La Feria, fundada por un vasco y un catalán hace más de 160 años [1] como mercado de compra y venta de ganado, y en el que las celebraciones con un vino y unas tapas de los tratos cerrados derivaron en el festejo popular que es hoy, consiste básicamente en lo que todos tenéis en mente: comer, beber, bailar, reir, reir y reir. Comer por gusto, claro, pero también por necesidad, para poder aguantar la tremenda tralla que supone una jornada en el recinto ferial. Y para que el mucho vino y cerveza que se bebe en las casetas no se suba mucho a la cabeza, que todo hay que decirlo.
El festejo comienza en la noche del sábado con lo que se llama el alumbrao, que es el encendido a media noche de toda la iluminación del recinto ferial, empezando por la gigantesca portada que abre el real desde el barrio de Los Remedios. Un momento que para el sevillano es tan importante o más que las campanadas de fin de año.
Antes ya se ha completado la primera gran tradición ferial, la cena del pescaíto. En cada una de las 1.052 casetas [2] se reúnen los socios y dueños para celebrar una cena formal basada, principalmente, en el pescado frito: choco, cazón en adobo, acedías, pijotas, rodajas de merluza, boquerones, etc. Pero esa noche también se disfruta de jamón y otras chacinas ibéricas o de gambas y langostinos. Todo ello regado con cerveza, Cruzcampo por lo general, o con manzanilla, el vino generoso de Sanlúcar de Barrameda, que se consume muy frío y sólo o mezclado con 7up o Sprite, formando el rebujito.
Hasta el amanecer
A partir de ahí se sucede una semana completa, de domingo a sábado, en la que la fiesta no para desde la hora del almuerzo (alrededor de las 14.00) hasta el amanecer (la iluminación se apaga oficialmente a las 2.00, pero la parranda sigue en el interior de muchas casetas). Una fiesta que, como ya se ha avanzado, consiste en cante y baile con música flamenca (sevillanas o rumbas principalmente), bien en directo bien enlatada, y encuentros familiares o con amigos en los que no importa mucho la hora, aunque el protagonismo oscila desde el infantil del mediodía y primera hora de la tarde hasta el juvenil de la madrugada, pasando por el de los más veteranos al atardecer y durante la noche.
Las casetas privadas, la inmensa mayoría del recinto, son una prolongación del domicilio de los sevillanos en las que se recibe y se comparte la fiesta, la comida y la bebida con familiares, amigos y conocidos. Nadie está a disgusto, todo el mundo acude a la Feria con predisposición para ser feliz. Es una fórmula en la que también caben los negocios, los contactos profesionales y las relaciones institucionales.
La vida de la ciudad se traslada literalmente al recinto ferial en el que ayuntamiento, partidos políticos, sindicatos, empresas y organizaciones empresariales, peñas de los equipos de fútbol, colegios profesionales, hermandades y casas regionales tienen caseta, muchas de ellas públicas y de acceso libre para cualquier visitante. Todas las instituciones aprovechan algún hueco en la semana para hacer algún acto público en el que reunir y agasajar a sus interlocutores, clientes y proveedores. Es un poco como en diciembre, con las copas de Navidad, pero con lunares y volantes.
Para un aficionado a los bares y tabernas como yo, la feria es algo muy cercano al paraíso soñado. Un recinto de 450.000 metros cuadrados con más de 1.000 barras, una por caseta. Y en cada una de ellas, muchas notas comunes en su oferta de comida y bebida, pero siempre señas propias de identidad.
Cigalas de tronco
En la carta de una caseta de feria no pueden faltar el jamón y los embutidos (chacina) ibéricos: caña de lomo, chorizo, salchichón, morcón, etc. Tampoco el marisco, gambas de Huelva y langostinos de Sanlúcar preferentemente, aunque hay de todo. Mi padre siempre recordaba las cigalas de tronco con las que su jefe agasajaba a los invitados en la caseta de la empresa de construcción en la que trabajaba, pero eran otros tiempos, de pelotazo y boom inmobiliario.
Además, y para bolsillos menos pudientes, en la cocina de la feria reinan los fritos (sobre todo pescados, pero también croquetas, pollo, flamenquines u otras preparaciones) y los guisos caseros. Es tradición que cada caseta ofrezca cada día de la semana una o dos propuestas de potaje o cuchareo. Ahí entran los cocidos, garbanzos, arroces caldosos y paellas, carne con tomate, carrillada, etcétera. A poco que el cocinero o cocinera tenga buena mano, estas alternativas son siempre un éxito seguro.
Además, otros clásicos de la gastronomía ferial son los tomates aliñados, las tortillas de patata y los revueltos variados, los pimientos fritos o los montaditos de lomo, opción muy socorrida tanto para completar el almuerzo de los niños como para matar el hambre de los adultos cuando avanza la noche y los efectos del alcohol empiezan a hacerse notar.
Rara avis
El caso de las tortillas de patata merece un comentario aparte. En una ciudad como Sevilla, en cuyos bares este manjar es un rara avis, no hay caseta de feria que no la tenga en su pizarra de tapas y raciones. Y claro, hay de todo. Desde esos engrudos secos en los que uno duda que haya ni huevo ni patata, hasta maravillosas tortillas calentitas y recién hechas que casi justifican una visita a la Feria.
Si sois perspicaces habréis reparado en una nota común que comparten buena parte de los platos típicos que se consumen en las casetas de la feria: la grasa. Fritos, guisos, revueltos o potajes son preparaciones contundentes y nada ligeras que alimentan el cuerpo y preparan al sistema digestivo para mantener el tipo de fiesta durante hora, cantando, bailando y bebiendo.
Otra clave importante en el ciclo gastronómico de este festejo es la de la continuidad. Uno puede ir a almorzar o cenar en la feria, y hacerlo bien, sentado y a gusto, pero de ahí en adelante debe tener presente siempre la necesidad de ir comiendo alguna cosita a cada rato que dure su excursión feriante, bien porque le vayan ofreciendo de esta o aquella ración, bien porque se asome a una barra y pida un montadito o un flamenquín. Pero no parar de comer para evitar así un desfallecimiento que nos prive de llegar a la meta de la parada de autobuses o taxi al borde de la amanecida en las condiciones más presentables posibles. Que de flamencas y señores vestidos de traje y corbata dormidos en la silla de una caseta o el borde de una acera están los teléfonos móviles llenos de imágenes. Indigestiones aparte.
Supervivencia
En ese propósito de la supervivencia hay un elemento clave y no siempre suficientemente conocido y utilizado por el gran público. Se trata del caldo de puchero. Este líquido, que en feria suele ir aromatizado con hierbabuena y no se consume en tazón de sopa sino en vaso de caña, hirviendo y a sorbitos, es capaz de entonar mediada la madrugada hasta a los cuerpos más perjudicados por el vino y el cansancio. Así que, si os veis en la circunstancia de notar los efluvios del alcohol antes de tiempo o en demasía, no lo dudéis. De cabeza a la barra y a por un buen caldito.
Cansado, ligeramente ebrio (con el puntito, que se dice), con dolor de pies pero feliz y con una sonrisa dibujada en los labios, no hay sevillano que se precie que no concluya una jornada completa e intensa en la Feria de Abril sin una visita a las buñoleras o a alguna de las churrerías que rodean el recinto ferial. No hay nana ni canción de cuna tras una tarde-noche de cante y baile en las casetas como el efecto de un chocolate hirviendo acompañado de una buena ración de churros (lo que en Madrid llaman porras) o unos buenos buñuelos gitanos.
Así transcurre la feria durante una semana completa. Días que se juntan con sus noches en los que trabajo, ocio, familia, amigos, jefes y trabajadores se mezclan en una curiosa hermandad unida sólo por las ganas de pasarlo bien y disfrutar de la vida.
Me gusta decir que no conozco (corregidme si me equivoco) ninguna otra gran fiesta como ésta en España, en la que no hay excusa ni atávica (carnavales o soslticios) ni religiosa (santos, cristos o vírgenes), y que movilice tanto a tanta gente. Una semana que, por cierto, no es enteramente festiva sino que cuenta con al menos cuatro días laborables en los que los sevillanos acuden a la oficina en horario de 8 a 15 como si de los zombies de The Walking Dead se tratara.
Una semana que, al menos para mí, vale entera por un buen rato con los amigos de toda la vida, por la ilusión con la que se visten de flamenca tus hijas, por las risas que te regala un chiste bien contado o una buena anécdota. Una semana que permite regresar al pasado nostálgico de la infancia desde el presente más chispeante, vivo y divertido.
Una semana que nadie sería capaz de soportar si no fuera gracias a la sólida, completa y sabrosísima propuesta gastronómica que ofrecen sus casetas, sus 1.050 bares en apenas 15 manzanas. Bendito milagro.