Este tipo de antagonismos se dan en todas las disciplinas pero brillan con luz propia entre pintores que visitan el estudio del colega con una mezcla de recelo, admiración e inevitable espionaje. Pintores que al tiempo que se vigilan se hacen amigos inseparables y se influyen mutuamente, que se sienten vulnerables y acaban por traicionarse, que se perdonan o no pero rara vez se olvidan el uno del otro por mucho tiempo que pase.
“Creo que Picasso sabía que no hubiera pintado Las señoritas de Aviñón, su gran obra rupturista, ni hubiera impulsado, junto a Braque, el cubismo sin esa seductora presión que proporcionaba Matisse”. Quien así opina es Sebastian Smee, crítico de arte del diario The Boston Globe, que en su libro El arte de la rivalidad ha investigado a fondo cuatro relaciones de enfrentamiento amistoso marcadas por la ambición que suman ocho gigantes del arte moderno: Edouard Manet y Edgar Degas, Henri Matisse y Pablo Picasso, Lucian Freud y Francis Bacon, y Jackson Pollock y Willem de Kooning.
El autor propone así un viaje a distintos momentos y escenarios: al Londres que trata de recuperarse de la Segunda Guerra Mundial, al Nueva York que asiste entre alucinado y perplejo al nacimiento del expresionismo abstracto en los años cincuenta del siglo pasado y, por dos veces, a París cuando era la capital artística del mundo, entre mediados del XIX y los primeros años del XX.
Partiendo de un momento concreto, que puede ser un retrato que hace uno al otro, una conversación entre ambos o una visita al estudio, el crítico repasa cómo los grandes bandazos pueden estimular o estancar al adversario amigo, describe con mano maestra cómo aquellos artistas, considerados hoy los más revolucionarios de su tiempo, hacían convivir en su fuero interno dudas y temores relativos al valor de su propio trabajo con la admiración y los celos en relación a la obra de los otros; recrea Smee el modo en que devenían gallos de pelea, ya fuera en bares y salones o galerías, fajándose por imponer cada uno su carisma, ingenio y capacidad dialéctica y de seducción como si esa victoria también redundara en beneficio del lienzo.
Las diferencias de edad y sobre todo de personalidad solían explicar algunas ascendencias, como la que tuvo Bacon sobre Freud, la de Manet sobre Degas o la de Pollock sobre De Kooning. El autor pone el foco en el choque de trenes pero sin dejar de contarnos de dónde sale cada tren, cómo va cambiando en el viaje, cuándo y por qué empiezan a separarse… De hecho, el libro camufla en sus páginas una historia del arte moderno a partir de unos pocos cuadros y un montón de anécdotas y curiosidades que favorecen su lectura: ahí están los pasotes masocas de Bacon, las ganas de montar jaleo en cualquier reunión y de pegarse con todo el mundo del insufrible Pollock, la precariedad de la familia Matisse que obligaba al pintor a raspar la pintura de los lienzos viejos para poder reutilizarlos o el influjo de poetas como Baudelaire (Manet) o Apollinaire (Picasso).
Un ensayo que se lee incubando el sueño de poder ver algún día su adaptación al formato documental que nos permita conocer todas estas historias de amistad, traición y ruptura mientras desfilan por la pantalla las obras que cambiaron para siempre el arte moderno.
El arte de la rivalidad
Sebastian Smee
Traducción: Federico Corriente
Editorial Taurus
377 p
23,90 euros