A La Casa de la Portera, uno de los espacios más dinámicos de la escena off madrileña, se entra con la curiosidad culpable y magnética de quien se deja seducir por una escena íntima: como un profanador. Más si dentro nos encontramos con una procesión de monjas (sor Leona en el centro, magnífica, de fucsia, haciendo sonar la campana) que caminan ceremoniosamente mientras invocan al Santo Membrillo. Todavía más si las monjas en cuestión, a lo largo de toda la obra, nos hacen partícipes de su propia profanación del establishment al hacer estallar los límites de lo aceptable.
En la hora y media de duración de Cerda no hay ni un solo segundo de desperdicio; el tiempo del espectador se teje entre la concentración durante los monólogos más reflexivos y la descarga de risa que provocan el tono de sátira irreverente, la frecura achispada de la actuación y las situaciones más surrealistas o festivamente absurdas.
Drama desde la comedia
Hablamos con Juan Mairena, dramaturgo y director de Cerda, y nos comenta que él empezó escribiendo únicamente drama, pero que un buen día se propuso “el reto de contar un drama desde la comedia”, o, dicho de otro modo, de echar luz desde el humor sobre una realidad dramática: la aberración de los secuestros de niños (concretamente el caso de la monja María Gómez Valbuena, fallecida el pasado año), la hipocresía y el fanatismo de la institución (ya sea religiosa, política, económica, o todo a la vez), y la condena más o menos disfrazada de “tolerancia” que en este momento y en todas partes existe hacia lo diferente, lo indefinido, lo otro.
Cada personaje se perfila en Cerda como un ser extraño, ajeno a la naturaleza que la sociedad perfila, moviéndose entre las grietas de lo clasificable: entre lo femenino y lo masculino, la vida y la muerte, la realidad y la ficción, el cielo y el infierno; en el espacio híbrido de la “anormalidad” (de la anormatividad), que tantas veces se rechaza porque no se entiende.
Blasfemia y misticismo
Carolina Herrera, que aterrizó en Cerda hace dos meses para sustituir a Inma Cuevas en el papel de Sor Cicilia, nos cuenta cómo en las representaciones hay reacciones muy diversas por parte de los espectadores: “cada función es un mundo, y la energía del público en un espacio tan pequeñito se siente mucho y se mezcla con la propia actuación”. Para ella, cada día se renueva la obra y crece su disfrute, aunque, advierte, la comedia es siempre difícil, porque “hacer reír es una cosa muy seria”.
En cualquier caso, Cerda consigue divertir de verdad, en las varias acepciones del verbo: mediante el entretenimiento y la desviación. En ella se mezclan la blasfemia y el éxtasis místico, las sesiones espiritistas y las artes marciales, la Pasión de Cristo y The Walking Dead; todo es posible porque, como dice uno de los personajes, “la verdad es cosa de fanáticos”. La verdad única y excluyente de los fanáticos, capaces de adorar a la Cerda –becerro de oro– y olvidarse de las miserias de la humanidad: a esa paradoja apunta Cerda cuando, por ejemplo, la arrolladora monja travesti de sor Leona exclama: “¡Esto es el colmo del surrealismo y la transexualidad!”.
La obra consigue abrir, citando a Adorno y su definición del arte, “el intersticio subversivo que nos libra de los grilletes de lo dominante”, de lo políticamente correcto o, podríamos decir ahora, del discurso derrotista de la crisis: Cerda es parte de un auge en el ámbito dramático que su director califica como otra movida madrileña a nivel teatral, de la que La Casa de la Portera ha sido catalizadora.