Por circunstancias profesionales tengo la suerte de visitar Santander cada año a finales de junio para asistir a uno de esos cursos de la Menéndez Pelayo. Han sido ya cinco ediciones (pronto la sexta) y poco a poco he podido ir conociendo la ciudad, explorando sus bares y tabernas y construir mis propias rutinas y tradiciones. Una de ellas, de la mano de mi amigo Mario, es la que hace las veces para mí de apertura de la temporada de verano.
El seminario al que Mario y yo asistimos se celebra jueves y viernes, normalmente la última semana de junio. Lo suyo es aterrizar en Santander el miércoles por la tarde con tiempo suficiente para pasar por el hotel, cambiarnos y bajar un rato a la maravillosa primera playa del Sardinero, muy cerquita del parque que hoy ocupa el terreno donde se levantaron los viejos Campos de Sport, en donde el Real Betis se proclamó campeón de Liga en abril de 1935.
Allí, desde esa media luna de arena fina y brillante, nos adentramos en el Cantábrico para darnos el primer baño del verano y luego, aún mojados, subimos al bar Caribe, una de esas joyas clásicas que ofrece la capital montañesa, especializado en coctelería fina y hamburguesas, tremenda mezcla. En su terraza, junto al Casino y frente al paseo marítimo, disfrutamos del aperitivo previo a la ducha y posterior cena: gin tonic y ración de pastel de oreja.
Sí, de oreja. De oreja de cerdo. Pero no se confundan. No es una oreja cualquiera, es difícil de explicar. En el Caribe cuecen la oreja, la trocean y a continuación la aplastan formando planchas que, al enfriarse, se cohesionan por virtud de la gelatina de la pieza. Luego, a la hora de servirlas, las hacen a la plancha con mucha temperatura. El resultado es una especie de regañá churruscada de oreja que es una auténtica maravilla. Tanto que soy testigo de cómo ha conquistado a paladares de los que jamás se acercarían a un plato del sabroso apéndice porcino. El momento del gin tonic y la oreja en la terraza del Caribe cada junio, junto a Mario, casi diría que justifican la visita anual a Santander. Un lujo.
Tapeo cerca de la playa
En esa zona del Sardinero, algo alejada del centro de la ciudad, hay otros tres locales, muy cercanos al Caribe, en la misma calle Joaquín Costa, en los que poder tapear rico y variado sin alejarte de la playa. Son La Cañía, Dondenando y el Costa 43 (Hostería Santander). Sus salones y terrazas se ponen a reventar al atardecer con familias y grupos de amigos que se reúnen para tomar el aperitivo y disfrutar del suave clima santanderino en esta época del año.
Pero el meollo del buen beber y el buen comer en la capital cántabra se encuentra algo más allá, en el rectángulo que se forma del Ayuntamiento al Palacio de Festivales y de la calle Tetuán al Paseo de Pereda. En ese entorno hay muchos sitios de referencia, pero por fuerza el primero que debo traer a vuestras pantallas es La Bombi. Aparte de su simpático nombre, se trata de una de los enclaves más tradicionales y elegantes de la ciudad. Bien en la barra bien en su salón, es el lugar adecuado para disfrutar de unas intachables anchoas del cantábrico (las mejores que he comido jamás, y soy buen aficionado). No es barato pero es una apuesta segura para, además de sus salazones, apostar por sus mariscos y pescados. Y siempre con el exquisito y amable trato de sus camareros.
Frente a La Bombi hay otro local, más joven y moderno, pero en el que se come tan bien estupendamente. Comida tradicional con un toque más fresco e innovador. Se trata de Casimira, donde recuerdo un tomate aliñado y una tortilla estupendos y, sobre todo, una espectacular degustación de quesos de la región. Tengo que regresar para probar su cocido, del que me han hablado maravillas.
Marisco y pescado fresco
Siguiendo la pista del buen marisco y el pescado fresco, más arriba, subiendo por Casimiro Sainz, se abre a la derecha la calle Tetuán, cuyos hosteleros se han esforzado en los últimos años por crear una interesante ruta de tapeo y que cuenta con al menos tres negocios estupendos para disfrutar de los productos del mar: Marucho, Casa Silvio y La Flor de Tetuán.
Me gusta mucho comer o cenar de pinchos por Santander. No es San Sebastián o Bilbao, pero tiene una oferta suculenta y contundente para ir picoteando de aquí para allá. Desde las generosas tapas de Casa Lita hasta la famosa barra de Cañadío, en toda esa zona céntrica alrededor de la plaza Pombo y la iglesia de Santa Lucía hay un amplio abanico de locales en los que ir picoteando y probando distintas preparaciones: Rampalay, especializado en las tradicionales rabas de calamar; las bodegas Cigaleña, Mazón o La Conveniente; los puestos gastronómicos del Mercado del Este; y el clásico pero renovado Riojano, con un magnífico salón para comer a la carta.
La oferta en Santander es difícilmente abarcable y hay otros muchos establecimientos en los que sentarse y disfrutar de la gastronomía cántabra, especialmente de sus pescados y mariscos. Es el caso de El Machi, situado en la calle Calderón de la Barca, ya cercano a las estaciones de Renfe, Feve y autobuses y frente a la Estación Martítima. Autoproclamada como la taberna más antigua de Santander, es especialista en rabas, gildas y arroces. Un sitio estupendo para comer fenomenal.
Otra apuesta interesante es la de Vors, en Puerto Chico. Mucho más moderno, con una terraza magnífica para disfrutar de su gastronomía actualizada frente al Real Club Marítimo de Santander.
Balcón a la bahía
De vuelta al punto de arranque, camino de regreso al Sardinero, me gusta escaparme del curso en la Magdalena a comer al restaurante Balneario, justo en donde la península se une a la ciudad, al pie de la playa de los Peligros. Es un estupendo balcón a la bahía de Santander en la que se está de dulce y se come muy bien, especialmente ensaladas, rabas y arroces.
Si os soy sincero, termino de escribir estas líneas con una creciente sensación de ansiedad y expectación, deseando ya que llegue el momento de volar a Santander, acudir al interesante curso de la Menéndez Pelayo y, sobre todo, poder volver a disfrutar de una ciudad acogedora, elegante, cálida y en la que se come fenomenal. Un punto de partida inmejorable para el verano que está por llegar.