Dos características marcan la relación de Plácido Arango con este Museo: su generosidad sin límite y su nulo afán de protagonismo, tan de agradecer ambos en momentos en los que el egoísmo y la notoriedad vacía sacuden nuestra sociedad.
Su compromiso con el Prado era para él fuente inagotable de entusiasmo y, para esta pinacoteca, una aportación de energía vital que contagiaba a todos. En los largos y fecundos años que su figura patricia ha acompañado el devenir del Museo, su ejemplo ha sido un espejo para los cientos de profesionales que aquí desempeñan su tarea.
Plácido Arango fue todo en este Museo al que hoy deja un tanto huérfano. Supo ser un imprescindible apoyo, un líder capaz, un forjador de cariño hacia el Prado y también un generoso donante. Un hombre que tuvo la altura de miras y el amor a la pintura necesarios para entender que las obras que él había reunido en su impresionante colección eran aún más grandes si pertenecían a todos. Hay que ser un sincero amante del arte para entender que este nos engrandece cuando lo contemplamos en común. Y él lo fue (utilizar el pasado para hablar de Plácido Arango duele).
Y hay que ser, como él lo fue, un hombre de Estado para rehuir el protagonismo, para renunciar voluntariamente a la tremenda satisfacción que le producía presidir el Patronato del Museo, y seguir trabajando por esta institución, que tanto le deberá siempre.
Hoy en el Prado existe una sensación de orfandad que crece con la contemplación de las muchas obras que Plácido legó a todos los españoles y cuelgan en estos muros. Sólo nos consuela la idea de que él, en su generosidad, trabajó en lo que siempre le gustó: hacer mejor este museo que tanto amó y mejores a todos los que lo conocimos y admiramos.