¿Puede el cierre de un restaurante romperle el corazón a un ser humano adulto, maduro y, aparentemente, centrado y sensato? ¿Puede uno sentirse huérfano, como cuando le deja una novia muy amada o pierde a un ser querido? Obviamente sí. Porque uno no pierde un local, una oferta gastronómica o una relación calidad-precio. Uno (yo) pierde el ambiente, el trato del personal, las emociones, los buenos ratos, los recuerdos, y eso no tiene sustitución posible y genera una extraña sensación de vacío, añoranza y tristeza.
Tampoco puedo decir que Viña P fuera mi restaurante de cabecera, aunque bien que íbamos cuatro o cinco veces al año, casi siempre con el buen tiempo, para cenar en su agradable terraza. O me dejaba caer a tomar el aperitivo si había quedado por allí cerca para comer o cenar, o si andaba por la zona a mediodía por razón de trabajo. Y era una recomendación fija para quien me preguntara por un buen lugar para comer bien en el centro de Madrid y con un estupendo impacto en bolsillos prudentes.
Cristina y yo empezamos a ir por allí hace muchos años, más de una década, cuando nos lo descubrieron unos amigos. El restaurante, más rancio casi que clásico, vecino del Hotel Reina Victoria, el de los toreros, y cercano a Villa Rosa, era parada fija de flamencos y taurinos. Tanto que allí he compartido barra con matadores de toros y cantaores jondos.
En su propia web, aún activa, citan los nombres de clientes asiduos de ambos ramos como los cantantes Juanito Valderrama y Antonio Carmona o los toreros Joselito y Julio Aparicio, amén de actrices como Carmen Maura. En su terraza he disfrutado de estupendas veladas al fresco, siempre muy bien acompañado de familiares y amigos.
Carne a la piedra
La fórmula gastronómica no era cuestión menor. Todo comida tradicional, buena materia prima, y todo riquísimo. Estupendos tomates aliñados, espárragos trigueros, berenjenas fritas acompañadas de un vicioso ali-oli, habas con jamón, rabo de toro y su plato estrella: la carne de ternera cruda a la piedra, para hacerla a tu gusto, acompañada de patatas fritas. De postre, crema catalana. Y en la carta de vinos, una amplia oferta pero con competencia desleal. El vino de la casa era uno de mis favoritos, Martínez Lacuesta. Argumentos más que de sobra para sumar y mucho en la añoranza que me causa su cierre.
Lo peor de todo es que el cierre de Viña P no es sólo un problema en sí mismo, sino que supone un síntoma de un mal mayor. Desde que me vine a estudiar a Madrid en 1991 (ya ha llovido), aprendí a descubrir, frecuentar y valorar esos locales tradicionales y añejos que abundan en la capital. Bares y tabernas con sabor propio tanto por su oferta hostelera como por la historia que atesoran y las vivencias que aporta la clientela.
Y en los últimos años asisto apenado al cierre de muchos de ellos, acosados por la gentrificación, las grandes cadenas de restaurantes, la falta de relevo para los dueños que se jubilan y, lo peor, el decreciente hábito de los vecinos por el tapeo y el chateo en los bares de su entorno. Mi descubrimiento del cierre de Viña P ha coincidido en el tiempo con la lectura de este artículo en eldiario.es que explica muy bien la dimensión de este preocupante fenómeno.
Corripio y La Princesita
Los últimos en caer de mis rancios clásicos han sido Viña P y el Palentino, que nunca fue santo de mi devoción pero que entraba en ruta por la afición de muchos amigos y por cercanía (viví mucho tiempo en Malasaña y pasaba a diario por su puerta camino de la oficina en Gran Vía). Pero antes también cerró Corripio, el asturiano de la calle Fuencarral famoso por sus bocadillos de calamares y sus empanadas; La Princesita, donde paraba al salir de la universidad a reponer fuerzas con sus preñaos y su cabrales camino del Colegio Mayor; Boñar de León, el local de aquellas tapas descomunales en una trasera de San Bernardo; o Bodegas Rivas, en la calle La Palma, un auténtico bar de viejos convertido ahora en local modernito hipster.
Aún hay muchos de mis favoritos que resisten, y con buena salud aparente en muchos casos. Entre mis habituales, y de los que ya hablaremos con más detenimiento en el futuro, están Ricla, Los Bocadillos, Los Gatos y la Cervantes, Bodegas Casas, las dos Ardosa, Casa Camacho, El Doble, Fide, La Venencia, El Boquerón, La Mina, Rosell, Alfaro, Labra y varios más.
Pero me da miedo que en las calles de la ciudad por las que salgan mis hijas cuando sean mayores sólo haya starbucks, 100 montaditos, hamburgueserías, laterales, vips, ten con ten o la finca de Susana. Un proceso de despersonalización de bares y tabernas que zonas tan de moda en Madrid como Ponzano o La Latina ya está sufriendo desde hace algún tiempo.
Aperitivo madrileño
Mientras, y para evitar que eso ocurra, intentaré junto con Cristina seguir educándolas en el uso y disfrute del aperitivo madrileño y el tapeo en general. Recuerdo a Lola, muy pequeña, con apenas cuatro años, disfrutando como un cochino en un charco con su refresco y sus aceitunas una mañana de domingo en la barra de El Anciano Rey de los Vinos, en la calle Bailén, frente a la Almudena. O a ambas, también Candela, haciendo cola con sus padres en Casa Labra para comer croquetas y bacalao rebozado.
Nos salieron niñas rancias, que cuando se les propone salir a comer por ahí nunca piden ir al burguer o a la pizzería, sino a comer pescaito frito y taquitos de solomillo. Chavalas, como sus padres, que valoran y disfrutan lo que ofrecen estos locales tanto en el plato como en el ambiente. Y cuando pasemos por Santa Ana o Fuencarral, les recordaremos los buenos ratos vividos y los platos ricos compartidos con los amigos. Porque al final, eso es lo que queda.