La veterana actriz dará vida a esa mujer fuerte, esposa y madre de reyes, convertida en esclava tras la guerra de Troya. A su llegada a Tracia urde un sangriento plan para vengar la muerte de uno de sus hijos.
Dirigida por José Carlos Plaza, Hécuba cuenta también en su reparto con José Pedro Carrión, Juan Gea, Pilar Bayona, Alberto Iglesias, Luis Rallo, Alberto Berzal, Denise Perdikidis, Marta de la Aldea, Zaira Montes y María Isasi.
La adaptación del tragedia de Eurípedes ha sido obra de Juan Mayorga, quien describe así el clásico: «Hécuba es, con más derecho que cualquier otra jamás escrita, la tragedia de la venganza. A diferencia del vacilante Hamlet, y con más determinación que ningún otro vengador que haya pisado la escena, Hécuba no vacilará, erigiéndose a un tiempo en acusador, juez y verdugo».
Hécuba o los despojos de la guerra
La obra se abre en un espacio desolado: el campo después de la batalla. La derrota de unos que sirve de poso para la victoria de los otros. Nos movemos entre despojos, no entre seres humanos… Esos seres que vemos deambular a la orilla del mar son las mujeres prisioneras, cautivas y aniquiladas, enloquecidas e inermes, que recorren las ruinas de lo que fue su vida, buscando que no se sabe qué… Hécuba camina entre cadáveres, entre los cadáveres de sus hijos… Una vez asumida la derrota, las pérdidas irreparables, solo la queda esperar bañada en dolor. Tanto es así que cuenta la leyenda, Hécuba estremeció a los propios dioses con su sufrimiento, hasta tal punto que la convirtieron en una perra aullando su dolor durante la eternidad. Y eso es Hécuba: un aullido, un llanto interminable, perpetuo e inmortal. El llanto por la guerra, por la derrota, por las pérdidas y un llanto también por el infortunio.
Estar en momentos, lugares y circunstancias que colocan al hombre y a la mujer en situaciones límites, haciéndoles testigos y actores de acontecimientos muy diferentes de aquellos con los que alguna vez soñaron o trataron de alcanzar. Esos seres llevan el sello de la adversidad, de la infelicidad y del desamparo. Eso es el infortunio y es el sello esencial de Hécuba. Sus hijos, uno tras otro, pierden la vida sin que ella, impotente, pueda hacer nada para evitarlo, como La Madre en Bodas de sangre –tantos siglos después– puede exclamar: «¿No hay nadie aquí? Debía de contestarme mi hijo… pero mi hijo es ya una voz oscura detrás de los montes… donde tiembla enmarañada la oscura raíz del grito».
¿Quién provoca ese espanto que es la guerra? ¿Qué intereses ocultos se encubren con palabras falaces como patria, honor o justicia? ¿Cuántas vidas son necesarias para colmar esos intereses fraudulentos y corruptos? Ese dios insaciable que es la imperiosa necesidad de poder los unos sobre los otros es el verdadero Deus ex Machina de esta historia. Un dios sanguinario que devora a sus hijos en beneficio de unos pocos que se enriquecen a costa de la sangre de muchos. Y el inmenso dolor que produce no desaparece si no que permanece enraizado en el alma y transforma al mortal en animal, un animal apaleado, sí, pero al mismo tiempo un animal cargado de esa pasión del alma colérica que convierte al ser humano es bestia irracional que cegado por esa rabia que le emponzoña le conduce hacia la venganza. La cual a su vez engendra nuevos dolores y así la cadena de violencia seguirá repitiéndose por los siglos, indefectiblemente.
No son los dioses lo que transforman a Hécuba en perra si no la injusticia, la traición y la ignominia, los verdaderos dios de esta historia.