Nacido en Medellín el 19 de abril de 1932, ha seguido pintando y esculpiendo en su estudio de Montecarlo hasta un semana antes de que una neumonía acabase con una vida en la que la creatividad fue desde muy pronto motor y razón de existencia.
«Murió con 91 años, tuvo una vida extraordinaria y se fue en el momento indicado. Llevaba cinco días bastante delicado de salud porque había desarrollado una neumonía». Así comunicó el desenlace Lina, hija del artista, la persona que al glosar la trayectoria de su progenitor se refirió «a la historia inspiradora de una persona que empezó de la nada y que lo único que tenía claro era su vocación artística, su capacidad de trabajo, su pasión por lo que estaba haciendo. Todo eso le permitió salir adelante y nadar muchas veces contra las corrientes predominantes en el mundo del arte».
Lo hizo a lo largo de más de siete décadas en las que fue contrapeando oleos, acuarelas, dibujos y esculturas hasta convertirse en un artista de estilo y discurso propio e irrepetible a través del que ha marcado una época.
Llevado por una pasional vocación a la que nunca dio la espalda y partiendo de unos orígenes muy humildes, inició su carrera con apenas dieciséis años como ilustrador del diario El Colombiano. Sólo una década más tarde ya plasmaba sobre los lienzos las pinturas luminosas y las figuras voluminosas que le llevarían a la consideración de la crítica y a la admiración popular, un respeto que creció exponencialmente cuando sus características figuras de bronce se asomaron para quedarse en calles y plazas de numerosas ciudades del mundo.
Cuando, injustamente, se le tildaba de creador que escoraba hacia la plácido y sencillo, Botero, que dedicó una serie de obras a las torturas y a los torturadores de la prisión iraquí de Abu Ghraib, torcía el gesto habitualmente amable y declaraba: «Siempre he buscado coherencia, estética. He pintado la violencia, la tortura, la pasión de Cristo, porque hay un placer distinto en la pintura dramática. El gozo mayor de la pintura, la belleza, no pone a reñir lo dramático y lo placentero».
Aunque en distintos períodos vivió en México, Madrid, París, Nueva York o Mónaco, Colombia siempre fue su lugar de referencia y lo volvió a demostrar cuando a comienzos de este siglo donó su colección de arte a su país, declarando que esa decisión, muy meditada, era una de las que mayor satisfacción le habían provocado, a pesar de que tuvo que asumir que una bomba destrozase la paloma de su autoría que presidía una plaza de Medellín. Ante aquel atentado, que acabó con la vida de 26 personas, Botero exigió que no se reconstruyera y, como símbolo de la paz, esculpió otra paloma que en la actualidad figura al lado de los restos de la devastada.
Su conexión con España siempre fue estrecha. De hecho, el pasado mes de marzo, la Fundación Bancaja iniciaba en Valencia su programación anual con la presentación de Fernando Botero. Sensualidad y melancolía, una muestra que recorría los más de setenta años de producción del artista que, según propia confesión, cuando era adolescente fue expulsado del colegio de religiosos en el que cursaba estudios por escribir un artículo en el que elogiaba los dibujos de Picasso, unas obras que quienes dirigían el centro consideraban pornográficas.
Ahora llueve sobre Madrid. Como un llanto sutil y enmudecido resbala el agua sobre las formas voluptuosas de algunas de sus estatuas. Ha muerto su autor. Se ha ido Fernando Botero.