Y por eso, aunque sé que son dos preparaciones en las que podemos hablar de un producto sobrecocido en sentido estricto, no tomo nunca ni arroz con leche ni sushi. Lo de esta popular técnica japonesa suele sorprender a quien se lo cuento. Y es que mi problema no es con el pescado crudo (como sashimi sin problema), sino con la bola de arroz que se me forma en la boca (puaj, disculpen). Respecto del postre, lo he pedido en alguna ocasión, hasta que me convencí de que no podía soportarlo. Sólo una vez disfruté de él. Fue en Casa Gerardo [1], en Prendes, entre Gijón y Avilés. Pero claro, estos señores con estrella michelín sirven crema de arroz con leche requemada, otro nivel.
Tal es la manía, y tanto la comprende y comparte Cristina, mi mujer, que solemos recordar con una sonrisa, aunque en su momento pasáramos un mal rato, la lista de los cinco peores arroces a los que nos hemos enfrentado nunca. Algunos han sido en casas de familiares o amigos, por lo que seré respetuoso y guardaré silencio. Otros, un par de ellos que obviaré por elegancia, han sido en restaurantes abiertos al público a los que jamás volveré tras semejante atropello gastronómico, uno recientemente en Plasencia y otro en Valencia. Sí, en Valencia. Hasta allí se puede comer mal arroz.
Comida de domingo
Gracias a Dios, son excepciones. Por norma general, en España se comen maravillosos arroces y la paella y todas sus variantes secas son sin lugar a dudas uno de los grandes pilares de la gastronomía española. Hay pocos ejemplos mejores para ilustrar una comida de domingo o festivo en este país, ya sea en casa propia o de algún amigo o familiar, ya sea en un restaurante, taberna o chiringuito playero. Porque, ¿hay algo más divertido que juntarse con los amigos a comer, y preparar, una paella?
Éste de la comida es uno de esos ámbitos en los que puedo asegurar abiertamente que soy un hombre afortunado. Poco a poco iréis descubriendo que no exagero cuando digo que mi mujer cocina estupendamente. Y una de sus especialidades es, como sospecharéis, el arroz. Lo borda, literalmente. Siempre con arroz bomba, de grano redondo, y en su punto, seco y suelto. En casa comemos arroz casi cada fin de semana desde las versiones más de andar por casa, con alitas de pollo o con gambas, hasta otras mucho más elaboradas e ilustradas (a banda con su alioli, negro con puntillitas y alcachofas, con erizos y carabineros, de hongos y conejo o uno campero, con presa y jamón ibérico, por citar sólo algunos ejemplos).
Y, como la cabra tira al monte, pues también somos aficionados, muy aficionados, a comer paella en arrocerías y restaurantes diversos. Hemos disfrutado muchísimo (y seguiremos haciéndolo) en los establecimientos dedicados a este producto que abundan en Valencia, casi todos buenísimos, exceptuando aquella experiencia nefasta de hace años.
Por trabajo o por placer he tenido la suerte de visitar mucho la capital levantina, y sus restaurantes, en los últimos años. Y hemos descubierto el placer de comer el arroz directamente de la paella, a ser posible con cuchara de madera. Algunos de ellos están en la clásica playa de la Malvarrosa, como L’eriço, tristemente cerrado (¡aquel fantástico arroz con pulpitos y alcachofas!), Luz de luna [2] o Casa Carmela [3], auténtico templo de este producto y sus elaboraciones. Otros, en el centro de la ciudad: el elegante Restaurante de Ana [4] (un magnífico arroz del senyoret); El Forcat [5], donde nos dimos un festín a cuenta de una gran paella los amigos del Foro de Béticos en Madrid; Vuelve Carolina, [6] de Quique Dacosta, que tiene unos riquísimos arroces en su cuidado menú del día; o Mas Blayet [7], a las afueras, perfecto para ir con niños y que hace un arroz negro que tanto enamoró a mi hija pequeña Lola que nos obligó a regresar al verano siguiente.
Secretos valencianos
En esas excursiones hemos descubierto alguno de los secretos de los valencianos para que el arroz salga estupendo, seco y suelto. La importancia del caldo, el fumet, con sabor y enjundia, que debe ser la base de todo el plato. Y que la superficie de cocción (el diámetro de la paella) sea muy grande y la capa de arroz sea muy fina. Así de fácil aparentemente.
Para que mis amigos alicantinos no se pongan (demasiado) celosos también quiero recordar dos experiencias maravillosas en la otra gran ciudad de la Comunitat. Una en Dársena [8], una de las grandes referencias del arroz en este país, en donde pude disfrutar de una magnífica degustación de arroz negro y a banda. La otra, en el Nou Manolín [9], donde fui solo en un viaje de trabajo y me zampé un plato estupendo de arroz en la misma barra.
También en la provincia de Alicante, pero en la playa de Santa Pola, asistí en una ocasión, hace mucho tiempo, casi en otra vida, a un auténtico milagro arrocero. Estaba en una reunión política, en plena campaña electoral, con varios cientos de asistentes en un gran salón. Se celebraba en el restaurante Varadero [10]. Todos habíamos pagado un menú de degustación de arroces y, mientras intervenían los ponentes, yo no hacía más que preguntarme como iban a dar de comer decentemente a tanta y tanta gente que abarrotaba aquel local. Y cuando terminaron los discursos, y ya agotados los aperitivos, por la puerta de aquella cocina empezaron a salir paellas gigantes, una detrás de otra, por decenas, de arroz a banda y arroz negro que estaban, sencillamente, sublimes. Aún me pregunto cómo hicieron en aquella cocina para preparar tantas paellas y que en todas hubiera arroz en su punto no ya de mi agrado, sino del de todos los asistentes, en su mayoría habitantes de la localidad y, por ende, auténticos expertos en la materia.
Matar el mono arrocero
Más a mano que las de la costa mediterránea tengo muchas arrocerías en Madrid, donde vivo. También soy aficionado a visitarlas con la familia y hay un buen puñado de ellas que merecen su hueco en este recorrido por el mundo del arroz. Recuerdo con cariño los arroces de la Balear, un pequeño y agradable local que había junto a la Plaza de Olavide y que desgraciadamente cerró. Pero hay muchos otros, clásicos populares en su mayoría: Saint James [11], La Barraca [12], Nuevo Gerardo [13], El Caldero [14], El Pato Mudo [15], Cañas y Barro, etcétera. Buenas opciones todas que, aunque no tienen la autenticidad de los locales levantinos, ayudan a matar el mono de que te pongan una buena paella por delante.
Aunque es evidente que los arroces secos son mis favoritos, no son los únicos que me gustan. Los caldosos son estupendos, aunque ponen en un riesgo mucho mayor el punto del arroz y hay que comerlos casi con prisa, para que no se pasen. El mejor que recuerdo es, sin duda, el arroz caldoso con bogavante de A Centoleira [16], en la playa de Beluso en Bueu. Allí acabamos un verano de la mano de nuestro querido Genaro y la experiencia se nos grabó a fuego en la memoría gustativa. Habrá que volver más pronto que tarde.
Tampoco son mancos los arroces caldosos de Herlogón [17], en O Grove, uno de nuestros destinos preferidos. O el arroz meloso de rabo de toro y trigueros de Lambuzo [18], nuestra segunda casa.
Seguro que me dejo fuera bares y restaurantes en los que he disfrutado con un buen arroz, algunos de ellos incluso de los que se sirven de aperitivo con la bebida (que ya hay que ser artista para que una paella de esas quede en su punto, y los hay), y seguro que a vosotros se os ocurren muchos y muchos más, repartidos por toda la geografía española. Y aún más habrá padres y madres, amigas y amigos que los bordan en casa y hacen las delicias de nuestras familias cada fin de semana. Pero recordad, tened cuidado ahí fuera y aseguraos que el grano esté siempre en su punto, nunca pasado. Ahí está el secreto. Y la manía.