Harina de trigo candeal, huevos, leche, mantequilla, azúcar y una pizca de sal. Son los ingredientes tradicionales para hacer crepes, las mundialmente conocidas tortitas francesas, finísimas y suaves. Sustituya la harina de trigo candeal por harina de trigo sarraceno (más oscura) y el azúcar por un poco de aceite de oliva si lo que quiere hacer son galettes (saladas) en lugar de crepes (dulces). Así de fácil.
Este último agosto nos aventuramos durante dos semanas a recorrer las regiones de Bretaña y Normandía. Un viaje familiar, en pareja, con nuestras dos hijas y con la incorporación de nuestro amigo Carlos, un valiente que sobrevivió 15 días a nuestras dinámicas domésticas sin sufrir delirios ni dejarse vencer, aparentemente, por la rutina.
Bromas aparte, fue un éxito. Alquilamos como base de operaciones una gran casa campestre en la bonita aldea de Talensac, a las afueras de Rennes. Desde allí tuvimos la oportunidad de conocer en profundidad la naturaleza, la historia y las leyendas del muy bretón y orgulloso noroeste francés. Y, por supuesto, pusimos bajo la lupa su gastronomía y su oferta hostelera. El resultado, más que satisfactorio. Como sabrá cualquier lector viajado, basta asomarse al extranjero para convencerse de lo tremendamente afortunado que somos en España por nuestra variedad de comida, bebida, bares, tabernas y restaurantes. Pero esta región francesa pasó la prueba con nota y nos ofreció muchos momentos de disfrute y satisfacción.
Uno de las principales desventajas de comer fuera de casa por Europa es el precio. Aunque Bretaña y Normandía no son ni de lejos tan caras como París, Francia en general es mucho menos asequible que España. Y dar de comer en la calle a cinco personas a veces se convierte en un reto para la economía del grupo. En este punto es donde toman protagonismo las creperies y galetteries, locales de precio muy razonable, oferta autóctona y atractiva basada en las tortitas de referencia, menú completo y en la mayoría de los casos ambiente cálido y agradable.
Todo lo imaginable
La fórmula es sencilla. Galette con relleno salado de plato principal y crepe con acompañamiento dulce de postre. El contenido de estas tortitas finas y ligeras incluye todo lo imaginable. Desde verduras salteadas o setas hasta jamón york, queso y huevo pasando por calamares, mejillones, gambas, peras o incluso, y aunque fue por error, hasta zarajos (intestinos de cordero). Conste que esto último lo pedimos sin saber qué era exactamente pero hasta nos gustó.
En el lado goloso la variedad también es notable. Nata, crema, helados, nutella, mermeladas y, mi favorita, azúcar y limón. Un crepe sencillo, ácido y ligero. Perfecto para cerrar la comida satisfecho pero sin una gran sensación de pesadez.
En nuestras excursiones visitamos creperies de todo tipo y en lugares bien diversos. Desde la popular y estupenda Les Betises, en el caso histórico de Rennes, hasta la elegante Le Moulin De La Galette, en Bayeux, a la orilla del río L’Aure. Entre ambas, disfrutamos de la sencillez de Auberge de la Fleur D’ajonc, en Pont-Aven, la ciudad de los pintores; de la autenticidad de Balade en Crepanie, en Vannes; de las vistas de Bords de Rance, en Lanvallay; o de la variedad de Le Grenier à Crepes, en Caen. Mmmm, no sé si me apetecería comerme una galette en Madrid pero recuerdo estos locales, sus terrazas, el ambiente, los días largos y la temperatura agradable del verano francés y se me hace la boca agua. Y el alma también un poco, la verdad.
Nuestras comidas en estos restaurantes solían estar regadas con la sidra autóctona, tanto bretona como normanda, algo achampanada, o con el agua corriente de las jarras que te ponen en la mesa sin preguntar siquiera (un detalle del que bien podrían aprender los negocios de hostelería en España). Algún día cayó alguna botella de tinto del país, normalmente muy rico y a precio asequible. Y raramente bebimos cerveza. Para nuestra sorpresa, era con diferencia la bebida más cara de la carta de cualquier local.
Otras especialidades
Aunque las galettes y crepes fueron la base de nuestra alimentación, o quizás gracias a ello y al efecto de sus precios asequibles sobre nuestras carteras, pudimos atrevernos algún día a romper el modelo habitual y aventurarnos en otras especialidades de la comida francesa. Así ocurrió en Gastón, en pleno centro de Nantes, un magnífico local junto al Castillo de los Duques de Bretaña que ofrece comida correcta nada más y un poco pesada para nuestro gusto. O en Josellin, la preciosa villa medieval bretona en la que disfrutamos de las ostras y los mejillones con patatas fritas de Le Bistrot, una preciosa terraza en el centro del pueblo, a mitad de camino entre su iglesia gótica y su epatante chateau (castillo) de cuento de hadas.
Quizás nuestro mayor éxito de elección, y uno de los más improvisados y espontáneos, fue la visita a Cancale, un bonito pueblo costero junto a Saint Maló y Mont Saint-Michel, y capital de una de las principales zonas ostrícolas de Francia. Tras visitar la impresionante abadía que corona la península de Mont Saint-Michel, y apurados por que se nos había hecho tarde, reservamos para comer en el restaurante À Contre Courant, frente al mar, en la Place du Calvaire. Allí nos encontramos con un estupendo menú del día en el que se incluían mejillones, gambas, brochetas de gambones y hasta ostras por apenas 15 euros por cabeza.
Pero la sorpresa no estaba solo en la variedad, calidad y precio del local elegido para almorzar, del que salimos más que satisfechos. Tras la comida, dimos un paseo por esta localidad marinera y terminamos en su Port de la Houle (puerto de la marejada, del oleaje) donde nos sorprendió un curioso mercadillo de ostras, seis u ocho puestos callejeros que no vendían más que este sabroso bivalvo en sus diferentes tamaños y calibres. En una de las escolleras, y a la hora de la merienda, decenas de personas saboreaban las ostras recién compradas acompañadas por botellas de vino blanco comprado en los bares de alrededor. Y las conchas se acumulaban, al pie del muelle, formando montañas de desecho brillante y oscuro.
No era la hora de probarlas para nosotros pero nos animamos a comprar algunas para llevar a casa, en Talensac, para la cena. Compramos dos docenas (en Cancale cada docena no son 12, sino 13) de ostras calibre 0, grandes como puños, al irrisorio precio de un euro por unidad. Y adquirimos también dos cuchillos anchos y romos para abrirlas. Al llegar a casa esa tarde, buscamos en internet varios vídeos explicativos sobre cómo acceder al bicho protegido por la concha. Y tras apenas un par de ostras de práctica, y ya hechos unos expertos, nos dimos uno de los más grandes atracones que recuerdo de un único producto. Creo que nuestros niveles de ácido úrico aún están pagando aquel exceso. ¡Pero qué gozada más grande, señores!
Mercados al aire libre
Las excursiones por Francia nos permitieron también disfrutar de sus increíbles panes, pasteles y bollería. Croissants, eclairs, tartaletas y baguettes. Igualmente de sus patés, también los de pescado (de sardinas y boquerón sobre todo), o de su inacabable oferta de quesos, especialmente esos pequeños, casi de bocado, a cual más fuerte y pestoso. Aún recuerdo aquel puesto de auténtico vicio en el mercado de Quimper, o la suculenta y rotunda oferta callejera de los mercados al aire libre de Caen o Montfort-Sur-Meu.
En nuestra última jornada en Bretaña, como si fuéramos a rodar uno de esos programas de gastronomía para televisión, compramos por la mañana panes variados, vino tinto, patés, quesos, embutidos y, en ese mercadillo de Montfort-Sur-Meu, un trozo generoso de panceta de cerdo asada que resultó algo parecido a los torreznos o los chicharrones. Con todo el alijo, nos fuimos a un merendero en el bosque de Tremelin y organizamos un picnic digno de película con el que dijimos adiós a nuestra experiencia francesa por todo lo alto antes de hacer las maletas y enfilar el camino de regreso a casa.
Mi suegra siempre nos dice que no entiende la importancia que le damos a la gastronomía, a la comida y la bebida, en los viajes que hacemos. Le hemos explicado muchas veces que la experiencia del viajero es completa, total, desde los monumentos y paisajes hasta las costumbres y creencias del lugar visitado pasando, como no, por sus hábitos culturales, sociales o alimenticios. La experiencia de nuestro viaje por Bretaña y Normandía es un magnífico ejemplo de ese enfoque. Una tierra maravillosa, preciosa, con increíbles monumentos y restos históricos, con palacios, iglesias, catedrales, ruinas, dólmenes y menhires. Hasta territorios mágicos, cuna de la leyenda artúrica. Pero también con una riquísima oferta gastronómica desde sus sencillas galettes y crepes que tanto nos ayudaron hasta las exquisitas ostras, pasando por sus quesos, patés, panes y bollería. Un disfrute total, de 360 grados, que quedará para siempre grabado en nuestras retinas, nuestra piel, nuestro corazón y nuestro paladar, donde mejor se conservan los buenos recuerdos.