Arte excluyente, ¿todo es una farsa?
Efectivamente, actualmente el arte contemporáneo sigue siendo una experiencia no asimilada.
El crítico británico John Carey relataba [1] que, para publicitar la Bienal de Liverpool de 2004, se distribuyeron por la ciudad carteles y chapas con unos senos femeninos desnudos y un pubis de mujer con vello, diseñados por Yoko Ono. Al parecer, esto resultó muy ofensivo para el público inglés.
La conclusión a la que llegó Carey es que los organizadores estaban convencidos de que los ciudadanos que se quejaron de este hecho vivían en un nivel de sofisticación muy inferior al suyo. La propuesta partía así de una postura calculadamente excluyente [2], sobre todo, para los núcleos de población con menos nivel educativo que, además, son los menos favorecidos económicamente: el manido dicho de que alguien es “muy ignorante para entender eso”. Evidentemente, a la Bienal no le preocupaba comunicar ideas a un amplio número de personas; la función de todo su material explicativo era excluir al ciudadano de a pie.
Lo más divertido es que esta sensación de indefensión, de ignorancia, muy posiblemente sea extensible a todo el público en general (en el cual nos incluimos, sin duda) y no obedece a una falta de inteligencia o de inquietud por la cultura. Observamos un público numeroso que conoce la obra de Marcel Duchamp [3] o Carl André [4] pero no la entiende. Los asistentes a las exposiciones de arte contemporáneo tienen la dolorosa sospecha de que todo es una farsa.
De la visión objetiva del arte a la provocación
De forma muy resumida, podríamos afirmar que el concepto de arte transita desde la antigüedad clásica, donde había una visión objetiva basada en la idea de belleza y unas reglas artísticas, al pensamiento estético de nuestros días [5]. Este se sustenta en una visión subjetiva del arte [6] que no se encuentra en una determinada característica del objeto, sino que se halla en la capacidad receptiva del sujeto. Bajo este concepto se abre la oportunidad de que se desarrollen las formas de arte contemporáneo que hoy conocemos.
Esta visión subjetiva dio pie a un último impulso: el arte como provocación. Así, ya entrado el siglo XX, los artistas desarrollaron la libertad de promover sus ideas ajenas a la belleza, las reglas y el buen gusto [8]. Los artistas contemporáneos opinan que el arte debe producir experiencias artísticas [9], aunque estas no estén ligadas a la belleza. Son, en la mayoría de los casos, experiencias desconcertantes y atrevidas.
Asistimos, por tanto, a la llegada de la des-definición del arte. En el concepto actual, si alguien afirma que un determinado objeto es una obra de arte [10], debemos verlo como tal.
Si todo vale, habrá que explicarlo
Pero claro, si, de pronto, todo es arte, aparece la necesidad de un discurso estético para explicar ese objeto artístico que nadie entiende. Este discurso se manifiesta siempre a posteriori. En este momento, cuando aparece el lenguaje como soporte, asistimos a la llegada del arte conceptual [11].
En referencia a esta idea, el gran historiador español José García Leal se hace una pregunta, malintencionada, que merece la pena plantearse [8]. Admiramos obras que son herméticas en su significado, pero ¿tendríamos el mismo interés en acceder a esas obras si no se presentasen revestidas del manto reverencial del arte, si sus autores no se atribuyesen la condición de artistas, si los objetos no se exhibiesen en salas de arte? La respuesta es que, con toda seguridad, no.
Aquí está el meollo de la cuestión: una idea artística es (o debiera ser) inseparable de lo sensible, pues, a nuestro juicio, solo lo que se halla en el terreno de lo sensible tiene un carácter artístico. La obra pertenece a las emociones, a la condición humana.
La cocina del arte
Quien haya tenido la ocasión de disfrutar de la llamada nouvelle cuisine quizá haya caído en la cuenta del potente discurso estético existente tras sus recetas y, sin duda, de una conclusión de más peso del que quizá imaginamos: el cocinero (contemporáneo) puede contar con un concepto complejo detrás de su receta, pero nunca olvida al comensal.
La analogía con la deriva a la que asistimos en cuanto a la relación entre el arte contemporáneo y el público es clara, y a su vez, puede ser muy instructiva.
En la nueva cocina tenemos un discurso amplísimo –aunque quizá convenga no olvidar que es un discurso creado a priori–. Pero hay un hecho en el que los cocineros y chefs de la nouvelle cuisine ganan por goleada a los artistas: la cocina se debe a quien la come. No hay estrategias ni subterfugios posibles para evitar el punto final de sus creaciones. Si un grupo de personas rechaza una creación culinaria es que, simplemente, esa receta no funciona. No hay posibilidad de discurso a posteriori, porque no se puede sustentar con palabras lo que el paladar rechaza.
El arte pertenece a la condición humana
Si avanzamos por ese camino, quizá tengamos una herramienta útil y eficaz para acercarnos de forma clara y profunda a la obra de arte.
Concederíamos valor al discurso hecho con antelación, casi siempre ligado a una extraña realidad donde todo tiene que estar guiado por el intelecto –la mayoría de las veces, el intelecto de las élites–. Pero, por otro lado, nos daríamos cuenta de la necesidad de acercarnos a lo sensible, al componente humano de la obra de arte.
Al abordar así la obra, el discurso posterior, tal y como se propone desde cierto arte contemporáneo, no sería necesario ni tendría cabida.
Antonio Félix Vico Prieto [13], profesor de Educación Musical, Universidad de Jaén [14]
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation [15]. Lea el original [16].