, un deseo constante de volver a enredarse en su cuerpo bajo las sábanas furtivas de su dormitorio, la ansiedad enfermiza del apetito voraz.

J._Bosch_Escorial_Hay_Wagon_triptych_signatureAunque por entonces yo no lo sabía, probablemente Ernesto ya estaba enamorado cuando un general del Ejército del Aire, enviado por la Casa Real, nos contrató para encontrar un cuadro desaparecido del Museo del Prado: El carro de heno, de Jerónimo Bosch, El Bosco.

Al parecer, un experto restaurador ha descubierto recientemente que el cuadro que se encuentra en la planta baja del Museo y que los visitantes observan y admiran no es más que una copia, una excelente copia de la tabla original. Nadie sabe dónde está el tríptico que pintó El Bosco, pero al investigar el origen de la copia los expertos han llegado a la conclusión de que se trata de la que, según todos los archivos, se debería encontrar en las paredes del Monasterio de El Escorial.

Según nos relató aquel general, la tabla que se expone en el edificio de Juan de Herrera es otra copia, pero ésta mucho peor, una burda copia muy reciente que podría haber realizado cualquier estudiante de Bellas Artes. Nadie habló en ningún momento de robo, puesto que en realidad se sospecha que durante una fiesta privada en el Monasterio de El Escorial (sí, han leído bien, una fiesta privada allí), a alguien se le antojó juguetear a cambiar cuadros de sitio y se sospecha que ahí está el origen de la desaparición de la copia. Cómo llegó ésta al Prado y cómo desapareció el original es lo que el general requería a Mendoza que averiguara.

En cuanto el militar enviado por la Casa Real se fue de nuestra casa, Ernesto empezó a elucubrar y a farfullar, olvidándose de mi presencia, como de costumbre:

–Un cuadro que no está… pero… otro que no está en su sitio… claro que… un traslado… ¡Me voy al Prado, Santi! ¿Te vienes? –me dijo al fin.

Jeroen_Bosch_De_Hooiwagen_Madrid

Cada vez que voy al Prado me enamoro de un cuadro nuevo. Reconozco que para mí, pensar en El Bosco era pensar «solo» en El Jardín de las Delicias, nada más y nada menos. De camino al Museo, conocí por boca de Ernesto el significado que encierra esta otra tabla, este otro tríptico, El carro de heno:

–El heno simboliza las riquezas y los placeres terrenales que todos ansían, y encima del heno uno de los peores pecados: la lujuria. También la vanidad está representada. Pero el mensaje general, el más importante, es que la sociedad está corrompida y los pobres deben rebelarse para acabar con la Iglesia y el Estado y poder alcanzar el heno. Es el 15-M de principios del siglo XVI.

Al documentarme para poder escribir este caso he descubierto que la interpretación de Mendoza no se corresponde con las intenciones que los expertos, en general, atribuyen al autor flamenco. El Bosco, por lo visto, quiso mostrar una visión pesimista de la naturaleza humana, sí, pero la solución era más fe y menos pecados, no revoluciones sociales.

Recuerdo que cuando llegamos junto a la entrada de Goya del Prado vi a un antiguo compañero de la Facultad de Medicina vestido con ropa de deporte y sentado en un banco de piedra. Pasamos junto a él y en seguida le susurré a Ernesto:

–Ese que hemos dejado atrás en el banco es un gilipollas que estaba en mi clase; espero que no me vea.

–¿Quién? –me preguntó–, ¿el extremo izquierdo que hoy no ha metido ningún gol?

–Anda ya, me tomas el pelo –me negué a aceptar que de un vistazo rápido había advertido todo eso.

–Pregúntaselo si quieres; yo voy yendo a las taquillas.

A pesar de la pereza que me daba acercarme a ese tipo, la curiosidad me dio las fuerzas necesarias, me di la vuelta y le saludé con cinismo. Después del intercambio de saludos, me fajé como pude de los recuerdos de la facultad sobre los que me preguntaba y le disparé bocajarro:

–¿Qué?, ¿sigues jugando al fútbol?

–Se hace lo que se puede, que si no la barriga cervecera…

–Jugabas por la izquierda, ¿no?

–Buena memoria, Lucano –en ese momento me hizo aquel gesto que tanto me repugnaba hace 20 años y que me sigue repugnando, una especie de cariñosa colleja.

–¿Y sigues metiendo muchos goles o ya no metes ni eso? –reconozco que a veces hay que tirar de topicazo machista.

–No se me da mal, pero hoy no ha querido entrar la pelotita de los cojones…

–Ah, ya –acababa de confirmar que, una vez más, mi amigo había acertado en todo–. Pues a ver si nos vemos, eh, ahora tengo que dejarte que me están esperando. Me alegro mucho de verte –mentí mientras me alejaba para encontrarme con Mendoza.

–Y, además, es diabético y tiene disfunción eréctil –me dijo Ernesto cuando llegué hasta él–. ¿Se llama Pablo?

–Sí –respondí completamente desolado por la sensación de infinita inferioridad ante las virtudes adivinatorias de mi amigo.

Y trabaja de taxista, no de médico, así que puedes despreciarle más, si quieres.

–Pero… –para variar, no acerté a hablar durante unos segundos– ¡Esto es brujería!

–¡¡¡Brujería!!! –gritó de repente Ernesto y se dio la vuelta bruscamente como si le hubieran pinchado con un alfiler por sorpresa–. ¿Es brujería acaso que diga que eres moreno, vistes con una chaqueta azul y te encuentras ahora mismo junto al Museo del Prado? ¿¡¡Eh!!? ¿Es brujería hacer una descripción de lo que se ve? Es inaudito… –dijo al final para sí volviéndose de nuevo hacia la puerta de entrada como si súbitamente se le hubiera gastado la indignación.

Entramos en el museo y pasamos con rapidez por la enorme sala de tizianos y veroneses, pasamos rápidamente junto a una de las salas de Velázquez y pude ver al fondo un gran grupo de personas que admiraban Las Meninas.

las_meninas_velazquez

Por primera vez, que yo recuerde al menos, Ernesto comenzó a explicarme algunas de sus deducciones sin que yo se lo pidiera:

–Si te hubieras fijado un poco, habrías visto que en la mochila abierta que tenía tu amigo había unas botas de tacos de aluminio: o juega al fútbol o al rugby y, sinceramente, no le veo en un equipo de rugby.

–Vale, eso es fácil –le reconocí–, ¿pero cómo supiste que es extremo izquierdo?

–Pierna izquierda más desarrollada que la derecha, brazo izquierdo más desarrollado que el derecho; es zurdo. Lo más normal es que juegue de lateral o de extremo izquierdo. Como apunta cada gol que marca se ve que son muchos, así que es más probable que juegue de extremo que de lateral.

–¿Y cómo sabes que marca muchos goles?

–Tiene unas extrañas muescas en las espinilleras. Podrían ser tarjetas que le sacan, partidos ganados, novias o niños asesinados en su edificio, lo que tú quieras, pero me parece que lo más probable que un jugador de fútbol puede tener interés en contar son los goles.

–Oh –solté con admiración–. Mira, me da igual lo de que sea diabético, que no se le levante, pero ¿cómo supiste que se llama Pablo y que trabaja de taxista?

–Sé que se llama Pablo porque tú me lo dijiste, ¿no te acuerdas?

–De eso nada –rebatí, muy seguro–. Tú me preguntaste si se llamaba Pablo y yo te lo confirmé.

–Pues eso he dicho. En la parte de detrás de su camiseta pone «Pablo» pero yo no sabía si era suya o de un amigo, familiar, etc. Si se llama Pablo, y tú me lo dijiste, entonces la camiseta era suya. Y como en la camiseta ponía «Peña del Taxi de Villaverde», no quedaban más pelotas que el tío fuera taxista.

Tan anestesiado quedé por la sencillez con la que mi amigo explica lo que a priori parece esotérico que casi no pude disfrutar de los tesoros que se presentaban ante mis ojos. Al bajar por las escaleras vi el impresionante Cristo crucificado de Velázquez. No pude detenerme para contemplarlo con calma, porque Ernesto bajaba rápidamente los escalones (contando los intervalos de 13 en 13, como de costumbre). Siguiendo el plano llegamos hasta la sala 56, pero al tratar de entrar en la sala 56a, donde el plano decía que estaba El Bosco, vimos el acceso cerrado «temporalmente».

Mendoza preguntó a una de las vigilantes del museo:

–¿El Bosco, por favor?

–¿El jardín de las delicias? –dijo la mujer muy segura, como si todos los visitantes fueran como yo–. Está en la sala 57a –y nos indicó cómo llegar, que no fue fácil, porque a pesar de que según el plano estábamos al lado, tuvimos que dar un rodeo y recorrer media docena de salas.

Cuando entramos en la estancia, un grupo de turistas japoneses se arremolinaba frente a la estrella: El Jardín de las Delicias. Mi compañero se fue directamente a ver el cuadro que estaba justo enfrente de aquel, al otro lado de la sala: un Brueghel llamado El triunfo de la muerte.

–Mira qué bonito –me señaló mientras yo advertía que a la izquierda del Brueghel estaba nuestro objetivo, El carro de heno–. El texto lo describe muy bien –continuó Mendoza–, «nadie puede escaparse de la muerte, que golpea a todos los hombres sin distinción» –leyó la descripción que había en la pared e inmediatamente me susurró–. Haz una foto a nuestro cuadro.

Se quedó observando El triunfo de la muerte y yo hice una foto como pude de El carro de heno.

 

el_carro_de_heno

Después ambos nos acercamos a observar el cuadro en cuestión. Bueno, yo observaba el cuadro, pero imagino que Ernesto miraba mucho más allá, quizás los anclajes, los soportes que lo mantenían en la pared, los finos brazos de metal que sujetaban los dos laterales del tríptico ligeramente abiertos. Estuvimos unos 10 minutos. De vez en cuando miraba la cara de Mendoza e intuía una ligera y disimulada sonrisa burlesca. Y luego nos fuimos.

En el camino de vuelta a casa me dijo que quería pensar, que no le molestara. Y no volvió a hablar. Al llegar a casa se metió en su cuarto y no salió en dos días. Cuando lo hizo, me dijo que daba el caso por imposible, que no podía resolverlo y que por lo tanto le tendría que decir a Su Majestad que lamentaba mucho no poder ayudarle. Poco después ocurrieron determinados acontecimientos que en algún momento contaré y se fue sin avisar a la residencia psiquiátrica por lo que todos advertimos como graves problemas mentales. Hasta que la semana pasada apareció en nuestra casa El carro de heno, el original pintado por El Bosco, y que a día de hoy sigue colgado en la pared del cuarto de Mendoza.

El otro día brindamos con gintonic. Ernesto resolvió el caso y me dio los detalles. Pero esta entrega se está alargando demasiado, así que, si no les importa, se lo cuento la próxima semana. Que disfruten, especialmente si no son aficionados del Real Madrid ni del Barcelona. Si quieren compartir cualquier comentario, injurias a Sergio Ramos, chirigotas sobre Messi o alguna propuesta musical para este espacio, ya saben cómo hacerlo. Mírense a ver.