Lo primero, como buen bebedor de cerveza que soy, es la temperatura de la caña o del botellín. No soporto que la cerveza no esté suficientemente fría. Me refiero obviamente a la cerveza rubia tipo Pilsen que se bebe mayoritariamente en España. Si estoy en Bélgica o en Alemania puedo ser más comprensivo con una jarra que no esté helada, sobre todo si lo pide el tipo de cerveza (de abadía o IPA, por ejemplo). Aun así creo que las prefiero siempre frías y las he bebido a una temperatura perfecta, heladas, tanto en Berlín como en Londres, Roma o en un pequeño pub en las Highlands escocesas.
Pero un botellín o un doble no suficientemente frío en España es imperdonable. Soy sevillano y allí las cervecerías no se catalogan por su mejor o peor cerveza. Todas sirven Cruzcampo y se distinguen por ver quién la sirve más fría. Coronado, Vizcaíno, el Tremendo, el Jota, los Soportales… son nombres familiares para un sevillano al que le gusta la cerveza y tienen una merecida fama por servirla helada. Hay mecanismos de enfriamiento tradicionales que no fallan, como el tanque de salmuera para el tirador o el cubo con hielo para los botellines.
Cerveza helada
Por eso, porque es fácil y barato, es intolerable que un local abierto al público sirva la cerveza caliente. Y cuando digo caliente me refiero a fresca, como si sirvieran agua o vino tinto. No señores, no. La cerveza debe estar helada y resultar refrescante y eficaz contra la sed. Hace poco estuve a punto de levantarme de una terraza en Madrid cuando, tras beberme una copa tibia, pedí un tercio que estuviera realmente frío y me dijeron que no les había dado tiempo a enfriarlo y que la del tirador salía mejor. Y lo que me preocupa es que es algo que me ha pasado en varias ocasiones ya en los últimos meses.
Igual que la cerveza debe estar fría, la comida debe estar caliente. Parecen perogrulladas, pero no lo son cuando te tropiezas repetidamente con bares y restaurantes que sirven platos de carne o pescado y guisos a temperatura ambiente, cuando no fríos, aunque su consumo idóneo sea recién hecho. Aun comprendo y disculpo que, por organización del local, tenga comidas elaboradas que sirvas en la barra o en la mesa calentadas previamente en microondas.
Es algo fácilmente aplicable a potajes, sopas u otros platos de cuchara. Vale, pero, en tal caso, ¡asegúrate de que el microondas calienta la comida suficientemente! Y ten cuidado con estos aparatos que no calientan de forma uniforme. Igual, señor camarero o cocinero, debe usted darle una vuelta al plato y volver a darle unos segundos más de calor antes que servirlo templado, si no frío, a su cliente.
Siempre aperitivo
Hay otro aspecto que puede sacarme de mis casillas en un bar, aunque reconozco que es una manía mía que sólo se me activa en Madrid. La tradición madrileña del aperitivo es magnífica, me apasiona, pero hace que el hecho de contar con algo que picar junto a la bebida que consumes dependa de la voluntad del camarero. Así ocurre que hay locales en los que está rigurosamente protocolizado y se sirve un pincho casi antes que la bebida mientras en otros depende del humor y la disposición del personal. ¡Y eso es muy chungo! Tanto que cuando veo que tardan en servirme aperitivo me sube un calentón que me imagino saliéndome humo por las orejas. Y si finalmente no cae nada, está sentenciado. No vuelvo por ese local.
Mi mujer siempre me reprocha lo exigente que soy con esta cuestión, especialmente viniendo de una ciudad como Sevilla en la que no se sirve aperitivo gratuito con la consumición, todo lo más unas aceitunas. Pero debo confesar que en ese tema me he vuelto muy madrileño, demasiado incluso.
También puede fastidiarme la visita a un local el volumen de la música. Y sí, conforme me releo cada vez doy más la impresión de ser un viejo loco antisocial, pero no me digáis que no os molesta ir a un bar a tapear o sentaros en un restaurante a comer y que la música esté tan alta que ni puedas escuchar a tus acompañantes. ¡Si ya me empieza a molestar la música alta en un bar de copas, imaginad en un local de comidas! (Y sí, ahora ya he entrado definitivamente en la categoría de señor mayor demente).
Mi última reflexión, que no la menos importante. El servicio. En general, creo que los camareros de un bar o restaurante deben ser eficientes y rápidos; agradables y simpáticos, pero no invasivos; y atentos y educados, que recuerden siempre que, como punto de partida, es el cliente el que lleva la razón. Y con una presencia cuidada, por supuesto.
Mirada al infinito
Todo esto puede parecer otra perogrullada, pero no lo es. Estoy cansado de visitar locales en los que el camarero o camarera se lía reiteradamente con las comandas, en los que el flujo de salida de comida de las cocinas es un desastre y las esperas se hacen interminables o en los que el personal trata con desdén, cuando no con faltas de respeto, a la clientela. Y es que para todo hay que saber.
No puedo con esos camareros que gestionan una terraza y tienen la capacidad de pasearse entre las mesas con la mirada fija en el infinito por no cruzarla con ningún cliente y que les pida algo. O esos otros que huelen mal, muy mal. ¡Con qué ganas voy a pedir nada de la carta de comidas si me has asfixiado al servirme la cerveza en la mesa! Y también me sacan de mis casillas aquellos que te tratan de tú y de cari y de niño conforme entras por la puerta, sin conocerte de nada.
Cada vez son más difíciles de encontrar esos hombres y mujeres de barra que desde su atalaya son capaces de controlar un local amplio y concurrido, sabiendo perfectamente qué lleva consumido cada cliente, atendiendo rápidamente las comandas casi con sólo cruzarte una mirada con ellos, y recordando tu nombre y tu cara con apenas un par de visitas en tu haber. ¿Dónde quedaron esos profesionales? Aún los hay, aunque cada vez son menos, y cuando conoces alguno dan ganas de cuidarlos como al santo grial.
Siempre recordaré mi sensación de completa inmersión en la vida de la Madrid más castiza el día que, en Bodegas Ricla, uno de los dos hermanos que gestiona este tradicional y sabroso local me preguntó al ir a pedir la bebida: ¿Un botellín y qué más? Pensé entonces que si ese señor sabía lo que yo bebía en su establecimiento ya podía considerarme un madrileño más.
Así que ya sabéis todo lo que hay que evitar y de lo que hay que huir. Señores hosteleros, si me leen, tomen buena nota. Puedo ser un loco maniático, pero estoy seguro de que no soy el único. La fórmula de la felicidad es sencilla. Cerveza fría, aperitivo rico, comida caliente, buen ambiente y un camarero cordial y eficiente. Una barra acogedora en la que sentirse como en casa, querido y acogido. Hace falta poco más para rozar el cielo.