1. Georges de La Tour. Es uno de los grandes pintores del barroco francés al que se han dedicado más de cincuenta estudios sobre su figura y su producción. No obstante, durante el siglo XIX cayó en el olvido y sus escasas y diseminadas obras se atribuyeron a otros autores en auge durante el romanticismo de la época, como Velázquez. Aquellas por las que ahora es especialmente célebre destacan por un acusado tenebrismo que se ha querido relacionar con los caravaggistas del norte de Europa, aunque en realidad son principalmente conjeturas las que sustentan su período de formación o sus viajes. A pesar de conservarse mayor documentación sobre el desarrollo de su actividad profesional –se sabe que era uno de los artistas predilectos del rey Luis XIII–, la vida y la carrera del pintor se encuentran ensombrecidas por una gran confusión. Esta muestra continúa la línea propuesta desde principios del siglo XX, que ha ido consolidándose poco a poco, siempre abierta a los múltiples dilemas que quedan por esclarecer.
2. Enigmas iconográficos. Si el autor nos es en gran medida desconocido, muchas de sus pinturas suponen desconcertantes incógnitas aún por despejar. Por una parte, los descarnados personajes de las escenas costumbristas representan todos los estratos de la naturaleza humana y sorprenden por la extraordinaria veracidad y el realismo de sus emociones. En cambio, sus conocidos nocturnos impactan por el desarrollo de composiciones enigmáticas, como universos cerrados en sí mismos donde los protagonistas, casi todos de origen bíblico, reciben una tenue pero contrastada y llamativa iluminación. Esto da lugar a que la mayoría de sus títulos sean descriptivos, como Job y su mujer o La Sagrada Familia, al resultar de convencionalismos acordados entre especialistas para poder identificarlos.
3. 31 obras de 40. Desde que a principios del siglo XX fuese redescubierto por el historiador Hermann Voss, La Tour ha sido objeto de numerosas muestras monográficas en los principales museos del mundo. Entre ellas destacan las retrospectivas de 1972 en l’Orangerie y de 1997 en el Grand Palais, ambas en París. Precisamente esta última es la que, en calidad de una exposición dedicada exclusivamente a un artista, ostenta el récord de visitas aun hoy en día en Francia. No obstante es especialmente remarcable como en la del Prado se encuentran reunidas 31 piezas de las 40 que actualmente la mayoría de expertos atribuye al maestro. Se trata, pues, de una concentración de máxima importancia que realmente ofrece una visión global de la obra de Georges de La Tour.
4. Puesta en escena. La exposición se divide en dos secciones relacionadas con la ambientación de las escenas del pintor, diurnas y nocturnas. El diseño museográfico ayuda al visitante a percibir esta evolución, presentándole en primer lugar las escenas costumbristas en conjuntos temáticos, y a continuación los misteriosos personajes en mitad de la noche a la luz de las velas. Destacan estos últimos, enmarcados sobre oscuros muros para reforzar la nocturnidad que protagoniza estos lienzos y así hacer partícipes a los espectadores de ésta.
5. Relevancia internacional. Esta muestra supone todo un hito internacional por su singularidad y la rigurosidad científica con la que se ha trabajado en ella, tanto en su comisariado, a cargo de Jesús Úbeda, jefe de Conservación de Pintura Italiana y Francesa (hasta 1700), como en todas las investigaciones previas que ha requerido.
6. El Prado y el Louvre. Al igual que la muestra antológica de Ingres recientemente clausurada, Georges de La Tour es el resultado de la colaboración entre dos grandes instituciones museísticas que tienen en común, además de varias circunstancias históricas en su proceso de formación y desarrollo, querer promover la difusión del arte y de sus grandes protagonistas. Hace algunos meses se anunció la renovación de esta cooperación para los próximos años, lo que nos asegura poder seguir disfrutando de grandes exposiciones que permiten a españoles y franceses conocer en sus respectivas instituciones los excelentes fondos de cada museo.
7. Nuestros ‘La Tour’ en compañía. Pese a que La Tour es uno de los grandes maestros franceses, de los que su nación hace especial gala, la representación de este pintor en las colecciones españolas es realmente exigua. Las dos principales piezas que pueden contemplarse en nuestro país son Ciego tocando la zanfonía y San Jerónimo leyendo una carta, la primera adquirida por el propio Museo del Prado y la segunda depósito en esta institución procedente del Instituto Cervantes, donde hace algunos años fue descubierta y reatribuida a su autor. Ahora quedan contextualizadas en su carrera artística gracias a su yuxtaposición con otras obras del mismo estilo o de igual iconografía en la producción de La Tour. Con este objetivo ya se celebró en 1994 una muestra dedicada a la representación de tañedores de zanfonía, pero en esta ocasión se enmarcan en un intento por identificar su posición dentro de la trayectoria completa que se conoce del artista.
Georges de La Tour. 1593 – 1652. Madrid Museo Nacional del Prado. Hasta el 12 de junio de 2016.
Georges de La Tour
Vic-sur-Seille, Lorena, 1593-Lunéville, Lorena, 1652
Pintor francés. Famoso en su tiempo y luego completamente olvidado, no fue redescubierto hasta el siglo XX, en particular por Hermann Voss (1915). A partir de la exposición Pintores de la realidad (1934), La Tour recobró un lugar eminente en la pintura francesa, confirmado por la sonada adquisición, en 1960, de la Echadora de la buenaventura por el Metropolitan Museum of Art de Nueva York, y por las dos exposiciones monográficas consagradas al artista, en 1972 y en 1997, ambas en París.
En el seno de una familia antigua, relativamente acomodada, de artesanos y propietarios, La Tour nace en un burgo de Lorena. Nada o muy poco se conoce acerca de su juventud y de su formación. Nada se sabe tampoco sobre un posible viaje a Italia, viaje emprendido por otros muchos pintores contemporáneos para completar su formación. En cualquier caso, en 1616 La Tour es ya un pintor formado. Al año siguiente, contrae matrimonio con Diana Le Nerf, nacida en una familia acomodada, y se instala en Lunéville en 1618.
Es considerado burgués de la ciudad en 1620, y lleva la vida propia de un pequeño gentilhombre lorenés. La fama, de la que goza prontamente gracias a las compras del duque de Lorena en 1623-1624, se confirma durante la ocupación del ducado por los franceses. Hace un viaje a París en 1639 y obtiene el título de pintor ordinario del rey. Pinta cada año un cuadro para el gobernador de la Lorena, el mariscal de La Ferté. Otros coleccionistas célebres, como Richelieu, el superintendente de finanzas Claude de Bullion, el arquitecto Le Nôtre e incluso Luis XIII, poseen obras suyas.
El artista muere en 1652, sin duda víctima de una epidemia, unos días después de su mujer.
La Tour en números. Más de 40 pinturas más o menos unánimemente tenidas por autógrafas y 28 telas y grabados copias de originales perdidos. Esto es, más de 70 composiciones conocidas, de las que sólo cuatro están fechadas y solo 18 firmadas. En La Tour, el cuadro queda restringido a sus datos esenciales, la anécdota es excluida, así como la arquitectura o el paisaje, y hasta los accesorios se reducen a lo más estrictamente necesario: los santos suelen carecer de aureola y los ángeles no tienen alas. Solo dos de sus cuadros llevan fecha inteligible (Las lágrimas de san Pedro, 1645, Cleveland Museum of Art, y La negación de san Pedro, 1650, Musée des Beaux-Arts de Nantes), por lo cual la cronología de su obra sigue siendo muy discutida.
Realizó algunas escenas diurnas y otras nocturnas, que trató de diferente manera. Las primeras se distinguen por su luz fría y clara, por la acuidad de la escritura y la precisión despiadada del retratista registrando, con la punta del pincel, arrugas y harapos. En las escenas nocturnas, casi siempre iluminadas por una vela, los colores son escasos, a menudo limitados a un refinado diálogo de pardos y bermellón, y los volúmenes se reducen a unos cuantos planos simples. Esta economía de medios conducirá en la etapa final de su producción a la realización de pinturas ensimismadas, con una luz que podríamos calificar de metafísica que abstrae cada vez más de la realidad a sus modelos. Ningún gesto, ningún movimiento viene a turbar el recogimiento de los personajes replegados en sí mismos, absortos y reflexivos.